Jesús reprendía y amonestaba a los fariseos por ser hipócritas, necios y ciegos, y lo repite una vez más todavía hoy. Hoy, sin embargo, llama también la atención sobre lo equívoco de su conducta, porque se preocupaban excesivamente de la formalidad, de los aspectos superficiales exteriores, y en cambio descuidaban lo que de verdad era importante: la sustancia, que origina los preceptos de la ley. Tal vez entonces existía ya también la cultura de la apariencia en lugar de la del ser. Hemos hablado mucho del ser durante estos días, y ciertamente la cultura moderna hace que nos preocupemos más de lo que podemos aparentar de cara a los demás que de expresar a los demás lo que verdaderamente somos en lo profundo de nuestro ser. Jesús predicaba no sólo con las palabras (que podrían sonar vacías), sino con la plena riqueza del propio testimonio. La palabra de Jesús corresponde a su vida y su vida corresponde a su palabra. Jesús soporta todo, todo perdona y olvida, pero lo que de verdad provoca su desprecio es el no reconocimiento y la actitud autosuficiente. En el fondo es la falta de fe, el no ser sinceros ante Quien nos ha creado, que nos hace existir y que nos conoce mejor que nosotros mismos, el no abandonarse a Él como María frente a Dios amor. Por tanto, si vivimos buscando ser lo que no somos, Él, Jesús, no pude intervenir en nuestra vida, porque se lo impedimos nosotros mismos con el rechazo de la verdad y de su salvación; en cambio, si nos mostramos así como somos, vulnerables, Él nos tomará de la mano para conducirnos a la santidad. Así, este acontecimiento que puede suceder en nuestra vida creo que tiene como requisito fundamental precisamente este acto de abandono, este acto de hacernos vulnerables frente a Él.
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