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PALABRA ENTRE NOSOTROS

El yo y la gran ocasión

Lección de d. Giussani en los ejercicios espirituales de los Universitarios (Rímini, Diciembre 1993)

Sin comprometer nuestra libertad no se nos puede comunicar nada de modo que nos haga crecer, madurar y, por ello, saber y gustar más del ser y de la vida. Estamos obligados a partir de una observación melancólica: el hombre puede fácilmente olvidarse de sí mismo. En su obra Peer Gynt, Ibsen dice: «Oh sol adorable [el sol de la verdad y del verdadero placer, el sol del ser y del vivir], vertiste tus rayos en una estancia vacía: el dueño del albergue siempre estaba fuera». El dueño del albergue somos nosotros, que siempre estamos fuera de nuestro aposento, salvo cuando un dolor lacerante, o un miedo terrible, anormal, nos hace volver algunos instantes adentro. Pero incluso este retorno es inconsciente. Vivimos fuera de nosotros, y por eso, no nos comprendemos y perdemos contacto con cuanto de admirable hay en nosotros. Kierkegard, en su diario, dice en un cierto punto: «Muerte, infierno, de todo me puedo abstraer, puedo evadirme de todo, pero no de mí mismo; no puedo olvidarme de mí mismo, ni siquiera cuando duermo». Las dos cosas son verdad: que estamos apegados a nosotros mismos incluso cuando dormimos y que, sin embargo, cuando estamos conscientes, cuando somos dueños de nuestra mirada y nuestras sensaciones, estamos distraídos, como arrancados de nosotros mismos. Y así, durante un largo tramo del camino de la vida, hasta que no llegamos a ser «leídos entre las arrugas» (como ha escrito Clericetti en una broma que demuestra que el verdadero humor nace de la melancolía), olvidamos la grandeza de la que somos portadores y, por ello, vivimos lejos de gustar la fuente de la que nuestra vida saca su impulso original.
Voy a leeros un pasaje en el que parece descrita de modo verdaderamente admirable la esencia de este carácter sugestivo que tiene nuestra vida y del que no nos damos cuenta. Está sacado del drama Calígula, de A. Camus, acto I, escena IV. Calígula, el emperador romano, vuelve después de haber desaparecido durante un largo período de tiempo. Y dialoga con un confidente suyo, Helicón.

Helicón: Buenos días, Cayo.
Calígula: Buenos días, Helicón.
Helicón: Pareces cansado.
Calígula: He caminado mucho.
Helicón: Sí, tu ausencia se ha prolongado mucho.
Calígula: Era difícil de encontrar.
Helicón: ¿Él qué?
Calígula: Lo que yo quería.
Helicón: ¿Y qué es lo querías?
Calígula: La luna.
Helicón: ¿Qué?
Calígula: Sí, quería la luna.
Helicón: ¡Ah!... ¿Y para qué?
Calígula: Bueno... es una de las cosas que no tengo.
Helicón: Claro. ¿Y ya está todo resuelto?
Calígula: No, no he podido conseguirla.
Helicón: ¡Qué lástima! [se comporta como siervo servil]
Calígula: Sí, por eso estoy tan cansado... Helicón...
Helicón: ¿Sí, Cayo?
Calígula: Piensas que estoy loco.
Helicón: De sobra sabes que yo no pienso nunca. Soy demasiado inteligente par pensar
Calígula: Sí. Pero, yo no estoy loco, y aún más: nunca he sido tan razonable como ahora. Simplemente sentí en mí, de pronto, la necesidad de lo imposible. Las cosas, tal como son, no me parecen satisfactorias.
Helicón: Es una opinión bastante extendida.
Calígula: Es cierto. Pero antes no lo sabía. Ahora lo sé. El mundo, tal como está hecho, no es soportable. Por eso necesito la luna, o la felicidad, o la inmortalidad, en definitiva, algo que quizá sea insensato [que quiere decir más allá de todo sentido imaginable], pero que no sea de este mundo [que no sea medible por mí, que esté más allá de mi medida].
