Tercera etapa del itinerario para profundizar en la influencia de la Madre de Dios en la historia de los hombres. Las apariciones milagrosas, desde el siglo cuarto hasta el año mil, en defensa de su pueblo ante la violencia y las catástrofes naturales: una presencia real que manifiesta la gloria de Dios en el tiempo
Todo comienza con el “sí” pronunciado por una muchacha de la casa de David en respuesta al ángel Gabriel. Desde los primeros siglos, reyes y emperadores y, sobre todo, el pueblo pide e implora su ayuda. Y la respuesta llega siempre.
La época medieval, en la que todas las artes honraron a la Santa Virgen, se caracteriza por acudir a ella, como a la primera entre los santos a la que dirigirse. Se debe a Gregorio de Tours el relato de diferentes prodigios atribuidos a la intervención de la Madre de Dios. Aunque algunos pueden parecer fruto de la imaginación o de la credulidad, no es así en absoluto. La confianza de los cristianos de todos los tiempos y lugares en el poder de intercesión de la Virgen es atestiguada abundantemente.
Unas veces, la intervención de la Virgen desvía el curso de la historia tal y como los hombres lo habían proyectado, a pesar de estrategias y calamidades, en defensa de la fe o para manifestar el poder y el amor de su Hijo, el único que construye la historia. Se trata de las apariciones. A continuación, comentamos algunas que ejemplifican especialmente cómo los hombres recurren a María, y cómo estas apariciones llevaron a un pueblo entero a la conversión.
Apariciones
Cesarea, Asia Menor (la actual Turquía), año 363. San Basilio, hijo del los santos Basilio y Emelia, reza con la manos juntas. El gran doctor de la Iglesia está preocupado. El emperador Juliano el Apóstata había jurado que a su regreso de la batalla contra los persas le mataría. No teme por su vida, que está en manos de Señor; piensa en su pueblo. Todos sabían que el emperador pretendía restaurar el paganismo y era especialmente intolerante hacia los cristianos. La prueba la tenían en los tres edictos publicados tras la muerte de Constantino.
«Virgen Santa –implora Basilio–, ven en nuestro auxilio». De pronto, una claridad lo inunda todo y se escucha una voz: «No te preocupes, Basilio. Te prometo que la rabia del emperador no te golpeará. Todavía deberás luchar en otras batallas por mi Hijo, para proteger a mi pueblo». Unos días después llegó la noticia: Juliano el Apóstata, después de conquistar algunas fortalezas, había obligado al enemigo a recluirse en Ctsfonte, pero desconfiando del éxito del asedio, había remontado el Tigris y en un enfrentamiento, había muerto herido por una lanza. Basilio, elegido obispo en el 370, combatirá precisamente en Cesarea la herejía arriana que había resurgido bajo el emperador Valente.
Roma, 590. Una terrible epidemia de peste azota la ciudad. Gregorio Magno, elegido ese mismo año para la sede pontificia, se apresura a comenzar la procesión para implorar la piedad divina que ponga fin a la calamidad que está diezmando Roma. Estrecha entre sus manos la imagen de la Santa Virgen; el largo cortejo de fieles serpentea las calles de la ciudad. Al llegar junto a la Mole Adriana –que desde ese momento se llamará Castel Sant´Angelo– les resulta imposible avanzar. Un ángel se cruza en su camino. El gentío se arrodilla y ve al mensajero de Dios envainando su espada, signo inequívoco del final del azote. A continuación, hileras de ángeles entonan una antífona como saludo a la Virgen:«Regina coeli, laetare, alleluia». Era la primera vez que los fieles escuchaban esta oración.
Gualdo Tadino, 552. Narciso está al frente del ejército romano de Oriente. El emperador Justiniano le había enviado para ayudar al general Belisario en la guerra contra los godos. El gran caudillo sabe que ha llegado el momento crucial. Con paso decidido, Narciso acude a la tienda de Belisario: «General, mañana venceremos». El general le mira perplejo: «Esperemos, sus fuerzas son...». «No, general. La Virgen se me ha aparecido diciendo que nos llevará hasta la victoria. No debemos dudar». Al día siguiente, en una cruenta batalla en Tagina, los godos, liderados por el rey Totila, fueron derrotados. Narciso será el sucesor de Belisario.
