El 13 de mayo tuvo lugar un encuentro promovido por el Centro Internacional de CL, que contó como ponentes con Gianfranco Fini, Ana de Palacio Vallelersundi - representantes de los gobiernos italiano y español en la Convención Europea - y el secretario vaticano para las relaciones con los Estados, mons. Tauran. «Las comunidades religiosas tienen pleno derecho a estar consideradas entre los interlocutores jurídico-constitucionales»
Recomenzar de un ‘etcétera’. Nadie ha pronunciado esa palabrita con la que los modernos padres de nuestra Europa han pretendido relegar a un papel gregario a toda la tradición cristiana sobre la que está fundada la historia del Viejo continente. Pero, en realidad, en la sala del Centro Internacional de Comunión y Liberación entre los participantes en el encuentro sobre “El futuro de la nueva Europa” es como si no se hubiera hablado de otra cosa. Y la conclusión fue que la desacertada decisión de los redactores de la Declaración de Laeken de no incluir a la Iglesia en la lista de organismos consultivos de la Convención Europea “debe ser corregida”. En ese elenco están los sindicatos, las ONG, las universidades, incluso un muy impreciso “mundo de los negocios”, pero falta cualquier referencia a las comunidades religiosas que, en cambio, se ha dicho, «tienen pleno derecho a estar consideradas entre los interlocutores jurídico-institucionales» en el debate sobre el futuro de la Unión. Palabras de Gianfranco Fini y Ana de Palacio Vallelersundi, representantes de los gobiernos italiano y español en el encuentro de la Convención Europea. Su posición no podría haber sido más clara ni sus discursos más comprometidos, sobre todo porque estaba escuchándoles un atentísimo secretario vaticano para las relaciones con los Estados, monseñor Jean-Louis Tauran, que después clausuraría el encuentro con su discurso (que publicamos adjunto).
La Constitución
Jesús Carrascosa, director del Centro Internacional, introdujo el tema de la sesión sin ambigüedades: «Éste es un momento decisivo para la historia de Europa, que afecta al presente y el futuro tanto de las personas y pueblos que ya participan y los que participarán en breve de la vida de la Unión, como del mundo entero». Y fue Antonio Socci, moderador del encuentro, el que precisó que Fini y Palacio estaban allí precisamente porque, en este momento decisivo para el Viejo continente, «quedan algunas cuestiones abiertas sobre Europa». ¿Cuáles? La Constitución, en primer lugar. ¿Se hará o no se hará? La Carta de los derechos, presentada por la UE hace un año y medio, por muchos motivos no parece estar a la altura de las expectativas que había suscitado. Después, las nuevas instituciones de Bruselas, de las que dependerá la gestión de la fase más adulta y más política de la Unión, ¿qué forma deberán tener? ¿Desde dónde partir para dar a la nueva Europa una identidad que no sea la simple superposición de un cliché, sino el descubrimiento de su fundamento, de aquello sobre lo que se cimienta nuestra historia, la historia de todo Occidente desde hace veinte siglos? Para Fini «una Carta constitucional es expresión de un Estado y tiene su origen en un poder constituyente, señalado generalmente como pueblo», condiciones que hasta el momento Europa no cumple y «es por esto por lo que sólo de manera impropia se puede hablar de Constitución europea, igual que sólo de manera figurada se puede hacer referencia a la Convención Europea como a una asamblea constituyente». Mejor aludir a un “proceso de constitucionalización”, que en lo concreto se traduce en una organización diferente de la relación entre Estados y Unión Europea. Esto debe llevar a una actuación del principio de subsidiariedad, emanación directa de la doctrina social de la Iglesia, según el cual «el nivel superior debe hacer sólo lo que el nivel inferior no es capaz de hacer adecuadamente». En el caso europeo esto implica, entre otras cosas, que «así como a la Unión deben poder atribuírsele nuevos poderes si así lo deciden los Estados miembros, también los poderes conferidos deben poder retornar a los Estados miembros si así lo deciden». Pero cualquier referencia al principio de subsidiariedad no puede prescindir de un reclamo a lo que es la identidad del continente europeo, porque es la propia idea de subsidiariedad la que remite a esta, igual que el signo remite a lo que significa.
Hecho histórico innegable
De aquí la observación de Fini por la cual «también el no creyente debe admitir que una Constitución europea que no hiciera referencia explícita a la identidad cristiana de nuestro continente supondría renegar de los orígenes, no sólo remotos sino incluso cercanos». También Ana de Palacio subrayó que «no podíamos olvidar que la construcción europea es principalmente, desde sus orígenes, un proyecto político de reconciliación de su historia y de su geografía». Una “reconciliación” que se apoya sobre la doble pertenencia a la comunidad estatal y a la europea y sobre un conjunto de valores, «entre los que sobresalen la tradición greco-latina y el cristianismo». He aquí por qué para Ana de Palacio el Papa tiene razón cuando dice que «reconocer un hecho histórico innegable (las raíces cristianas del Viejo continente, ndr) no significa en absoluto no tener en cuenta la exigencia moderna de una laicidad justa de los Estados, y por tanto de Europa». Y he aquí que el Estado europeo “laico” que defienden los dos miembros de la Convención. Gianfranco Fini, que prefirió no detenerse en los detalles, quiso aclarar que, por encima de todo, «es necesario encontrar una fórmula que regule de modo no unilateral las relaciones entre la Iglesia y la Unión Europea», que dicho en otros términos significa que «la Iglesia y las comunidades religiosas tienen pleno derecho a estar consideradas entre los interlocutores jurídico-institucionales de la Unión». ¡Muy diferente del “etcétera”! Por su parte, Ana de Palacio en el transcurso de una rueda de prensa esencialmente técnico-jurídica recordó la “doble legitimidad” sobre la que se funda Europa: la legitimidad de los Estados y la de los pueblos y los ciudadanos.
Déficit democrático
Es verdad que existe un “déficit democrático” que consiste esencialmente «en la incapacidad de los Parlamentos nacionales de controlar a sus gobiernos en las negociaciones comunitarias» pero, según la representante española en la Convención, sería inútil intentar suplir ese déficit creando una nueva institución o aplicando esquemas constitucionales típicamente nacionales. Más bien habría que reforzar la autoridad de los Parlamentos elegidos directamente por los ciudadanos y simplificar al máximo los Tratados que fundamentan la Unión. Fórmulas ya oídas, palabras que quizá no sean originales, pero que de ahora en adelante podrían adquirir un acento nuevo: depende de la libertad con la que se pueda discutir.
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