Helicón: Es un razonamiento que se tiene en pie. Pero en general no es posible sostenerlo hasta el fondo.
Calígula: Tú, Helicón, de eso no sabes nada. Nunca se consigue nada precisamente porque nunca se va hasta el final. Pero quizá baste con permanecer siendo lógicos hasta el fondo. Y sé lo que estás pensando: cuántas complicaciones por la muerte de una mujer de la que estaba enamorado. Pero no, no es so. Creo recordar, es cierto, que hace unos días murió una mujer a quien yo amaba. Pero, ¿qué es el amor? Poca cosa. Esa muerte no significa nada, te lo juro; sólo es una señal de la verdad que me hace necesaria la luna. Es una verdad muy simple y clara, un poco estúpida para ti, pero difícil de descubrir y pesada de llevar.
Helicón:¿Y cuál es esa verdad, mi emperador?
Calígula: Los hombres mueren y no son felices.
Helicón: Vamos, Cayo es una verdad a la que nos podemos acomodar muy fácilmente. Mira a tu alrededor. Eso no les impide a los hombres comer y bailar.
Calígula: Entonces es que todo lo que me rodea es mentira, estos hombres están todo en la mentira, y yo quiero que se viva en la verdad. Y tengo los medios para hacerles vivir en la verdad; porque sé lo que les falta, Helicón. Están privados del conocimiento y carecen de un maestro que sepa lo que dice.
Helicón: No te ofendas, Cayo, por lo que voy a decirte. Pero, ante todo, deberías reposar, estás cansado.
Calígula: No es posible, Helicón, ya nunca será posible.
Helicón: ¿Y por qué no?
Calígula: Si duermo, ¿quién me dará la luna?
Helicón: Eso es verdad.
Calígula: Escucha, Helicón, oigo pasos y rumor de voces [son los que conspiran contra él]. Guarda silencio y olvida que acabas de verme.
Helicón: Comprendo.
Calígula: Y te lo ruego: en adelante, ayúdame.
Helicón: No tengo razones para no hacerlo, Cayo. Pero yo sé muchas cosas y hay pocas que me interesen. ¿En qué, pues, puedo ayudarte?
Calígula: En lo imposible.
Helicón: Haré lo que pueda.
Quizá la síntesis de este pasaje pueda estar en una paradoja, que se puede expresar con estas palabras del mismo Camus: «Soyez réalistes, demandez l'impossible», «Sed realistas, pedid lo imposible»


El yo, relación con el infinito
Esta es la medida del hombre de la que hablábamos antes. Al estar siempre la estancia vacía de su dueño, el sol no puede iluminarla, no puede hacerla visible con su rayo. No es realista que el hombre viva sin anhelar lo imposible, sin apertura a lo imposible, sin nexo alguno con el más allá, alcance la meta que alcance.
En El Sentido Religioso hemos leído y releído lo que es la realidad del hombre: relación con el infinito. El infinito o lo «imposible». Pero, hay una constatación que no podemos eludir. Calígula es insaciable, del mismo modo que nadie está nunca plenamente satisfecho de nada, porque incluso en la mayor satisfacción siempre brota esa punta, esa espina que se expresa con la pregunta: «¿Y después?». La satisfacción es finita. El hombre, el yo es una medida inconmensurable con cualquier objeto que alcance, con cualquier objeto con el que se mida. En la obra Jeune fille Violaine, de Paul Claudel hay una frase de Pierre de Craón que dice: «Lo insaciable no puede derivar sino de lo inextinguible». Que el hombre sea un animal insaciable quiere decir que el sujeto de esta realidad que llamamos hombre es un sujeto inextinguible. Calígula habla de la «luna», la «felicidad» o la «inmortalidad». Lo insaciable no puede derivar sino de algo inextinguible. La insaciabilidad es la señal del Destino. Se alza aquí la gran palabra de la que nadie - por más que se esfuerce y lo intente, por muy hábil que sea, ni siquiera en el sueño- puede apartarse. La experiencia de la insaciabilidad humana es signo de que hay un Destino de inmortalidad.

