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PALABRA ENTRE NOSOTROS

La comunión como camino

Luigi Giussani

Apuntes del testimonio de Luigi Giussani a la comunidad de Comunión y Liberación de Roma, 19 de mayo de 1994

Hemos comenzado rezando un Gloria a san José porque la figura de este santo es el emblema supremo del hombre justo y santo, del hombre que vive la relación con su destino de tal modo que no pierde una hora, ni momento ni un día.
La grandeza del hombre no está en la cantidad de cosas en las que logra expresarse o en la calidad de sus creaciones. La grandeza del hombre consiste en la relación con el infinito que vive a cada instante. El campo de juego es la vida diaria. Lo decía aquel gran humanista que fue Chesterton, cuando observaba que «la vida diaria es la más román­tica de las aventuras, y sólo el aventurero la descubre». La vida dia­ria es la verdadera aventura, porque cada instante de la vida dia­ria lleva sobre sí el peso de la relación con lo eterno. Pensemos que en este momento cada uno de nosotros, se encuentre como se encuentre, lleva el peso de su relación con el destino, con lo eterno.
Esta es la grandeza por la que una madre, atrapada en casa por las tareas de cada día, puede ser compa­rable al mayor de los hombres, cuyas gestas nos cuentan los periódicos todos los días. La vida diaria es el verdadero nivel de la aventura humana. Pero - advierte Chesterton- exige un corazón de aventurero, exige que el hombre tenga la estatura del aventurero. No es algo automático. El premio que tiene el instan­te que pasa está en su relación con el infinito: se da si se reconoce esta relación, y se convierte así en conte­nido de la memoria, en contenido del yo, en conteni­do, pues, de la conciencia de la acción, en fin último, confusamente presentido, de la acción.
He citado esta frase de Chesterton porque me parece que sintetiza el ideal que nuestro movimiento quiere despertar en el corazón de todos aquellos con los que se encuentra; el ideal que constituye el obje­tivo principal por el que nos levantamos por la mañana y volvemos a lo que hacemos todos los días. Estoy agradecido a don Giacomo Tantardini, que ha querido ofrecerme con insistencia esta oca­sión de dar testimonio a la comunidad de Roma. Mi testimonio quiere ser casi instintivo. Y el recuerdo de san José que me ha acompañado todo el día, des­de esta mañana temprano, me ha hecho acordarme más intensamente que de costumbre de dónde está el secreto del valor, y por tanto también el secreto del mérito y el secreto de la felicidad, de la alegría. Estas palabras pueden parecer excesivas, pero bro­tan de una postura muy precisa, que ha resumido el cardenal Ratzinger con esta frase que recordamos a menudo: «En realidad nosotros podemos reconocer sólo aquello por lo que se da en nosotros una corres­pondencia». Podemos reconocer sólo aquello por lo que sentimos una correspondencia. La verdad, el reconocer algo como verdadero, es una proporción entre la conciencia de sí y el objeto, la presencia con la que uno se topa. Ahora bien, dentro de nosotros, ¿con qué se puede tener una mayor correspondencia, la correspondencia que más busca la vida? Con aquello que, des­de siempre, hemos lla­mado «sentido religio­so», la exigencia que constituye el corazón del hombre, la exigen­cia de la felicidad, es decir, de la verdad, de la justicia, de la bon­dad, de la belleza, de la felicidad, del cumpli­miento.
La satisfacción ple­na de la totalidad, que se alcanza y realiza solo cuando nos encontramos y nos implicamos con una presencia que responde a nuestra naturaleza, se manifiesta como correspon­diente con nuestro corazón -como la Biblia lo llama sintéticamente-, con el corazón humano. Solo encontrando esta presencia nos reconocemos, en el doble sentido de que nos reconocemos a nosotros mismos y de que reconocemos aquello con lo que nos encontramos: nos reconocemos juntos, uno para el otro. Mejor aún, teniendo muy presente que el día anterior nosotros no existíamos, reconocemos que estamos hechos para esta presencia que nos impacta, que nuestro yo está hecho para esta pre­sencia, que con este encuentro lo convoca y lo hace resurgir a la conciencia de sí, de este modo le hace percibir su consistencia.