Constantinopla, 626. La ciudad se encuentra bajo asedio persa. El patriarca Sergio congrega a su pueblo: «Invoquemos a la Reina del Cielo. Recemos juntos. Imploremos su ayuda contra el enemigo». Al undécimo día, uno de los centinelas descubre a una señora acompañada por dos siervas que, saliendo de la iglesia, se dirige hacia el campo persa. La noticia se difunde enseguida. Todos piensan que se trata de la emperatriz llevando un mensaje al jefe de la fuerzas enemigas. Empieza a cundir el pánico. ¿Quizá haya ido a negociar la rendición? Esperan inútilmente su regreso. La hermosa Señora, de hecho, no vuelve a la ciudad y desaparece. Unas horas después llega otra noticia. El campo enemigo se encuentra sumido en una tremenda confusión. No se entiende lo que sucede. En pocas horas, los persas escapan interrumpiendo el asedio de Constantinopla. Únicamente el pueblo conoce la verdadera razón: esa hermosa Señora era la Virgen María.
Boulogne (Francia), 636. Un grupo de personas está a la orilla del mar, desde donde pocas horas antes habían avistado un barco. El barco estaba frente a ellos, pero no se apreciaba ni un alma. Un hombre se arma de valor y sube. «No hay nadie –bromea tras unos minutos–. ¡Falta hasta el timón! Sólo he encontrado esto». Vuelve a bajar llevando entre sus brazos una figura de la Santa Virgen con el Niño. Todos se agolpan alrededor. «¡Qué rostro tan hermoso!», comentan. Al rato se escucha una voz: «He escogido vuestra ciudad como lugar de gracia». Desde ese momento, Boulogne se convierte en destino de peregrinaciones, hasta el punto que, años después, Godofredo de Buglione, a su regreso de las cruzadas, ofrecería a la Madre de Dios su corona de Jerusalén.
Valenciennes (Francia), 1008. «Ayunad, orad –grita un hombre en el centro de la plaza–. Escuchadme. Orad y ayunad. Sólo así la peste que aflige nuestra ciudad será vencida». Mucha gente se agolpa a su alrededor preguntándose quién sería. «¿No le reconoces? Es el viejo ermitaño. Hacía años que no se le veía». Un hombre se decide y se acerca a él: «¿Cómo puedes decir que sólo con la oración y el ayuno podremos salvarnos de la peste?». El viejo, mirándole a los ojos, le responde: «La Virgen Santa me lo ha dicho, y me ha encargado que os lo comunique. Por eso he dejado mi silencio y mis oraciones para venir a la ciudad». La gente le cree, aunque queda sobrecogida. Todos empiezan el ayuno y rezan con gran fervor. Al día siguiente, la Virgen se aparece a los habitantes de Valenciennes, rodeada por una multitud de ángeles. Como demostración de su protección, extiende un cordón alrededor de toda la ciudad para detener la peste y pide que al día siguiente, 8 de septiembre, fecha del nacimiento de la Madre de Dios, tenga lugar una procesión en su honor. Y así ocurrió. En el transcurso del día se desplegó una procesión por las calles de la ciudad. Inmediatamente la peste cesó de propagarse.
Benevento, 663. La ciudad está bajo asedio de las tropas del emperador Constantino II, que, anhelando arrancar Italia de las manos de los longobardos y someterla bajo su poder, reúne un poderoso ejército. Abandona Constantinopla y desembarca en Taranto. Desde allí comienza su reconquista, devastando la ciudad de Puglia. Prosigue su marcha hasta llegar a Benevento, gobernada por el duque Romualdo, hijo del rey longobardo Grinoaldo. La ciudad se encuentra al límite, Romualdo, vencido por la desesperación, junto con los conciudadanos que quedan, decide abrir las puertas de la ciudad y morir combatiendo. Pero se presenta ante él el obispo Barbato, que en tantas ocasiones había intentado convertir al cristianismo a los longobardos, apegados a sus ritos paganos. «Convertíos, hijos míos, al Creador –les increpa el Obispo–, para que seáis salvados. No en vano, Él es quien termina las guerras, conduce a los infiernos y eleva a los cielos, humilla y enaltece. Abandonad toda vanidad que hayáis perseguido hasta ahora por sugerencia del diablo y cantad juntos con voz clara las alabanzas al Único Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dirigid hacia Él vuestras plegarias prometiendo servirlo devotamente y Él os librará de aquellos que persiguen vuestras almas». «Si esto es así –responde Romualdo–, me alejaré de todos los ídolos a los que he honrado según el rito de mi estirpe y prometo servir al único Dios». La semilla de la conversión estaba plantada.