La razón y el sentido del misterio
El Sentido Religioso enseña que la naturaleza del hombre, esa naturaleza que la Biblia llama corazón, es exigencia de verdad, de justicia, de amor, de felicidad (verdad, amor, etc., son palabras que no tienen límite, si se les pone un límite; ya no son ellas mismas). Y la razón es el lugar donde todo esto emerge ante nuestra vista, comenzando a entrar en nuestra experiencia. Nosotros definimos la razón como conciencia de la realidad según la totalidad de sus factores. Esto significa que basta con que de mil millones de factores falte un solo factor para que ya no sea verdadero lo que se piensa, la definición que se hace de un fragmento de la realidad. Por ello, la emoción más bella y profunda que se puede experimentar es el sentido del misterio; ahí está el origen de todo arte y de toda ciencia. El hombre para el que ya no es familiar el sentido del misterio, y que ha perdido la facultad de maravillarse continuamente y de ser humilde ante la creación es un hombre muerto, su mirada se ha apagado. Escribe Einstein: «Nadie puede sustraerse a un sentimiento de reverente conmoción contemplando los misterios de la eternidad y de la estupenda estructura de la realidad. Bata únicamente con que el hombre busque adentrarse un poco en estos misterios día a día, sin cejar, sin perder nunca la sagrada curiosidad por el infinito, para que la admiración extasiada de la naturaleza se revele una mente tan superior que toda la inteligencia de los hombres, con todos sus pensamientos, comparada con ella, no sea más que un reflejo absolutamente nulo».
En todo lo que he dicho hasta ahora, aunque fuera una provocación genérica, está por medio nuestra vida. Nuestra vida está por medio cuando hablamos del Destino y pensamos en él. A él tendemos inexorablemente, del mismo modo que es inexorable el hecho de que no nos hemos creado nosotros mismos.
Buscar, caminar hacia el propio Destino, es el motivo por el que uno se despierta por la mañana apremiado por todo tipo de instintividad, por todo tipo de dinámica natural, por todo tipo de curiosidad, por todos los atractivos que mueven el afecto. No existe nada que no impela a responder, a reconocer, a abrazar, a decir sí a eso «inconmensurable» que es el propio Destino. Misterio lo llama Einstein- que no es un Padre de la Iglesia-.

La situación en que vivimos
No podemos quedarnos en repetir palabras sabidas, usadas y sin calor, sin contenido vivo. Esta observación resulta tristemente necesaria, necesaria por realismo, dada la situación en que vivimos.
Porque la situación en que vivimos favorece, efectivamente, la distracción. Yo he tenido la suerte de haber sido reclamado al Misterio todos los días durante muchos años. Diariamente durante doce años. En el seminario, donde entré a los diez años, todos los días, por la mañana y por la tarde, al menos dos veces al día, me recordaban el Misterio, me reclamaban a mí mismo.
Por eso me sucede que, cuando digo «yo», siento el Misterio; lo siento cuando digo «me he equivocado», cuando digo «mi Destino», cuando hablo del deseo de felicidad. Todo el esfuerzo de la vida que Dios nos da es para hacernos amigos en este sentimiento del yo, para hacernos compañeros en esta experiencia del yo, para no estar solos en el camino. Y no porque uno tema estar solo (de hecho nunca se está solo), sino por piedad hacia los demás; por piedad con todos los extraños que de otro modo seguirían siendo extraños. Porque basta que se encienda este sentimiento para no ser ya extraños.
«La Iglesia de la época moderno ya no es como en otro tiempo, una Iglesia de paganos que se había hecho cristianos, sino que es una Iglesia de paganos que se siguen llamando cristianos pero que en realidad se han vuelto paganos».
Este juicio es del Cardenal Ratzinger. El pagano es el que vive en el olvido del Destino, y por eso está «vacío», porque el Destino es toda la trama y el tejido del que está hecho lo humano, en lo más profundo del corazón, en la profundidad de los nervios. Si olvidamos el Destino estamos vacíos.