Un momento en la historia
Hubo un momento en la historia en el que suce­dió algo extremadamente idéntico a lo que acabo de intentar volver a formular. Juan Bautista era el pro­feta que los judíos habían encontrado por fin, des­pués de una espera de siglo y medio. Todos iban a escucharle: fariseos y pobre gente, a los que gritaba y a los que consolaba. Aquel día el grupillo quizá era más flojo de lo habitual, estaban presentes dos que venían de lejos y habían hecho un viaje muy lar­go para llegar; era la primera vez que venían y esta­ban allí con la boca abierta, como el hombre del campo que va a la ciudad y ve cosas que no había visto nunca. Este pasaje del Evangelio de san Juan os confieso que lo leo todos los días, porque es el momento en el que comenzó a suceder lo que tenía que suceder. Juan Bautista hablaba; en un momento dado uno se separa del grupo, toma la senda y se va por el borde del río. Juan Bautista cambia de impro­viso su discurso, introduce una frase que ya no sigue la lógica del discurso y se pone a gritar: «Este es el Cordero de Dios. Este es el que quita los pecados del mundo», mirando fijamente al joven que se estaba alejando. La gente, quizá acostumbrada a oír que el profeta se expresa con palabras extrañas, repentina­mente extrañas, no le ha dado mucha impor­tancia, pero aquellos dos hombres han seguido todos los movimientos de Juan Bautista, han visto hacia quién se dirigía su mano, han visto a quién miraban sus ojos, y ellos también se marchan, siguiendo los talones de aquel hombre. Le seguían un poco a distancia, con timidez, casi ruborizándose, sin saber qué hacer, pero fue ese hombre al que seguían quien se da la vuelta: «¿Qué queréis?». Y ellos: «Maestro, ¿dónde vives?». «Venid y lo veréis». Y fueron y pasaron con él aquel día entero. Era sobre la hora décima. Estaban allí boquiabiertos, con los ojos como platos, le miraban hablar con una pasión y una tensión que no habían experimentado nunca hasta entonces. Le miraban hablar y era evi­dente que decía la verdad. Estuvieron horas escu­chándolo y cuando vuelven a casa ya no eran como antes. Imaginémonoslo: vuelven a casa y empiezan a decir a todos sus hermanos, a los conocidos y a la gente que participaba en su pequeña cooperativa de pesca: «Hemos encontrado al Mesías». Repiten palabras que le habían oído decir a Él sobre sí mis­mo, que Él decía de sí mismo, sin comprenderlas, sin identificar su verdad: era tan evidente lo que aquel hombre decía de sí que no se le podía negar la atención. Lo que aquel hombre les había dicho correspondía con su corazón, a la espera de su cora­zón, con tanta intensidad, con tal inmediatez que era como si dijeran: «Si no creemos a este hombre ya no debemos creer ni a nuestros propios ojos». Así nació, surgió en la historia del mundo la primera certeza pública, más allá de la de su madre y su padre: la primera certeza sobre Cristo.

