Junto con Picasso fue el pintor que más marcó el arte del siglo pasado. Henri Matisse, el pintor de la joie de vivre, al término de su vida halló la felicidad pintando el interior de una iglesia. Una historia poco conocida que aflora en un libro con testimonios y cartas inéditas
Todos le conocen como el maestro deslumbrante de la época fauvista, el maestro capaz de encontrar el hilo de la belleza en un siglo que lo había perdido. Henri Matisse ha sido sin lugar a dudas un sol que permaneció encendido en un siglo dominado por fulgores bien diferentes. Es el pintor de la Danza y la música y del Ícaro, y el hombre capaz de captar el ser como un destello de luces y de colores. En sus manos las líneas reencontraban una misteriosa continuidad y armonía, constituyendo una auténtica excepción en un contexto que había visto cómo en manos de los pintores las líneas se rompían, se quebraban, sometiéndose al énfasis o a la narración del drama. Matisse era de otra pasta. Y lo demuestra una historia poco conocida que ha aflorado gracias a un libro. El episodio se reconstruye por medio de cartas y testimonios: la historia de las célebres pinturas que Matisse, ya anciano y enfermo, realizó para la capilla de Saint Paul de Vence, su última obra maestra.
Ingresado en 1942 en el hospital de Nizza, Matisse necesita asistencia nocturna y le envían a la joven Monique Bourgeois en su primera experiencia como enfermera. De Monique, uno de esos encuentros que cambiaron la vida del pintor, sabemos bastante poco. Debía tener buenas dotes para la pintura, a juzgar por el cuaderno de dibujos que le mostró al artista después de mucho tiempo y que éste halló excelentes, y debía ser muy bella, a juzgar por los diversos retratos que le hizo Matisse con el permiso de la madre. Dos años después de su primer encuentro, la enfermera entró en el convento dominico de Vence. Para Matisse fue un duro golpe: se enteró por teléfono y casi interrumpe la comunicación, pues eran otros sus proyectos para Monique, deseaba convertirla en una gran pintora.
Decía Chesterton que el universo responde la verdad si se le interroga honestamente; nadie habría podido imaginar qué obra maestra nacería de aquella amistad que entonces parecía a punto de naufragar.
En una de las sucesivas visitas que Monique, ya sor Jacques-Marie, le hizo a Matisse, mostró al artista un dibujo de una Virgen con el Niño que casi distraídamente había pintado. Matisse encontró que quedaría perfecto en una vidriera y así nació la idea de la capilla del Rosario de Vence.
Matisse era ya viejo y estaba casi paralítico; así nos cuenta Giovanni Testori aquella gesta: «vidrieras, casullas, píxides, todo lo hizo él. Y pensar que en aquellos años estaba ya inmóvil y apenas podía usar las manos. Entonces dibujaba sobre folios de colores, rojos, azules, sirviéndose de un gran bastón, y después, siempre con un bastón, los recortaba y los encolaba. Hacia el final de su vida prescinde incluso del color. Tal vez descubrió que su gran sueño siempre había sido la vidriera, es decir el color pero, a la vez, algo que va más allá del color: la concentración de la luz (...). Una concentración que se vuelve fulgor».
Sor Jacques-Marie y Lidia, ayudante de Matisse desde hacía muchos años, estuvieron constantemente a su lado en la empresa, hasta el punto de que el viejo maestro hubiera querido que sus nombres aparecieran junto al suyo en la ceremonia de la puesta de la primera piedra. La capilla fue bendecida el 25 de junio de 1951, dos años antes de la desaparición del pintor, que en aquella ocasión escribió al obispo de Niza: «Excelencia, le presento con toda humildad la capilla del Rosario de las dominicas de Vence. Le pido que me disculpe por no haber podido presentarle yo mismo este trabajo a causa de mi edad y de mi salud. La obra ha requerido cuatro años de un trabajo exclusivo y asiduo, y es el resultado de toda mi vida activa. La considero, a pesar de todas sus imperfecciones, mi obra maestra. Ojalá el porvenir pueda dar la razón a este juicio mediante un creciente interés, incluso más allá del significado más alto de este monumento. Cuento, Excelencia, con vuestra vasta experiencia de los hombres y con vuestra profunda sabiduría para que juzguéis un esfuerzo que es el resultado de una vida consagrada a la búsqueda de la verdad». No parece poco para quien cuarenta años antes había afirmado: «Yo sueño un arte equilibrado, puro, tranquilo, sin sujeto inquietante o preocupante, que sea para cualquier trabajador intelectual, para el hombre de negocios o para el literato, por ejemplo, un lenitivo, un calmante cerebral, algo análogo a una buena poltrona donde reposar de sus fatigas físicas», en definitiva, una morada, y Matisse la construyó de verdad.
