Un artículo del Presidente de la Compañía de las Obras y el Vicepresidente de la Unión de las Comunidades judías italianas, publicado en El Reformista, 16 de abril de 2004, p. 2
Existe un hilo conductor que liga indisolublemente algunos de los episodios que han animado recientemente la reflexión en los medios de comunicación: desde las reacciones a los atentados en España, la violencia en Iraq y en todo Oriente Medio, la polémica sobre el voto de los extracomunitarios, las discusiones sobre la constitución europea y el tema de los crucifijos en las escuelas, hasta el antisemitismo rastrero que contemplamos reavivarse. Por no hablar de la crisis de Parmalat, de las huelgas salvajes, además de todas las contradicciones que cada día caracterizan la discusión y el enfrentamiento político, la primera de las cuales es el deseo de transversalidad que demuestra, más que otra cosa, la falta de auténticas ideas-fuerza y, por tanto, la muerte de la política. Todos estos hechos tienen en el fondo la misma raíz: los intereses de una parte, incluso cuando son llamados derechos, se hacen valer más que el bien común. Y es evidente que sin la tensión de cada uno al Bien no se puede construir el bien común. A ningún nivel. Vivimos en definitiva en un mundo caracterizado por un déficit de confianza, de solidaridad, de compartimiento del bien común. Existe también, con la misma gravedad, un déficit de representación: se saltan y se ignoran cotidianamente los modelos tradicionales de tutela de los intereses colectivos (desde la política al sindicato). Pero, sobre todo, es evidente un déficit de identidad, al que se une el drama cultural de nuestra época: la dificultad de pertenecer. Vivimos en una sociedad que rechaza el concepto de pertenencia, señalándolo como una modalidad retrógrada de entender la convivencia social a la que hay que combatir. Aquel que pertenece es considerado como un mal al que hay que dejar a un lado, pues es nocivo para una colectividad indistinta y en la que los valores están ausentes. Nunca como en esta época es evidente el encuentro entre diferentes culturas, planteamientos religiosos, historias y experiencias. No obstante esta realidad, el mundo de la cultura y de la política evita promover un encuentro fundado sobre el diálogo entre diferentes pertenencias, prefiriendo aplastarlas, banalizarlas y esconderlas. Hasta que el conflicto termine por arrastrarnos, habría que pensar. Este es el peligro. Los conflictos y las crisis de estos días no son ejemplos aislados, sino la punta de un iceberg que cada vez asoma más. No se puede posponer por más tiempo un salto cualitativo, una profunda responsabilización personal por parte de todos. El desafío puede ser vencido, en esta perspectiva, sólo a través de la construcción de una sociedad basada sobre el derecho a pertenecer (y no sólo en el derecho a no pertenecer), a ser distintos, a ser uno mismo. Una sociedad que brote desde abajo, de aquello que es más cercano al individuo por lo que es, de las necesidades que expresa; una sociedad de las comunidades, capaz de hacer dialogar a las células (religiosas, económicas, culturales, etc.) que, después de la familia, están más cercanas a las necesidades, a los deseos y a la identidad del hombre. Se vuelve improrrogable, por tanto, definir un tejido cultural, educativo y político que determine las reglas del encuentro entre las distintas pertenencias. Quizá –y puesto que la relación con Dios, más que cualquier otra cosa, unifica determinando el reconocimiento de valores comunes y la posibilidad de hablar una lengua comprensible recíprocamente– el primer terreno de la relación podrá ser la religiosidad, o bien la fe en el Creador, en el Dios de Abrahán. Una religiosidad que se traduzca en el compromiso hacia los mandamientos de Dios, hacia la justicia y la misericordia, en la afirmación de la santidad de la vida y de la implicación de Dios en la historia, desde el convencimiento de que el bien, sin lo sagrado, está destinado a sucumbir. La religiosidad puede ser, por tanto, la palabra clave que, desde el momento en que promueve el encuentro entre los hombres de fe, puede permitir vencer el desafío de la multiculturalidad, sin homologar las distintas pertenencias sino haciendo de ellas la principal forma formans de la sociedad. Todo esto se ha convertido para nosotros en experiencia cotidiana en la amistad de estos años, una amistad nacida en el trabajo común, en el respeto y en la valoración de nuestra identidad.
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