La luna está mucho más cerca de lo que le parecía a Calígula. Se equivocó sólo en los pasos y quizá en la dirección.
En los Diálogos con Leucó, Pavese escribía: «Las cosas inmortales [la luna, la felicidad, la inmortalidad] las tenéis a dos pasos». Y Hesíodo responde a Mnemosyne [los dos personajes de los Diálogos]: «No es difícil saberlo; tocarlas es lo difícil». Hacer que forme parte de nuestra experiencia este «más allá» es difícil. «Una sutil pared nos separa», decía Rilke dirigiéndose a Dios.
No hay un solo instante, ni siquiera el más fugaz, que no brote del secreto del origen. Lo dice Jesús en el Evangelio: ni siquiera una palabra dicha en broma carece de peso eterno; daremos cuenta de todas las palabras dichas en broma. Cada palabra dicha en broma tiene una medida infinita, un peso infinito. Sin esta perspectiva, sin esta hipótesis (llamémosla siquiera así) no existe un hombre, existe la bestia que se burla del Destino (es decir, de sí mismo) y que se mueve por la sugerencia efímera de cada instante, que se agita y se disuelve entre las manos. El Destino, el ofrecimiento a él, el vínculo con el Destino, es el punto de mira cuando uno se levanta cada mañana, la meta de cada acto que brota del yo al ser solicitado por algo. Hay dos posturas: la de Calígula (es imposible llegar al objeto) y la que describe Kafka: «Hay un punto de llegada, pero no existe el camino» para alcanzarlo. ¿Cuál es más triste? La segunda. Hemos visto desfilar por Milán, con el Cardenal a la cabeza, a trescientos cincuenta jefes religiosos, trescientos cincuenta modos de imaginar el imposible, de imaginar el Misterio, el Destino. Retrato conmovedor, no triste. En cambio, la postura que afirma: «Hay un punto de llegada, pero no existe el camino» es desgarradora, como si la vida se matara. Es la desesperación total.

La gran ocasión
En Es media noche Doctor Shweitzer, el protagonista dice en un momento dado a la enfermera María: «Toda gran existencia nace del encuentro con un gran suceso», es decir, nace del encuentro con una gran ocasión. Imaginemos ahora a aquellos dos hombres que, en aquel sendero junto al río Jordán, se pusieron a seguir con curiosidad a aquel individuo que, por un gesto que había hecho el gran profeta Juan el Bautista, había despertado cierto asombro. Siguieron a ese hombre casi procurando que no se diera cuenta. Él se volvió y dijo: «¿Qué buscáis?»; y le preguntaron: «Maestro, ¿dónde vives?». «Venid y lo veréis», fue la respuesta, y fueron permanecieron con Él todo el día. De regreso, Andrés se encontró a su hermano Simón y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías». Y el texto no nos dice de qué habían hablado. Una gran existencia nace del encuentro con una gran ocasión. «Yo soy el camino»; hay un hombre que dijo esto, un hombre que lo dijo al grupo que estaba en torno a él. Nadie ha dicho esto jamás en la historia de la humanidad, ni siquiera ha osado pensarlo. El segundo volumen de la Escuela de Comunidad dice que cuanto más sentido tiene un hombre de la relación el misterio (es decir, cuanto más uno se parece a Calígula), menos puede pretender identificarse él con «la luna»; entonces sí que estaría loco. Cuanto más sentido del misterio tiene el hombre más pequeño se siente ante lo imposible. Por eso, todos los grandes fundadores de religiones han dicho: «Nosotros os mostramos el camino, seguidnos, intentemos andarlo», y no: «Yo soy el camino, porque yo soy la verdad y la vida». Hemos tenido y tenemos la gran ocasión; existe un punto de llegada y existe el camino. Esto nos une más que cualquier vínculo natural y carnal. El «pagano» del que habla Ratzinger indica la postura indolente y prepotente del hombre actual para el cual nada hay sagrado y honorable si no nace de él, si no lo determina él. Y, luego, todo se deshace: lo que este hombre crea se convierte en ruina, y lo que maneja se vuelve cenizas.