Quién era Matisse
Tánger: paisaje visto desde una ventana, es un extraordinario cuadro de Henri Matisse hoy conservado en el Museo Puskin de Moscú. Transmite una sensación de reposo, frescura y libertad no muy distinta de la intensísima y profunda que el autor plasma en el denominado Ícaro, uno de los manifiestos de Pascua de Comunión y Liberación. Actualmente, en la sala de exposiciones de la Fundación Juan March de Madrid, se exponen hasta el 20 de enero de 2002, 123 de sus obras fechadas entre 1900 y 1952. Es justo preguntarse quién era Matisse, un pintor que ilustra la vida según una sensibilidad tan afín a la de la historia y la tradición cristiana.
«A menudo, cuando me pongo a trabajar, en la primera sentada anoto sensaciones frescas y superficiales. Hasta hace unos años este resultado me bastaba. Si hoy me contentara con ello, estando como estoy convencido de ver la realidad con una profundidad mayor, quedaría algo indefinido en mi pintura; habría registrado sensaciones fugitivas, ligadas a un instante que no me definirían enteramente, y que difícilmente reconocería al día siguiente». Así se expresaba en 1908 el Henri Matisse de 37 años, ya famoso por haber sacudido el mundo del arte con los colores puros y chillones de sus lienzos. Éstos, expuestos en una muestra parisina en 1905 en torno a una estatua renacentista, arrancaron de un crítico la exclamación: «Es Donatello en medio de las bestias (en francés, fauves, como serían definidos enseguida los artistas que se adhirieron a esta corriente)».
En los primeros pasos de un largo camino, que concluirá cuarenta y cuatro años después de aquel lejano 1908, cuando la muerte le sorprenda aún trabajando, Matisse observa las cosas, los objetos, las personas, toda la realidad, indagando hasta alcanzar «un acuerdo vivo de colores, una armonía análoga a la de una composición musical». Y sus lienzos irradian este mágico acuerdo, perseguido asiduamente con una confianza absoluta en el carácter positivo de la realidad, casi un milagro si se tiene en cuenta que la historia de Henri, único artista en el mundo que ha pintado un cuadro titulado Joie de vivre, la alegría de vivir, se entreteje a caballo entre dos guerras mundiales.
El recorrido pictórico de Matisse está cuajado de “ventanas” abiertas a Tánger, Niza, París... Los interiores dan casi siempre a una ventana e incluso las mujeres, tan amadas por el artista, son representadas a menudo en las cercanías de un antepecho, como si el pintor no pudiera menos que hacer una rasgadura para ver lo que hay más allá del momento que llama la atención, un dato indispensable para el equilibrio y la armonía de lo que aparece: «Debo pintar un cuerpo de mujer: en primer lugar deberá tener gracia, fascinación; pero el problema es darle algo más. Entonces trato de condensar el significado de este cuerpo indagando sus líneas esenciales. La fascinación será menos patente a primera vista, y deberá en cambio brotar a la larga de la nueva imagen que habré obtenido y que tendrá un significado más amplio, más plenamente humano. La fascinación será menos relevante, al no ser la única característica, pero continuará existiendo, encerrada en el concepto general de mi figura (...). Lo que más me interesa no es la naturaleza muerta o el paisaje, es la figura humana. Sólo ésta me permite expresar mejor mi sentimiento casi religioso de la vida».
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