El desafío de la razón
Me ha hecho pensar mucho la primera hora de clase que di en el liceo Berchet. En cuanto entré en el aula me pusieron una objeción; un chico desde el fondo levantó la mano y dijo; «Es inútil que Vd. venga aquí a hablarnos de religión, porque religión y razón no se pueden compaginar. Ahora bien, para hablar de religión hace falta usar la razón. Razón y reli­gión, razón y fe no pueden estar juntas, son como dos rectas divergentes: una puede ver como verdaderas ciertas cosas, la otra puede negar esas mis­mas cosas y decir que otras son verdaderas».
Me quedé un momento sin saber que hacer, y luego dije: «Perdone, ¿qué es la razón para Vd.?». Se calló, miran­
do a su clase que empezaba a sonreír y a reírse por lo bajo. Después pregunté: «Dígame al menos qué es esa fe de la que habla». Naturalmente tampoco res­pondió a esta pregunta. Entonces yo pasé al contraa­taque. Lo que me quedó en el espíritu, gravemente, como impresión de la primera hora de religión fue que mi «diferencia con vuestro profesor de filosofía -como les dije después de la clase- que os ha enseña­do algunas cosas, como por ejemplo la oposición absoluta entre fe y razón, no tiene que ver con lo que yo creo, o si yo me opusiera a él desde el punto de vista de la fe: yo creo mientras que él no. No, la diferencia verdadera entre vuestro profesor de filo­sofía y yo está en el concepto de razón: yo tengo un concepto de razón que vuestro profesor no tiene. Os digo lo que es la razón para mí: es razonable lo que corresponde a la exigencia constitutiva del corazón del hombre». No se reconoce sino aquello de lo que se da en nosotros alguna correspondencia. Es razo­nable lo que corresponde al corazón del hombre. Ahora bien, el corazón del hombre -lo repito- con­siste en el deseo de felicidad, en el deseo de conoci­miento pleno, de verdad, de justicia entera y verda­dera, de belleza intacta, de pureza. Siempre. Esto es lo que exige el corazón. Lo razonable es lo que per­mite responder a estas exigencias, y si uno empren­de un camino es para que estas exigencias se cumplan. Esto es lo que actuó en el corazón de Juan y Andrés, los dos primeros apósto­les que siguieron a Jesús: habían sentido que lo que decía aquel hombre arrastraba su ánimo, vencía sus resistencias, porque «nadie -dirán más adelante a sus ami­gos- ha hablado como este hombre», nadie ha hablado de un modo tan correspon­diente a nuestro cora­zón como este hom­bre, nadie ha hablado nunca en correspon­dencia con el destino a que nos sentimos empujados -que es algo imparable para nosotros- como este hombre». Por eso en la Pascua de este año pusimos como mani­fiesto testimonial un texto de San Máximo el Confesor: Aquel hombre que respondía así al corazón y a sus
exigencias era el Dios hecho hombre. «Cris­to es... todo en todos. El encierra todo en sí mismo según la potencia única, infini­ta y sapientísima de su bondad -como un centro en el que convergen las líneas- para que las criaturas del Dios único no permanezcan extrañas y enemigas las unas de las otras, sino que tengan un lugar común en el que manifestar su amistad y su paz».
Me acuerdo que, una vez, en el seminario, mien­tras estudiaba teología, iba corriendo a la Iglesia porque llegaba tarde, pero había uno que llegaba todavía más tarde que yo: Enrico Manfredini, que sería luego arzobispo de Bolonia. Mientras corría con estrépito hacia la Iglesia, escaleras abajo, Man­fredini me alcanza, me coge por el brazo, me para y me dice: «Oye, que Dios se haya hecho hombre es algo del otro mundo». Me quedé allí clavado, un instante, pero lo recordaré toda la vida; sobre todo en estos últimos tiempos me acuerdo de ello con más frecuencia. Cristo, aquel hombre que habló a Juan y a Andrés, en aquella casucha perdida, «Cristo es todo en todos»: ésta es la exigencia de nuestro corazón, que al abrazar a uno se abrace a todos, y que al abrazar a todos emerja el ros­tro de cada uno. «Él, que encierra todo en sí mismo según la potencia única, infi­nita y sapientísima de su bondad -como un centro en el que convergen las líneas [del universo]- para que las criaturas del Dios único no per­manezcan extrañas y enemigas las unas de las otras. Extrañas y enemigas las unas a las otras. ¿No es esto lo que exigimos, sin comprenderlo y sin decírnoslo; incluso que exigimos sin exi­girlo, pero no es esto a lo que aspiramos, cuando miramos el mundo y miramos a nuestro alrededor? Que las criaturas del Dios único -todo y todos- «no perma­nezcan extrañas y enemigas las unas de las otras, sino que tengan un lugar común en el que manifestar su amistad y su paz». La paz es el reflejo en nuestro corazón y en nuestro rostro del Misterio, del «rostro bueno del Misterio», como ha escrito en estos días una amiga nuestra; el Misterio que ha tenido misericordia del hombre, se ha hecho compañero del hombre y para el hombre, y nos ha salido al encuentro en nuestro camino.

