El filósofo español Manuel García Morente fue rector de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, cargo del que fue desposeído al estallar la guerra civil española. El pensador describió su conversión en una carta al cardenal don José María García Lahiguera desde su exilio en París. En medio de la gran llanura donde los hombres tratan de construir el puente para llegar al misterio, sigue aconteciendo un hecho extraordinario.
Estaban radiando música francesa: final de una sinfonía de César Frank; luego, al piano, la Pavane pour une infante défunte, de Ravel; luego, en orquesta, un trozo de Berlioz intitulado L’enfance de Jesus. No puede usted imaginarse lo que es esto, si no lo conoce: algo exquisito, suavísimo, de una delicadeza y ternura tales que nadie puede escucharlo con ojos secos. Cantábalo un tenor magnífico de voz dulce, aterciopelada, flexible y suave, que matizaba incomparablemente la melodía pura, ingenua, verdaderamente divina.
Cuando terminó, cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y por mi mente empezaron a desfilar - sin que yo pudiera oponer resistencia - imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Vile en la imaginación, caminando de la mano de la Santísima Virgen, o sentado en un banquillo y mirando con grandes ojos atónitos a San José y María.
Seguí representándome otros periodos de la vida del Señor: el perdón que concede a la mujer adúltera, la Magdalena lavando y secando con sus cabellos los pies del Salvador, Jesús atado a la columna, el Cirineo ayudando al Señor a llevar la Cruz, las santas mujeres al pie de la Cruz. Y así, poco a poco, fuese agrandando en mi alma la visión de Cristo, de Cristo hombre, clavado en la Cruz, en una eminencia dominando un paisaje de inmensidad, una infinita llanura pululante de hombres, mujeres, niños, sobre los cuales se extendían los brazos de Nuestro Señor Crucificado.
Y los brazos de Cristo crecían, crecían y parecían abrazar a toda aquella humanidad doliente y cubrirla con la inmensidad de su amor, y la Cruz subía, subía hasta el Cielo y llenaba el ámbito todo y tras de ella subían muchos, muchos hombres y mujeres y niños; subían todos, ninguno se quedaba atrás; sólo yo, clavado en el suelo, veía desaparecer en lo alto a Cristo, rodeado por el enjambre inacabable de los que subían con Él; sólo yo me veía a mí mismo, en aquel paisaje ya desierto arrodillado y con los ojos puestos en lo alto y viendo desvanecerse los últimos resplandores de aquella gloria infinita, que se alejaba de mí.
No me cabe la menor duda de que esta especie de visión no fue sino producto de la fantasía excitada por la dulce y penetrante música de Berlioz. Pero tuvo un efecto fulminante en mi alma. «Ése es Dios, ése es el verdadero Dios, Dios Vivo, ésa es la Providencia viva», me dije a mi mismo. Ése es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les trae la Salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera echo carne de hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás podría el hombre franquear. Yo lo había experimentado por mí mismo hacía pocas horas. Yo había querido con toda sinceridad y devoción abrazarme a Dios, a la Providencia de Dios; Yo había querido entregarme a esa Providencia, que hace y deshace la vida de los hombres. ¿Y qué me había sucedido? Pues que la distancia entre mi pobre humanidad y ese Dios teórico de la filosofía me había resultado infranqueable. Demasiado lejos, demasiado ajeno, demasiado abstracto, demasiado geométrico e inhumano.
Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ése si que lo entiendo y ése sí que me entiende, a ése si que puedo entregarle fielmente mi voluntad entera, tras de la vida. A ése sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro. Y ¡horror!, don José María, ¡se me había olvidado!
Permanecí de rodillas un gran rato, ofreciéndome mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocurrían buenamente. Recordé mi niñez; recordé a mi Madre, a quien perdí cuando yo contaba nueve años de edad; me representé claramente su cara, el regazo en que me recostaba, estando de rodillas para rezar con ella; lentamente, con paciencia, fui recordando trozos del Padrenuestro; algunos se me ocurrieron en francés, pero al traducirlos restituí fielmente el texto español.
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