La revolución copernicana que Kant llevó a cabo abrió una brecha entre la ontología y la ética, allanando el camino a la reducción moralista de la religión, que se funda en la ley y no en un fin
Quizá no haya nadie a quien se le pueda aplicar mejor que a Kant la siguiente frase de Isaiah Berlin: «los conceptos filosóficos cultivados en el silencio del estudio de un profesor pueden cambiar una civilización». La influencia del filósofo de Königsberg sobre el modo de pensar del hombre moderno y contemporáneo es tan amplia y profunda que, aunque pueda parecer excesivo considerar que “todos son sus hijos”, sin duda es cierto que, por muchas vueltas que demos y por muchos caminos nuevos que busquemos, antes o después siempre acabamos cruzándonos con sus pasos y descubriendo que sus huellas están impresas profundamente en la tierra de nuestro modo de ver el mundo. La revolución copernicana que Kant llevó a cabo con su Crítica de la razón pura, sacando a la luz y poniendo en discusión los presupuestos de la metafísica y la filosofía anteriores, abría una brecha destinada a ensancharse sin límites, sometiendo a un nuevo examen cada uno de los aspectos del conocimiento humano, desde el pensamiento puro hasta el saber práctico, desde la antropología hasta la educación. Tampoco la religión podía escapar de la luz del nuevo principio de la filosofía crítica. Es más, su exploración adquiría una importancia considerable, no sólo como momento de paso de la esfera teórica a la práctica, sino también como elemento característico del proyecto ilustrado más general, del que Kant se sentía partícipe y al que quería contribuir de manera amplia y precisa. En efecto, al final de su obra Respuesta a la pregunta: ¿qué es Ilustración? (1783), Kant escribe: «He identificado el punto crucial de la ilustración –es decir, del hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable– en la cuestión religiosa». En efecto, con Kant se cierra una fase importante de la reflexión sobre la religión que comenzó precisamente con la llegada de la época moderna, que por una parte había asistido a la ruptura del vínculo mutuo entre religión y vida, entre religión y cultura, y por otra parte había centrado su atención no en la realidad histórica que el término indica –como había sucedido en la cultura tardo-antigua y medieval– sino en el término mismo, entendido como “categoría”, es decir, como esencia abstracta que la filosofía tiene que definir primero para después conectar con ella las experiencias que caen bajo ese término. Esta especie de conceptualización de la religión, que se realiza en el mismo momento en que ve la luz una nueva disciplina en el ámbito filosófico, la philosophy of religion, expresión acuñada por primera vez en 1678 por Ralph Cudworth, platónico de Cambridge, surgía también de exigencias prácticas y políticas, y aspiraba a impedir que se repitieran los “conflictos religiosos” que habían atormentado a Europa durante las primeras décadas del siglo XVII, atribuyendo al naciente Estado una “competencia” específica en materia religiosa. Cuando Kant expone en el célebre texto La religión en los límites de la mera razón su “doctrina filosófica sobre la religión”, avanza en el camino de la racionalización de la religión y, al mismo tiempo, marca un paso determinante, y definitivo, para su interpretación en clave “moral”. Así pues, a la pérdida del valor cognitivo de la religión –que ya no se considera un modo y una forma de conocimiento, sino expresión de sentimientos (para Spinoza la facultad en la que se funda la religión es la “imaginación”, producida por los “afectos”, mientras que el verdadero conocimiento, propio de la filosofía y de la ciencia, se sirve de la razón)– le sigue una caída del valor metafísico y ontológico de dicho vínculo, propiamente “religioso”, que en la acepción de los Padres –primero Lactancio y después Agustín– indicaba la “generación al ser”. La reducción ética de la religión representó un momento fundamental y novedoso en el modo de entender la religión de la modernidad.
Dentro de los límites del conocimiento humano
El intento de tratar la religión en el ámbito de la mera razón responde a un requisito fundamental de la filosofía kantiana: el de no traspasar los límites dentro de los cuales el conocimiento humano es posible y es válido. «Aténgase de por sí el racionalista, precisamente en virtud de este nombre, a los límites del entendimiento humano», escribe Kant en el capítulo IV de La religión en los límites de la mera razón, contraponiendo esta figura al naturalista (que niega la realidad de cualquier revelación divina sobrenatural) y al sobrenaturalista (que afirma que la fe es necesaria para la religión universal). Por eso, la negación del primero y la afirmación del segundo son de la misma especie, porque se refieren a algo que sobrepasa los límites de la razón y por ello se sitúan fuera de una perspectiva rigurosamente racional, la única que para él tiene valor. Incluso una revelación, en el caso de que haya habido alguna en la historia, tiene que someterse al dictamen de la razón para poder ser aceptada. «Una revelación [de la religión], que tenga lugar en un tiempo y en un lugar determinados, puede ser algo sabio y muy ventajoso para la especie humana, pero a condición de que una vez que la religión, así introducida, existe y se ha dado a conocer públicamente, cualquiera pueda en adelante persuadirse de su verdad por sí mismo y con su propia razón» (La religión..., IV, primera parte).
En este sentido, la reflexión kantiana sobre la religión depende en gran medida de los resultados alcanzados en las Críticas y no puede separarse de toda su filosofía.