Inmediatamente, san Barbato entró en la iglesia y suplicó a la Madre de Dios para que, como mediadora ante su Hijo, alejara la guerra. Está seguro de que la Virgen le ha escuchado y dirigiéndose de nuevo al duque, le dice: «Estad atentos, tú y los tuyos. Prometisteis servir a Cristo Jesús una vez liberados de vuestros enemigos. Que no sea en vano el pacto de la promesa porque, si no, Dios os abandonará y viviréis cosas peores. El emperador y su ejército no entrarán en Benevento, sino que se darán la vuelta y tornarán a su tierra, para que sepáis que yo predico la verdad. Acerquémonos juntos a la muralla desde donde te mostraré a la piísima María Madre de Dios, que elevará al Creador oraciones de salvación por vosotros. En cuanto las escuche, vendrá en vuestro auxilio». Apenas terminó de hablar, apareció la Virgen Santa sobre la muralla de la ciudad. Al día siguiente, Constantino II, que había amenazado con borrar de la faz de la tierra la ciudad y había rechazado grandes cantidades de oro, plata y piedras preciosas, abandonó el asedio de Benevento.
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Una tradición de 1500 años
Querido don Giussani: Su carta a la Fraternidad me conmovió mucho. Especialmente me provocó el primer punto. Usted lee el Himno a la Virgen de una manera que me llena de estupor al hacerme profundizar en lo que ya antes consideraba precioso. De pronto descubro que nadie antes de usted se había percatado de esa belleza y genialidad. Tras la lectura de la carta, habría querido decirle: «Querido don Giussani, usted que dice tantas maravillas del Himno a la Virgen de Dante, ¡qué pena que no haya leído el Akathistos a la Santísima Madre de Dios!». Y tuve el deseo de leerlo “junto a usted”.
Es imposible no percibir la consonancia entre estos tres himnos (sí, tres, porque su carta es también un himno, un himno al Ser en la figura de la Madre de Dios). ¡Lo paradójico, lo inconcebible de la categoría de la divina humanidad: Virgen y Madre, Dios y Hombre, generan estupor y alegría! Y ahora, el gozo del Akathistos se convierte en gozo tuyo de una manera totalmente natural: salve, porque llevas a Aquel que trae consigo todo (¡Virgen Madre, Hija de tu Hijo!). Salve, tú que unes la virginidad y la maternidad; salve, ¡Esposa no desposada! Salve..., salve..., salve... Es nuestra alegría por la salvación, alegría por amor al hombre de Dios, por Ti, Madre de Dios, alegría.
Gracias por su atención al corazón del hombre,
Este trabajo es un intento de lectura del “Himno a la Madre de Dios” a la luz de las meditaciones de Giussani. (Los fragmentos del Akathistos irán en redonda y en cursiva los fragmentos de don Giussani)
Natasha, San Petersburgo
Presentándose ante ella, el Ángel le dijo:
Te saludo, oh, llena de gracia, el Señor está contigo (Lc 1,28)
Salve, oh, altura inaccesible para la inteligencia humana;
salve, oh, profundidad inescrutable, incluso a los ojos de los ángeles.
El Misterio (...) es la Virgen, porque es la primera evidencia del misterio para el hombre. La Virgen es la primera evidencia física y espiritual del hecho del Misterio.
Salve, oh, de los fieles guía de sabiduría.
La figura de la Virgen es el constituirse de la personalidad cristiana.
Salve, oh, vientre de encarnación divina.
La Virgen respetó totalmente la libertad de Dios, “salvó” Su libertad; obedeció a Diosporque respetó Su libertad sin oponer un método suyo. Esta es la primera revelación de Dios.
Salve, puerta de la salvación
La Virgen es el método necesario para tener una familiaridad con Cristo.
Salve, escala supraceleste de los prodigios de Cristo.
El Ser “se coextiende” a su comunicación total.
Salve, tú que unes virginidad y maternidad.
Por ello, la virginidad –«Virgen madre»– coincide con la naturaleza del ser real, según la fórmula de su revelación completa. ... La primera característica con la que el Ser se comunica es la virginidad. Es el concepto de pureza absoluta, cuya consecuencia arrolladora es la maternidad.
Salve, arca dorada
por el Espíritu Santo.
El Espíritu creador, la evidencia del Espíritu, apareció en el seno de María.
Salve, arca de Su Providencia.
“Consejo” implica percibir la dimensión infinita, inalcanzable e invencible del Espíritu Santo. Lo cual revela la razón que justifica el método de la Encarnación. Sin este paso no comprenderíamos a la Madre de Cristo.
