Algunos pasajes de la homilía del arzobispo de Granada en el funeral por las víctimas del atentado. 12 de marzo del año 2004
A los cristianos no nos escandaliza el crimen, porque sabemos que el hombre, que es, como hemos visto estos mismos días, capaz de un heroísmo enorme, es también capaz de lo peor. El signo de nuestra fe, y el signo de nuestra victoria, es la cruz, donde el mismo Amor con mayúsculas ha sido injustamente sacrificado y convertido en víctima inocente. En la cruz de Cristo, Dios ha abrazado a todas las víctimas de la historia, ha abrazado a todo el mal del mundo, de cada uno de nosotros, haciendo de ese abrazo –por muy paradójico que pueda parecer– la roca más firme sobre la que construir la esperanza de un mundo humano. Cristo, el Hijo de Dios, ha hecho de ese abrazo la revelación suprema e inefable de Dios como misericordia infinita, como un puro Amor que se da a sí mismo, que se pone a sí mismo, literalmente, en el “lugar de los pecadores”, para que puedan reencontrar el camino de la verdad y de la paz. (...)
Cristo, en su cruz, revela así, al revelar a Dios como amor victorioso del odio y del pecado, el valor de la vida y de la persona: que cada vida humana, creada a imagen de Dios, es portadora siempre, y por el hecho de ser una vida humana, de una dignidad, única, sagrada, conferida por ese Amor, y de la que nadie puede disponer si no es en legítima defensa, y para evitar el daño de la pérdida de otras vidas inocentes; y eso tiene como consecuencias fundamentales: por una parte, que el contenido moral esencial de una vida social que quiera corresponder al designio de Dios, y también a las exigencias más profundas del corazón del hombre, es la tendencia a la unidad en el amor y la concordia, a la libre cooperación al bien de todos, y que toda violencia y todo lo que favorece la división y el odio es un “no ser”, y un camino de muerte. Y por otra parte, que la historia, a pesar de todas las innumerables miserias que la llenan (y los atentados del jueves en Madrid son de las más execrables que hemos conocido), no está abandonada a sí misma, sino que tiene sembrado en su propia carne el Espíritu de Dios, que Cristo ha entregado a los hombres con el don de sí mismo. Por eso la cruz de Cristo es un signo glorioso de victoria, porque es el signo de que la misericordia de Dios ni se apartará ya nunca de los hombres ni se deja vencer por nuestros males. La cruz de Cristo, por primera vez en la historia, hace razonable y no simplemente voluntarista y arbitraria la esperanza humana de un sentido positivo de la historia, de un triunfo final del bien y del amor.
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