Reducción moralista
Reconducir la religión al ámbito de la moral o, si se quiere decir así, reducirla a moral, es algo más complejo de lo que una lectura superficial podría dar a entender. En efecto, esta reducción moralista no sólo se realiza mediante una especie de sumisión de la religión a la razón, sino también por una exigencia del hombre racional de ir más allá de la moral en la dirección de su “representación” religiosa.
Para Kant la moral está ligada estrechamente a una visión antropológica del hombre como “ser libre” –al que, por tanto, nadie puede obligar, sino que «se obliga a sí mismo mediante la razón»–, y no se funda en un fin –pues el fin, sin un fundamento metafísico, no puede ser más que particular y, por tanto, no puede servir como base de una moral universal– si no que se asientan sobre la ley. Una ley que obliga por su mera forma (la legitimidad universal de las máximas) y no por sus contenidos específicos, que seguirían presuponiendo una visión finalista. Por este motivo, la moral, en virtud de la razón pura práctica, «se basta a sí misma», y «no tiene absolutamente ninguna necesidad de apoyarse sobre la religión». Para ser bueno, para vivir y actuar bien, el hombre no necesita hacer referencia a un dios o a mandamientos divinos; no es bueno ni malo por naturaleza, sino que llega a serlo en función de su libertad que asume, o que no asume, la ley moral como motivo de su acción: «Sólo la ley es por sí misma un motivo de la acción, a juicio de la razón, y quien la adopta como su máxima es moralmente bueno».
Religión moral
Si los hombres se comportan bien no porque tengan que alcanzar un fin, sino por un imperativo categórico que no da ninguna otra explicación del deber que el deber mismo, sin embargo se puede pensar que este modo de actuar conduce hacia determinados fines que están en un orden de realidad que supera el poder del hombre individual, hasta el punto de que se necesita un legislador superior. Es por esta razón por lo que Kant ve en la religión una prolongación de la moral; una prolongación, con todo, que no trasciende la moral, sino que es inmanente a ella misma. En efecto, si la superara, Dios, la voluntad divina o sus mandamientos ocuparían el puesto de la ley, y volveríamos a una ética “servil”. En cambio, la religión prolonga la moral bajo la forma de la “representación” del deber: por eso «la moral conduce necesariamente a la religión», pero la religión no ocupa el puesto de la moral. La apertura hacia la religión no implica por tanto que se asuma un nuevo punto de vista, antes bien devuelve la dimensión religiosa a la esfera de la moral. En otras palabras, la religión no es otra cosa que «considerar a Dios como legislador de todos nuestros deberes» (III, 5), que nosotros conocemos y cumplimos sólo mediante la razón. De ahí el concepto de “religión moral”, en la que el culto de Dios se funda en la “buena conducta” –«todo lo que, fuera de la buena conducta, el hombre cree que puede hacer para agradar a Dios es pura ilusión religiosa y falso culto de Dios» (IV, 2)–, y que coincide con la “religión natural y racional”, la única verdadera religión digna de ese nombre (las demás “religiones” que usan ese nombre son en realidad fes). Ahora bien, Kant ve en el cristianismo justamente la instauración de esta religión moral y natural e interpreta, desde esta clave, su historia y la misma figura de Jesús.
El origen del cristianismo
La historia del cristianismo es la historia de una revelación, que era necesaria dado el estado de ignorancia de los hombres de su tiempo, y que debe dar lugar a una explicación puramente racional, en claro contraste con el “fanatismo” y la ilusión religiosa, sostenida por los milagros, los misterios, los medios de la gracia, que forman ese régimen adverso que Kant tacha de “clerical”. En el otro extremo está el hombre que ha comprendido plenamente la ley moral y que la ha vivido, alcanzando la perfección y proponiéndose a sí mismo, por tanto, como un maestro moral y como un ejemplo a imitar. De este modo, el origen del cristianismo se considera un hecho puramente accidental, mientras que su verdadera forma se encuentra en esa religión “natural y culta” que constituye su esencia. Kant se dedica a reinterpretar bajo esta luz el Nuevo Testamento, hasta identificar el “Reino de Dios” con la instauración de esa “comunidad ética”, que ve como el único remedio a la corrupción de los hombres y al progreso del bien en el mundo. Dicha “comunidad” se caracteriza por la interioridad, porque está regida por leyes morales y no estatutarias, y por tanto por la invisibilidad, y se concibe como la verdadera iglesia y el verdadero “pueblo de Dios”, en el que rigen las “leyes de la virtud”.
Propuesta en estos términos, la religión tiene como única función la de ser “el soporte y la solidez de todo principio moral”, y paga definitivamente el precio de una reducción que la marcará profundamente en adelante.
Punto de comparación
Cuando la filosofía, algunas décadas más tarde, volvió a prestar mayor atención a la historia, la reflexión sobre la religión buscó otros caminos y se abrió a la consideración del “dato” como punto de partida de la investigación, como una posibilidad que había que explorar, aun con dificultades no inferiores a las del pasado. Pero la lección kantiana, por el ingenio y la radicalidad de su elaboración, y por su influencia que de algún modo siempre vuelve, sigue siendo un punto de comparación con el que hay que confrontarse, incluso para hacer valer ideas y perspectivas diferentes.
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