Magister adest
El filósofo Severino ha escrito en uno de sus últimos artículos:« He aquí la audacia del cristianismo: que: un hombre, un mortal, sea lo eterno». Pero, para la cultura griega, la convicción de que lo eterno se hubiera hecho carne no era considerada sólo audaz. Todos, en efecto, podían plantear sus hipótesis. También los trescientos cincuenta de hace algunos meses en Milán podían plantear trescientas cincuenta hipótesis distintas acerca de estas cosas, y nadie tiene derecho a impedir que se plantee una hipótesis. Pero la hipótesis cristiana no es una hipótesis «posible»; es «la» hipótesis contra la que arremete el mundo, la que se mata como se asesinó a Cristo. La cultura griega no la consideraba una audacia, sino una locura, una impiedad, un ofuscamiento de la razón. ¡Qué impostura! Si la razón del hombre es una mirada abierta de par en para a la realidad sin límite alguno, la medida de la razón humana viene dada por la categoría de posibilidad. Entonces, ¿qué significa: «no es posible»? «¡Nada es imposible a Dios!». Así respondió el ser misterioso, el Ángel que habló a aquella muchacha de quince años. Y Ella dijo: «Hágase en mí según tu palabra». Para Dios no hay nada imposible. ¿Cómo pretende el hombre saber algo acerca de lo posible o lo imposible, si incluso en su propia existencia era imposible hasta que Otro lo hizo real? ¡Qué profundo estupor nace frente al valor y la dignidad del hombre, si consideramos la insaciabilidad de Calígula! Por eso el cristianismo se llama Evangelio, buena noticia, como escribió Juan Pablo II en su primera y fundamental encíclica. En nuestro último manifiesto de Navidad hemos escrito: «Magister Adest: el maestro está aquí», el camino está aquí. En Es media noche Doctor Schweitzer, el padre Carlos, que es la figura principal del libro aunque pase como una sombra veloz por unas pocas páginas, dice sonriendo: «... pero mira, Dios, cuando nos toma para su lucha, no piensa en las pequeñas minucias en las que caemos; nos toma por entero, tal y como somos, lo bueno y lo malo. Si pones un leño en la hoguera, arde entero, también los gusanos que lo devoraban...». Esto quiere decir que no hay objeción posible al reconocimiento de la gran noticia, de la grande presencia. ¿Y si Jesús se hiciera presente de un modo tangible, como está presente en la profundidad dando el ser a cada criatura (en efecto, todo consiste en Él), si pasase Jesús por aquí? Lo invisible está a dos pasos, no es difícil tocarlo, entra dentro de nuestra experiencia, es un factor de nuestra experiencia física.
Debemos ayudarnos a entender estas cosas: para eso estamos juntos. La única objeción que se podría hacer a Cristo sería: «Apártate de mí que soy un pecador, estoy lleno de pecados» es decir, sería la vergüenza. Como si no nos conociese, como si no conociese uno a uno todos los gusanos que tenemos dentro... Todo el orgullo está en pretender ser perfectos, en lugar de desear ser santos, eso es, hombres, como bien dice la introducción al libro Los Santos de Martindale. Una vez que Andrés, después de haber estado oyéndole, volvió con su familia, su mujer percibió que tenía algo delante de su rostro; no era una máscara, sino algo que alteraba el modo en que él la miraba. Ahora la miraba de un modo distinto, mucho más verdadero que la tarde anterior, y, cuando esa noche la abrazó, ella no entendía, pues nunca la había abrazado así. Si se reconoce la gran Presencia, la gran ocasión, la vida cambia. Qué distinto es esto de la, por otra parte, bellísima poesía de Par Lagerkvist a su mujer: «Cierra tus ojos, querida/ que el mundo no se refleje en ellos. Las cosas están demasiado cerca/ nos perturban/ esas cosas que no somos nosotros/ sólo nosotros debemos estar./ El mundo e torno ha desaparecido, el amor lo revela todo, que eres tú./ Cierra tus ojos». A esto se le llama una tumba. Todos los actos se encierran dentro de una tumba, se aprisionan a sí mismos y con el paso del tiempo se vuelven larvas dentro de esa prisión.

