Jesús regresa a Cafarnaún y a su llegada se encuentra con unos ancianos judíos que le piden un milagro, la curación del esclavo de un centurión romano a quien amaba como a un hijo. Y el muchacho se salvará gracias a la fe de aquel oficial, un hombre pagano fascinado y humilde ante el Hijo de Dios
Era un hombre poderoso, acostumbrado a mandar, pero con Jesús es capaz de comportarse con delicadeza, rayando en la timidez. Es el testimonio de la fe, del creer en lo que no se ve, del humilde estupor de un encuentro con el Misterio que te cambia el corazón. Es el caso del centurión de Cafarnaún. Jesús había regresado a la ciudad a orillas del lago de Tiberiades después del Sermón de la Montaña. En la guarnición vivía un centurión romano que muy probablemente formaba parte de las tropas del tetrarca Herodes Antipas. Adoraba a las divinidades paganas, pero esto no le impidió construir con su propio dinero la sinagoga, un gesto que evidencia cierta simpatía y respeto hacia los judíos, un templo en el que el mismo Jesús entró a rezar y predicar. La bondad de corazón del oficial la demuestra también su gran preocupación por las condiciones de salud de un esclavo al que amaba como a un hijo. El centurión había tratado de curarlo de todas las formas posibles pero el hombre seguía estando mal y su vida peligraba. El militar había oído hablar de Jesús, de sus milagros, pero, como no le conocía personalmente, no se atrevía a aproximarse a él. Así que mandó como embajadores a un grupo de ancianos que rogaron encarecidamente a Jesús: «Merece que se lo concedas, porque tiene afecto a nuestro pueblo y nos ha construido la sinagoga» (Lc 7,4-5).
La casa del pagano
Jesús se encaminó con los ancianos y, cuando se acercaba a la casa del oficial se encontró con una nueva embajada. A la sensibilidad del centurión no se le escapaba que su casa era la casa de un pagano, en la cual un judío no podía poner un pie sin sentirse contaminado (véase Ricciotti, Vita i Gesù, Mondadori, Milán 1989). Por este motivo, los amigos del centurión le traían un mensaje a Jesús: «“Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creo digno de venir personalmente: Dilo de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes, y le digo a uno: ‘ve’, y va; al otro: ‘ven’, y viene; y a mi criado: ‘haz esto’, y lo hace”. Al oír esto, Jesús se admiró de él, y, volviéndose a la gente que los seguía, dijo: “Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe”. Y al volver a casa, los enviados encontraron al siervo sano» (Lc 7,6-10). En definitiva, el centurión trata de justificar el respeto y la humildad ante Jesús dando ejemplo del espíritu soldadesco. En aquel tiempo, los romanos lo llamaban imperium, hoy lo definiríamos como disciplina militar, que reclamaba a los subalternos a la obediencia. El centurión pide entonces al Mesías que sea Él quien ejerza el imperium: que no se rebaje a entrar en su casa, basta con que pronuncie una sola palabra. Así fue: Jesús pronuncia la palabra del imperium y sucede el milagro.
Una gran fe
Es cierto que el siervo del centurión queda curado, se alcanza el objetivo. Pero en la tensión narrativa, este evento pasa casi a un segundo lugar. En cambio, la auténtica protagonista es la “gran fe” que nace de un encuentro, de un acontecimiento concreto que cambia la vida. Una presencia frente a la cual sólo resta abandonarse. Así nos lo explica don Giussani: «¿Qué debemos hacer sino tener la mirada fija en Jesús? Esto es la conversión: volverse (en latín se dice precisamente converti) para “estar atentos a” algo o alguien por quien nos sentimos interpelados. Volverse como Zaqueo y sumirse en su presencia. O como el centurión, que, teniendo un siervo enfermo, lo mandó llamar para que lo salvase. (...). Cuando el centurión vio a Jesús, cuando la samaritana se sintió mirada y desvelada en todo; y cuando la adúltera oyó las palabras: “Tampoco yo te condeno, anda y no peques más”; cuando Juan y Andrés vieron aquel rostro que les miraba y hablaba: no hicieron más que sumirse en su presencia».
Adorable simplificación
Ésta es la enseñanza que deriva de las pocas líneas que narran el episodio del centurión: de la verdad viene el cambio; de la contemplación del Misterio, del abandono al aflorar de un acontecimiento vienen todas las respuestas que con fatiga buscamos. En resumen, Jesús nos ofrece una adorable simplificación de la realidad a la cual es más fácil obedecer que desvincularse. Así prosigue Giussani: «Sumirnos en la presencia de Cristo que nos da su justicia, mirarlo; ésta es la conversión que nos cambia de raíz, es decir, que nos deja perdonados. Basta volver a mirarlo, a pensarlo, y somos perdonados. Pero releamos el comienzo de la última oración de Jesús: “En aquel tiempo, levantando los ojos al cielo, Jesús dijo: ‘Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre la carne, dé la vida eterna a los que le confiaste. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste, Y ahora, Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti antes de que el mundo existiese’”» (Jn 17, 1-5) (Ejercicios de la Fraternidad 1987, pp. 14-15).
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