Hace cuatro años eran sus discípulos, jóvenes médicos que tenían en él un maestro del que aprendían la profesión médica y el amor al hombre. Después, Enzo Piccinini murió, pero aquella pasión por el trabajo no se ha perdido. Es una herencia viva
Recuerdan aquella mañana de mayo como si hubiera sido ayer, aunque ya han pasado casi cuatro años. Su maestro, su amigo, su hermano, Enzo Piccinini, había muerto trágicamente la noche anterior en una accidente de tráfico y ellos, sus jóvenes colaboradores, destrozados, anonadados, desesperados, debían ir a contárselo a los pacientes que tenían a su cargo. Tenían que decir a quienes aguardaban una operación, en la que quizás cifraban muchas esperanzas, que aquel cirujano audaz, aquel médico indómito, ya no estaba. Era un grupo de médicos muy jóvenes, muchos de ellos aún haciendo la especialización, que habían dado sus primeros pasos en la profesión de la mano de Piccinini en la Unidad de Cirugía III del Hospital S. Órsola de Bolonia. En el momento de la desaparición del amigo, todos ellos estaban lejos de tener una estabilidad profesional, por lo que se sentían perdidos. «Alguno nos sugirió que viéramos otras posibilidades y cada uno fuera por su lado», recuerda hoy Giampaolo.
Como en un libro mal escrito, después del descubrimiento de la aventura apasionante del trabajo, después de haber saboreado la profesión médica como posibilidad de abrazar lo humano más allá de curarlo, después de haber vivido días inolvidables de fatigas, alegrías, éxitos y fuertes emociones, después de haber experimentado una amistad totalizadora, el final se presentaba ferozmente trágico.
« Sí, tuvimos ganas de dejarlo todo», confirma Marco. Sin embargo, ya en la despedida de una de las pacientes que les había visto trabajar juntos, con Enzo a la cabeza del equipo, estaba el augurio de un futuro común. «Una señora operada de un tumor nos dijo: “Yo he recorrido unos cuantos hospitales, pero no he visto jamás un grupo como el vuestro”».
Trabajar juntos
Superado el golpe de aquella muerte repentina, la idea de seguir juntos comenzó a abrirse camino y los que tuvieron las primeras oportunidades de trabajar en otros lugares se lo pensaron dos veces. Giancarlo y Giampaolo renunciaron a puestos de trabajo en otros hospitales distantes de Bolonia. Con ellos se quedaron sus colegas más jóvenes, como Antonello, Marco o Simone. «Comenzó a abrirse camino en nosotros el pensamiento de que el patrimonio de pasión por el trabajo construido por Enzo no podía desperdiciarse», dice Giampaolo. Después sucedió lo imponderable: un director de departamento del hospital, «que en el pasado había tenido incluso una agarrada con Enzo», les ofreció la posibilidad de trabajar en su sección.
Y así, lentamente, “los de Piccinini”, como les llamaban con una extraña mezcolanza de manía y admiración, se estabilizaron. Giancarlo, Giampaolo, Antonello y recientemente Marco, uno tras otro, fueron entrando en plantilla, mientras que Simone, recién especializado, espera su turno, con el deseo de trabajar juntos.
Les une la conciencia de haber vivido una experiencia humana y profesional única. Trabajar con Piccinini era apasionante, hasta en los más ínfimos detalles: «Cuando estaba fuera del hospital, era capaz de llamarnos cada media hora, recuerda Simone, quería que le informáramos sobre el estado de los enfermos, nos daba disposiciones precisas y en la siguiente llamada nos preguntaba el resultado de las mismas».
Una forma de ser médico fuera de los cánones tradicionales. «Una enorme capacidad de trabajo, observa Giampaolo; en el momento de su muerte seguía a catorce de los veinte pacientes hospitalizados». Estos llegaban de toda Italia movidos por un inexorable y silencioso tam-tam que hablaba de un cirujano apasionado, que no se echaba para atrás y no temía afrontar los casos aparentemente desesperados. «La idea era intentar todo lo posible para dar una mejor expectativa o, al menos, una mejor calidad de vida a todos», observa Marco.
Enzo dividía el arte médico entre quienes trabajan con pasión y «quienes responden sólo técnicamente a la necesidad de las personas de compartir su dolor, a quienes llamaba “funcionarios”», señala Giampaolo. Por esto Piccinini repetía a menudo a los suyos un viejo eslogan de las elecciones universitarias: «Por pasión, no por obligación». Los funcionarios se limitan a cumplir.
Una aula para los estudiantes
Por pasión se podía compartir con un paciente y sus familiares el drama de una operación, por pasión se podía hablar con tierna franqueza a un enfermo de gravedad sin dejarlo en la desesperación, por pasión se podía ir a verle a casa, una vez dado de alta.
« Nos ha enseñado que el primer deber profesional es responder seriamente a la necesidad de cura, pero esto no implica una distancia con la persona, más bien supone compartir», subraya Giampaolo. «No podemos operar a una persona y decirle “hasta la vista”», insiste Antonello. Por pasión hoy este grupo de médicos de hospital, sin que se lo impusiera ningún deber profesional, ha dispuesto un aula provista de maniquíes para que puedan hacer prácticas los estudiantes universitarios. Por pasión llevan a la sala de operaciones a jóvenes que están haciendo la especialidad, permitiéndoles hacer más horas de prácticas de las estipuladas. Por pasión, colaboran con profesores de Madrid y de Boston a los que conoció Piccinini durante sus frecuentes viajes de trabajo al extranjero.
No tener miedo a nuestros límites
« No somos unos fenómenos, se defiende Giampaolo, sencillamente hemos aprendido de él a estar ante la realidad».
« Una presencia que desde fuera impresiona», dice Andrea, un médico amigo que trabaja en la dirección sanitaria del hospital. «No se ha visto jamás un cirujano que vuelva voluntariamente a una sección diferente de la suya para visitar repetidamente al paciente ya operado sin que le llame nadie».
Una forma de estar ante el trabajo que no cae del cielo. «Enzo nos ha enseñado confiándonos responsabilidades enormes, pero estando siempre dispuesto a corregirnos», recuerda Simone. «Era capaz de regañarte con furia en la sala de espera, delante de un centenar de personas».
¿ La mayor lección? «No tener miedo del propio límite, de la propia derrota, responde Giampaolo, algo que el funcionario encuentra insoportable. Un enfermo que presente complicaciones, una operación que no sale bien, un fracaso, son su condenación y hará lo que sea para que un paciente semejante sea trasladado rápidamente, alejado de su vista. Por esto, aquí y en todas partes, el funcionario rara vez acepta operar los casos desesperados: destrozan las estadísticas».
Una herencia humana y profesional difícil. «Sí, y todos los días advertimos nuestra inadecuación - continúa Giampaolo -, pero también percibimos la obligación de no desperdiciar lo que hemos aprendido, para intentar construir algo bello cuyos contornos no están en nuestras manos, con el deseo de hacerlo florecer».
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