La consistencia de cada acto
Sin embargo, quien Le reconoce, quien Le dice «Yo soy lo que soy, pero Tú me aceptas, me amas», vive los actos que realiza, desde que se levanta por la mañana, hasta los más pequeños (no todos porque todavía no puede, pero cada vez más), en función de algo más grande, del mundo, ofreciendo a Dios la página del libro que lee, el dolor de la cabeza que tiene, el llanto de su madre o el misterioso descontento que siente. «Ofrecer» es la palabra más grande que pueda existir, porque significa que la consistencia de los actos es Él. brota la petición de que Él se muestre a todos dentro de este acto. Es la pasión por dar testimonio, de tal modo que nuestro yo, tan mezquino, con todos los gusanos que lleva dentro, se abre deseando que el mundo entero lo conozca para que la vida de todos sea menos angosta, menos egoísta, menos «nada», menos prisión, menos tumba, y más «vida», mejor.
Tal y como expresa la poesía de Ada Negri: «Juventud mía, no te he perdido», escribe a los setenta años, «has permanecido en el fondo del ser. Eres tú, pero otra eres, sin hojas ni flor, sin el semblante que tenías en el tiempo que no vuelve, sin aquel canto; eres otra, más hermosa; amas sin exigir ser amada. Frente a toda flor que brota, a todo fruto que nace, a todo párvulo que vive, das gracias a Dios de corazón». Se ama la flor, no porque uno la agarre, se ama el fruto no porque uno lo muerda: esto es lo que se llama gratitud: sin ella el que es abrazado, ni el niño al que se besa es besado.
Una vez iba yo por Liguria camino de una aldea y pasaba por un sitio que tenía la peculiaridad de ser el punto de encuentro de todas las parejas de la zona. Todas las tardes al pasar decía un Ave María a la Virgen pidiendo por su futuro. Era un lugar precioso. Aquel día mis pensamientos eran un poco más oscuros, tenía una tristeza que no me dejaba, y en cierto momento pensé: «Ninguna de estas persona, al no tener lo que a mí se me ha dado, quién sabe por qué, puede mirar las cosas como yo las miro». En aquel instante vi que sobre el mar, bajo un cielo límpido, sin luna y plagado de estrellas, se reflejaba el puente de la Vía Láctea claro como un arco iris que todos los niños miran. Ninguna de aquellas parejas vio ciertamente aquel espléndido puente sobre el mar... Quien te acoje, oh Señor, ve las cosas de un modo distinto, las trata de una manera distinta. Y comprende que ha sido creado por un Destino misericordioso, paterno, que se ha hecho hombre como nosotros y ha muerto por nosotros para ponernos de evidencia que la naturaleza de toda la realidad es buena y que la misma muerte es para la victoria de la vida. Os deseo, pues, aquello que al final de su libro Miguel Mañara, Milosz hace decir al monje: « Mi corazón está alegre como el nido que recuerda y como la tierra que espera bajo la nieve, porque sabe que todo está donde debe estar y va adonde debe ir, al lugar asignado por una sabiduría que, el Cielo sea alabado por ello, no es la nuestra». Esa sabiduría es este Hombre que está con nosotros, es Dios hecho hombre... Estamos juntos para seguirle y aprender así quiénes somos, y sobre todo cuál es nuestro Destino. De tal modo que la bondad abrase todo el mal y la muerte sea vencida por la vida cada día.
Que resulte más claro que todo está donde tiene que estar y va adonde tiene que ir, esto es, al lugar asignado por una sabiduría que no es la nuestra: es como la luna para Calígula...