Salve, puente que llevas
a los hombres desde la
tierra hasta el cielo.
La Virgen es como la invitación del príncipe.
Salve, oh esposa
siempre virgen.
Os pido que partáis siempre de la presencia de la Virgen, presencia suprema en la historia del universo.
Imaginaos los días de la Virgen, los días de María con aquel Misterio que percibía, sentía y reconocía, que abrazaba con todo su ser... Debemos implorar de la Virgen la gracia de participar en su maternidad.
Y el Verbo se hizo carne,
y habitó entre nosotros
(Jn 1,14)
La “música” humana es el escenario donde todo acontece: el Misterio se convierte en pueblo humano y en “coro” del Infinito.
Se realiza así un énfasis de la personalidad cristiana: nos levantamos por la mañana para ir a misa, para que nos cuiden, para ir al trabajo, por los hijos... ¡nos levantamos por un desbordamiento en nosotros mismos del hecho de Cristo!
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Akathistos, historia de un himno
Caterina Giojelli
Akathistos: la denominación de “Himno a la Madre de Dios” proviene del griego akathizo. De la traducción literal, “no me siento”, proviene la costumbre de cantarlo de pie, al ritmo que se cantan los himnos bizantinos y en la forma del kontakio (una estrofa introductoria seguida de otras, terminando con una estrofa invocatoria). El himno Akathistos se compone de veinticuatro estrofas, designadas con las veinticuatro letras del alfabeto griego, cuyo comienzo coincide con la letra de numeración. El resultado es un grandioso acróstico alfabético.
La alternancia de una estrofa corta y una más larga nos permite distinguir, entre las veinticuatro estrofas, doce de carácter narrativo y doce meditativas, a las que la estudiosa Rosa Calzecchi Onesti define «como una especie de contemplatio del corazón con el fin de dejarse modelar por el espíritu de María para poderla imitar en la vida de todos los días».
La historia del célebre himno sigue siendo todavía hoy un misterio que los estudiosos intentan desvelar, optando, en última instancia, por aceptar el anonimato. Su datación incierta (siglos V-VI) hizo que se atribuyera a diversos personajes. El primero de todos, Romano el Mélode (san Romano de Emesa, s. V-VI). En realidad, Romano fue el lúcido inventor del kontakio y de una amplia gama de obras de narración y contemplación de los Misterios y de las fiestas cristianas –cantadas y conocidas en todo Oriente– pero el Akathistos no se cuenta entre sus himnos. Más tardía es la atribución que se le hace al patriarca Sergio, en especial por las circunstancias del asedio de Constantinopla por tierra y mar. En el año 626, persas, alanos y búlgaros, aprovechando la ausencia del emperador Heraclio, invadieron la ciudad. Sergio convocó al pueblo para rezar a la Virgen: en ese momento una repentina tempestad provocó el hundimiento de los barcos enemigos y permitió que los griegos, a pesar de su inferioridad numérica, pusieran en fuga al invasor. A la vuelta de la persecución encontraron, en la región de Blacherne, una pequeña iglesia intacta, consagrada a la Madre de Dios. Cuentan las crónicas de la época que esa misma noche, dirigidos por el Patriarca, los fieles elevaron al cielo, como signo de agradecimiento, el Himno a María Santísima.
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Contra la herejía arriana
La historia del Sacro Monte de Varese hunde sus orígenes en la primera época medieval. De hecho, es tradición que los orígenes del santuario de Santa María del Monte (entorno al cual se construyó posteriormente, en el siglo XVII, el actual Sacro Monte) se remonten a san Ambrosio. El obispo de Milán (374-3969, para agradecer a la Virgen la victoria sobre los arrianos, hizo levantar en la cima del monte Velate una ermita sobre cuyo altar colocó una estatua negra de la Virgen, atribuida por la tradición al evangelista Lucas. En cambio, según algunos estudiosos, la iglesia de Santa María sería fruto de una obra de misioneros orientales enviados allí –donde había un castrum longobardo– para convertir a los soldados arrianos. También la devoción a la talla de la Virgen en el santuario tendría orígenes orientales, y la reliquia habría llegado procedente de Constantinopla, donde era venerada por haber salvaguardado la ciudad del asedio. El primer documento es de 922 y cita un lugar de culto muy importante sobre el monte Velate, aunque seguramente fuera anterior la costumbre de peregrinar a la Virgen “negra”.
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