Tras la terrible experiencia de la guerra de Sarajevo y la vuelta a la patria, seguía teniendo en el corazón un deseo insatisfecho sobre su vida. Desde el encuentro con un sacerdote que le invitó a conocer a unos amigos del movimiento hasta la decisión de hacerse bombero
En octubre de 1996 en Sarajevo, al paso de nuestro coche, tuvo lugar una terrible explosión. Nos levantamos y de pronto me vino a la mente un relámpago de conciencia sobre el valor de mi vida. Tenía entonces 26 años, era subteniente y por primera vez estaba en guerra. Era una situación difícil; no sabíamos bien qué era lo que teníamos que hacer, y la confusión reinaba en todos y por todas partes.
Intentábamos mantener activo el alto el fuego entre las diferentes comunidades; el odio era tan exasperado que el diálogo era imposible. La realidad era muy diferente de la descrita en las imágenes y comentarios de los medios de comunicación; no estaban por un lado los buenos y por otro, los malos. La desesperación de los serbios nos conmovía tanto como la de los musulmanes. La devastación de las almas no era menor que la causada por los bombardeos.
Lo único verdadero que encontramos, además de la ruina de hombres y lugares, fue a un pope serbio, con motivo de una fiesta religiosa. Vino hacia nosotros y nos entregó a cada uno (éramos diez) un pequeño crucifijo que contenía una reliquia de la vera cruz, «para que nos protegiera». Este gesto renovó en nosotros la capacidad de esperar que habíamos perdido. Período de lucha
De vuelta a casa, me esperaba un período de lucha. El deseo de construir mi vida en el plano profesional y al mismo tiempo vivir relaciones afectivas verdaderas eran desafíos que creía poder resolver yo sólo con mi propia voluntad. Me creía fuerte, con una fuerza totalmente mía, personal. Pero la desilusión fue grande ante mi persistente incapacidad.
Fue entonces, en la primavera de 2000, en esta situación de confusión que me turbaba profundamente, cuando un sacerdote amigo mío, relacionado con CL, me propuso un retiro. «Para recapitular en tu vida», me dijo.
“¿Qué es el hombre y cómo llega a saberlo?”, ¡menudo título más ridículo para un retiro! Asistí, fiándome de mis amigos y con la súplica interior. Tras ese fin de semana estaba seguro de haber encontrado finalmente lo que estaba esperando, lo que libera a la persona y abre a la realidad. Había vuelto a encontrar el camino de mi destino.
La Escuela de comunidad pasó a ser algo importante en mi vida. Aparte del hecho de volver a encontrarme con mis amigos, era, sobre todo, el lugar donde podía verificar la correspondencia de mi deseo con la experiencia cotidiana. Pero estaba todavía en la Marina, y en ese período con base en Brest, en el norte de Bretaña, me resultaba muy difícil acudir a la Escuela con regularidad. Un día, en el barco, propuse un momento de reflexión sobre El sentido religioso a mis amigos suboficiales, mientras bordeábamos las costas de Normandía. Lo valoraron mucho, sobre todo porque les permitía tomar conciencia de una humanidad diferente; y a mí me hizo más consciente del deseo que habita el corazón de todos los hombres.
Mar adentro en Madagascar
Un año después fui agregado al Estado Mayor. Allí tuve ocasión de compartir muchas experiencias y conversaciones con uno de mis superiores. Era una persona muy abierta y con un profundo deseo de comprender todo lo que nos tocaba vivir. Recuerdo, por ejemplo, un naufragio mar adentro en Madagascar: intervinimos para intentar salvar a los pasajeros, pero desgraciadamente no pudimos encontrar supervivientes. Mientras estábamos en el lugar, un segundo barco empezó a hundirse a poca distancia... sin nuestra presencia habría seguido la suerte del primero. Una situación que pocos instantes antes nos parecía absurda reveló de una manera inimaginable su significado. Comenté con el comandante: «el destino de esta operación no era salvar al primer barco, sino al segundo». En ese momento, ambos tomamos conciencia de la presencia de Otro más grande que nuestra razón. Mirábamos la realidad de un modo totalmente diferente respecto a todos los que estaban a nuestro alrededor; comprendía que el encuentro que había hecho me permitía juzgar la realidad de una manera más justa. ¡Ya era hora!
A continuación, pensé cambiar de profesión para vivir en mayor correspondencia con mi deseo, y decidí entrar en el Cuerpo de Bomberos de París. Este trabajo me satisface; todo me reclama a confrontarme con Aquel que es el camino, la verdad y la vida. Para mí Él es una realidad presente a pesar de la confusión del mundo, una confusión que en mi profesión me toca vivir en todo momento. ¿Cómo reaccionar ante la muerte aparentemente absurda de un niño de seis años que cae de un noveno piso? ¿Cómo encontrar las fuerzas para darle los primeros auxilios cuando no se tiene esperanza de reanimarlo? ¿Y cómo anunciar a los padres la muerte de su hijo? Ante situaciones tan dramáticas, si no aflora el significado vence la nada. Sobre todo, aunque no sólo en circunstancias como estas, pongo en mis amigos y en lo que creemos y nos une la certeza de una esperanza.
Sin embargo, cuando a principios de año me propusieron empezar una Escuela de comunidad, dudé. ¿Tenía el tiempo, los medios y la inteligencia para hacerlo?
¡Adelante! ¡Era el momento de fiarse!
Cuando repaso todos estos importantes momentos de mi vida y los relaciono entre ellos, me doy cuenta de que Dios no me ha hecho hacer un camino cualquiera. Mi mirada ha cambiado gracias a vosotros: es menos calculadora e instintiva; ahora es más reflexiva, sencilla y responsable pero, sobre todo, está llena de esperanza.
Comprendo la necesidad de amar y acoger lo que la vida nos ofrece. Soy consciente del amor que he recibido a través de esta compañía, por la que doy gracias todos los días.
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