Lugar de amistad y de paz
«Que tengan un lugar común en el que manifes­tar su amistad y su paz». La Paz entre nosotros no es más que la reverberación del Dios de misericor­dia, del Misterio que hace todas las cosas. y que se ha revelado como misericordia. Y la amistad es el fruto de la hilaridad y del hecho de estar contentos; se está contento y alegre cuando entre nosotros hay una realidad que va bien para todos, que hace sonreír a todos, que satisface a todos, y algo así solo puede ser la presencia de Dios. Este lugar no existió únicamente hace dos mil años. ¡Hace dos mil años! Ya os sabéis todos la historia: fueron a casa, lo dije­ron a la familia, y sus hermanos salieron y se unie­ron a ellos. Le siguieron: eran un pequeño grupito que fue creciendo, después se redujo, luego volvió a crecer. No cuenta el número: el lugar en el que todas las criaturas se convertían en amistad y paz estaba junto a aquel hombre, era un grupo, una compañía en la que estaba aquel hombre: nacía una compañía, crecía y se hacía estable porque estaba en medio aquel hombre. Sabemos lo que dijo San Pablo en una de sus frases más perentorias: «Los que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo [os habéis identifica­do con él]. Ya no hay ni judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, por­que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús». Este lugar, que nacía entonces de Su presencia directa­mente visible, este lugar común donde las criaturas del Dios único pueden mani­festar su amistad y su paz, este lugar son los hombres bautizados, es la Santa Iglesia de Cristo, es nuestra comunión, nuestra comunidad, nuestra compañía, nuestro cono­cimiento, nuestro afecto, nuestro camino de alguna manera común. Así llegaba a cumplirse la perspec­tiva que había hecho nacer en mí, cuando iba a dar clase de religión, la pasión por Aquél a quien había conocido por medio de un profesor del liceo, cuando me explicaba que «El Verbo se ha hecho carne». El Verbo, el Misterio se ha hecho carne; quiere decir que el Misterio se ha hecho belleza, justicia, bondad, felicidad, verdad; la verdad que buscas, la bondad que buscas es Él. Pero en este momento en que, visualmente, es como si nuestras manos palpasen algo inaferrable, este lugar que Él ha creado, que se ha creado con Él, y que ya no se acabará hasta el fin del mundo -«estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»- es la compañía de los que creen en Él. «Por eso, muchachos, -les decía en clase­- somos una sola cosa: todos estáis bautizados (excep­to los protestantes y los judíos que eran bastantes en aquella escuela, aunque en proporción seguían sien­do pocos), pues somos una sola cosa. Hace cinco años que estáis juntos, quizá hasta sentados en el mismo pupitre, y sois extraños los unos para con los otros; vuestra amistad de ahora es una connivencia fortuita, que os hace salir por la noche, invitar a la chica a ir a la montaña, en el mejor de los casos, el sábado y el domingo; y, como máximo, ayudaros en los últimos días antes de los exámenes; sois conni­ventes, pero no sois amigos, ni compañeros de viaje, porque no sois conscientes del destino, no sois cons­cientes de vuestra finalidad, y por eso vuestros senti­mientos son puramente instintivos, dictados por la pura instintividad».

La misericordia cambia
Intentemos imagi­nar, por el contrario, a Andrés y a Juan cuan­do aquella tarde se alejaron de casa de Jesús: volvieron a casa más en silencio que hablando, y, cuando llegaron a sus casas, tenían un rostro diferente, hasta el punto de que la mujer y los hijos se dieron cuenta, y su mujer le dijo a Andrés: «Estás distinto, ¿qué te ha pasado?». ¡Eran dife­rentes! Lo que cam­bia la vida, el lugar en el que las criaturas de Dios tienden a una gran paz común, espejo de la paz infinita del Misterio que hace todas las cosas y reflejo del «rostro bueno del Misterio» que hace todas las cosas, es la misericordia. Quien está en este lugar e intenta vivirlo, cambia. Si uno le ve cin­co años después, dice: «Pero ¿qué le ha pasado a este hombre? Ya no es como antes». Él mismo se ha impregnado: lo que desea y se sorprende deseán­dolo más que nada, es cambiar. No es un deseo falaz, solo por decirlo: es un deseo serio. Un hom­bre comprende que la vida es justa si recorre el camino que le lleva al Destino y su síntoma es un cambio que se produce «ya en el tiempo», como decía Camus: hace falta que empiece, no más ade­lante sino ahora. «La obra salvadora debe comenzar ahora. Un amor que no tenga presente las condicio­nes en que vive no es un amor digno». No es amor el huir con la imaginación, con los propios pensa­mientos e ideales , sin afrontar el peso presente. Por eso, les decía yo a los chicos, hay que juntarse para cambiar. No sé lo que quiere decir cambiar; no he cambiado del todo, pero comprendo que en algo he cambiado y os diré: «Mirad, hagamos esto, es mejor; no hagamos esto otro, es un error». Y voso­tros me seguiréis: cada día nos haremos más ami­gos, como una extraña familia que os ayudará a lle­var vuestra familia y a construir vuestra familia de un modo más verdadero y a dar al hombre la alegría y el gozo del compromiso que se ha asumido; y así pasará el tiempo sin que bro­te la amargura de quien ha perdido algo. «Troppo perde il tempo chi ben non t'ama» [pierde demasiado el tiempo quien no te ama]. Nos ayu­daremos a comprender y a amar a Cristo. Así concluía la imagen de lo que después llegaría a ser un movimiento, que no nació en modo algu­no como movimiento; nació como necesidad de comuni­car la alegría de la presencia de Cristo, el encuentro con Cristo presente que me explicaron y me iluminaron -como os he dicho tantas veces a muchos de vosotros­- a través de una exégesis del himno Alla sua donna [A su mujer] de Leopardi. A su mujer, es decir, a la belleza a la que aspira el hombre cuando ve cualquier rostro y cualquier cosa bella.
El juntarnos, decía, nos abrirá el camino a través de la oscuridad e impedirá que borremos la hipótesis última, por la cual el mundo y la vida no han sido hechos para la nada, como dice en un pasaje grande y terrible el Libro de la Sabidu­ría: «Dios ha creado al hombre para la felicidad, el hombre busca la muerte, quiere la muerte porque está hecho de muerte, está hecho de vanidad», si su vida no busca la verdad. «Troppo perde il tempo chi ben non t'ama», oh, Señor.

La Escuela de comunidad
¿Qué podemos hacer, amigos míos, para desarro­llar el conocimiento de estas cosas, para ensanchar nuestra ternura hacia esta Presencia, para profundi­zar su aplicación a la vida de hoy, viendo lo bueno que es el destino para el que ha sido hecha? ¿Qué hacer para ayudarnos a desarrollar todo?
Así se creó la Escuela de comunidad. La Escuela de comunidad nació precisamente de la voluntad de explicar palabra por palabra, frase por frase, el pen­samiento que perseguía, a la luz de la gracia del Señor, la gran verdad escondida, de manera que se hiciese más breve esa distancia que solo el último día quemará por completo, y así pudiéramos hablar, con vivacidad, de la lejanía de aquel hecho del pasado que no ha pasado (un hecho del pasado o no es nada o es un presente). «La única relación que se puede crear con la grandeza -decía Kierkega­ard- es la contemporanei­dad». La grandeza lo es si perdura contemporánea al hombre. La grandeza de Jesús lo es si permanece como contemporánea con nosotros. Aquí y ahora. Como repitió tantas veces monseñor Manfredini en su primera homilía al ser elegi­do arzobispo de Bolonia, con gran sorpresa de todos: «Aquí y ahora».
A través de la Escuela de comunidad aprendemos a comprender hasta qué punto Él está «aquí y ahora», quién es Él «aquí y ahora». También aprendemos quién será en el futuro, quién será Él al final, pero sobre todo aprendemos quién es Él «aquí y ahora».
En el libro Está, porque actúa (publicado por Edi­ciones Encuentro), se dice que Cristo está, y por tanto se le toma en consideración, se le cree, se le siente, se le ama, se le sigue, si te cambia. «Está porque cambia». No es automático: está, porque nos cambia. Al cabo de cinco años uno, mirando hacia atrás, dice: «Pero si yo ya no soy el mismo, ya no soy yo, hay algo distinto en mí. Y aunque he traicionado, aunque me he mantenido al margen, aunque he abandonado muchas veces, aun­que he hecho mal muchas cosas, aun así me ha que­dado un hilo, un hilo que me hace distinto de los demás, que me permite volver a empezar en cuanto mi corazón se enternece, y mi voluntad se ofrece, en cuanto se repite en mí lo que dijo la Virgen: «Hágase en mí según tu palabra».

El instrumento más importante
Por eso la Escuela de comunidad es el instru­mento principal y más importante de la vida de nuestra comunidad. Nuestra comunidad vive y se convierte en camino hacia el destino en la medida en que se da cuenta, se identifica, estudia, en el sentido fuerte de la palabra, e intenta juzgar su propia vida y la vida de las cosas que suceden, con el punto de vista de la Escuela de comunidad. La fidelidad a la Escuela de comunidad es la gran fuente de sorpresa y de gozo en nosotros. «Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestro gozo sea pleno». La Escuela de comunidad es un instrumento para llegar a este gozo, es el instrumento para esta alegría. Para ir a Jesús, para vivir la relación con Jesús, el Espíritu de Dios ha imaginado y construido muchos caminos; y el Espíritu del Señor es infinito, tiene una imaginación infinita; pensad en todos los rostros que hace, ni uno solo es como los demás. Así puede construir muchos caminos. A nosotros nos gusta ver a otros que corren por otros caminos hacia la misma meta, animados por el mismo amor a Cristo, intentando cambiar el mundo y a sí mismos conforme a este amor. Estamos contentos por su camino. Pero a nosotros nos ha tocado éste.
Como decía en otra de sus observaciones el cardenal Ratzinger, «la fe es una obediencia de corazón a aquella forma de enseñanza a la que hemos sido confiados». La fe es una obediencia de corazón a ciertas circunstancias, a las palabras que se nos han dicho en ciertas circunstancias. Ciertas circunstancias nos las da Dios para que nuestra vida aprenda la posibi­lidad de cambiar, y comience a cambiar. Por eso debemos ayudarnos a vivir la Escuela de comuni­dad del modo en que históricamente el Señor, en nuestra vida, nos la ha hecho aprender, tocar, pro­poner. No podemos decir: «Vale, nos habéis dicho que lo hagamos así, pero yo lo hago de otra forma». Si procedes según tu opinión, tu vida marchará tor­cida; es la obediencia, y no la imaginación, lo que debemos seguir. La obediencia es seguir una pre­sencia, algo que se hace presente en tu vida, que te ha tocado de tal modo que ya no eres como antes y que no puedes olvidar. Para que esté a la altura de su misión la Escuela de comunidad no se debe limitar a releer y repetir pensamientos o una lógica dictada por otros -aunque sean los responsables que nos guían-, sino que debe resultar en el fondo la continuidad del acontecimiento del Señor dentro de nuestra comunión, de nuestro encuentro, de nuestra vida.
La Escuela de comunidad es un acontecimiento que debe hacerte salir como Juan y Andrés salieron del diálogo con Jesús, distintos de como eran, con una cara diferente, de manera que todos se dieron cuenta («sois distintos que antes»); así también nosotros debemos salir de la Escuela de comunidad distintos de como hemos entrado. Está presente verdaderamente el que nos enseña, el Espíritu que nos enseña, si cambiamos, si salimos cambiados de la Escuela de comunidad. Si la Escuela de comunidad no es un pretexto para hacer razonamientos o para subrayar cosas que nos apremian a nosotros, debemos seguirla palabra por palabra, por una obediencia de corazón a lo que se nos ha enseñado y confiado. Por eso hacemos el esfuerzo de comprender el nexo de una frase con otra y las razones que llevan a la siguiente afirmación, y seguimos las indicaciones y sugerencias de quien explica y conduce. Pero éstos son los aspectos exteriores de algo mucho más profundo que toca e interesa al corazón, obligándolo a algo nuevo.

Oración y caridad
Por eso no se puede hacer la Escuela de comuni­dad sin que se produzcan dos consecuencias:
1) El deseo de decir Tú, Tú al Dios hecho hom­bre, a Dios que se ha hecho uno de nosotros, que está aquí entre nosotros. Es el deseo de rezar, por­que rezar es decir Tú, no pretenciosamente y sin sensibilidad, sino extendiendo la mano como un mendigo. Mendigar de su presencia, que ha venido a traer al mundo la salvación, la humanidad que culmina en el misterio de la Ascensión, que es la fiesta de lo humano, la fiesta del hombre: en Cristo está la fiesta del hombre que alcanza por fin su lugar en el mundo, con la auténtica posesión de las cosas en su verdad. Cristo es el primero que ha alcanzado este término, para esperarnos a cada uno de nosotros en el lugar de gobierno, de posesión y de gozo que nos ha preparado. En primer lugar, por tanto, la finalidad de la Escuela de comunidad es orar siempre. Basta un instante de recogimiento, y la oración es decir «Tú», te pido, mendigo de Ti.
2) No se puede salir de la Escuela de comuni­dad sin tener un remordimiento y una vibración. El remordimiento por el modo en que hemos tratado a los demás, a alguno en especial o a los demás en general; el remordimiento por la extrañeza, en la que pienso siempre cuando voy en tranvía, sobre todo cuando está lleno, y digo: «Toda esta gente ha nacido de la misma mano, todos están hechos por el mismo Cristo, bautizados en el mismo Cristo, para un mismo destino: y sin embargo aquí están todos ajenos los unos a los otros, totalmente aje­nos, hasta el punto de que si uno tiene una necesi­dad raramente habrá alguien que le ayude». La abolición de la extrañeza es lo que podemos llamar comunión o comunionalidad de vida.
Por una parte, entonces, está el remordimiento por esa extrañeza que hemos vivido. Por otra parte se da el deseo de colaborar con la vida de alguien, de compartir la necesidad del otro. Ya no podemos quedarnos impertérritos ante la necesidad que hemos visto o entrevisto en el otro, ya no es posi­ble quedarse quietos; sin escandalizarnos por lo poco que podemos hacer, pidamos al Señor que nos ayude a hacerlo. Las dos características que brotan, pues, son la oración y la caridad. Esta última, sobre todo, aun con la timidez de nuestro ánimo, en la incapacidad y la pobreza de nuestro corazón de hombres, en la debilidad de nuestra situación humana, se desarro­lla paradójicamente y está llamada a desarrollarse.
La Escuela de comunidad mueve las palancas de estas virtudes que construyen una figura dife­rente de hombre.

La memoria nos renueva
«Me levanto por la mañana -escribe en una pos­tal una amiga nuestra que está en Brasil- y estoy con. La memoria nos renueva y el acontecimiento vuelve a empezar conmigo. El seguimiento me cambia». « Y estoy con»: estoy junto a, es decir pienso en todos los hombres, en los que están en la misma casa, en los que están en el mismo barrio, en la parroquia, en los que están en el colegio o en otro colegio, en lo que están en todo el mundo, en vosotros que sois mis amigos lejanos, pero real­mente en todo el mundo. «La memoria nos renue­va»: el conocimiento de lo que ha sucedido, el conocimiento de Aquél que ha venido se llama memoria, memoria que está hecha de repetición en el tiempo que pasa. La memoria no es nunca un pasado. No es el propio recuerdo, en el que se detiene la pobreza humana, sino la presencia de Cristo que se repite todas las veces que le miramos y todas las veces que le dirigimos la palabra. «Y el acontecimiento vuelve a empezar conmigo»: el acontecimiento de Cristo en el mundo vuelve a empezar conmigo. «El seguimiento me cambia». Perdonad si os parezco exagerado, pero esta postal me ha conmovido profundamente y le pido a san José que esto se haga verdad, a él que ha vivido la memoria y nada más, que no hizo ningún otro ges­to, ninguna obra, ningún movimiento, no hizo nin­gún grupo, nada, pero vivió la memoria de aquel anuncio, de aquella joven mujer con la que estaba y de Aquél que llevaba en su seno, de aquel niño que nació, que era como todos los demás niños de la tierra. «Me levanto por la mañana y estoy con. La memoria nos renueva [me hace ser nuevo] y el acontecimiento vuelve a empezar conmigo». En el mundo, Cristo vuelve a empezar conmigo, yo soy como la larva, la apariencia exterior, la tienda bre­ve y pobre de su presencia. «El seguimiento [a Él] me cambia».
He leído esta postal porque para mí constituye el significado verdadero y el fruto de la Escuela de comunidad.

Nuestra tarea
La Escuela de comunidad debe hacer que estos sentimientos renazcan día a día, semana tras sema­na. Entonces el ser, que «se muestra donde obra» - como decían los antiguos-, el Misterio del ser, el Misterio de la Trinidad, el Misterio que hace todas las cosas, el Misterio que se ha hecho un hombre como nosotros, se hará cada vez más evidente a nuestros ojos humanos de aquí abajo, a la ternura de nuestro corazón humano de aquí abajo, a nues­tra buena voluntad, a nuestra capacidad de sacrifi­cio, a nuestra voluntad de obrar y de cambiar el mundo en un mundo más humano. Así se demos­trará si permanecemos fieles a este camino común; cada vez que nos reunimos somos el acontecimien­to del Señor, nosotros que hemos tenido la fortuna de haber sido llamados a esto.
«Y así la alegría -como decía san Pablo- estará en nuestro corazón».
Como me escribía una madre a la que se le había muerto de repente un hijo de diecisiete años, en una carta muy mal escrita, casi de analfabeta; después de algunas líneas llenas de dolor y lamen­to, de repente dice en un pasaje: «Pero estoy con­tenta porque Dios es grande». Nosotros debemos llevar esto al mundo; utilizar el escalpelo o realizar la fisión del átomo lo pueden hacer todos, pero esto no. Por eso nosotros estamos llamados a esto. Se diga en el modo que se diga, se nos dice a ti y a mí, porque a los dos nos interesa. ¡Hermano, ayú­dame! Esta es la autoridad: aquél que nos llama a esto y nos ayuda en esto.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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