Una reseña crítica sobre el estallido de opiniones acerca de violencia y fe, razón y religión. Desde el prejuicio antirreligioso y los relativismos culturales hasta los que defienden que el cristianismo es algo del pasado que no va a regresar. Y en medio de todo esto el realismo humilde y constructivo de la Iglesia
«Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos». Sea historia o leyenda, el grito de guerra del abad Arnaldo Amalrico, después obispo de Citeaux, en el momento de liberar Provenza de la herejía de los cátaros, permanece como una de las más sintéticas y “políticas” expresiones de la lógica de las guerras de religión. Y parece hecho aposta para dar la razón al filósofo Umberto Galimberti: «Cuando una guerra viene cargada de sacralidad expande sin límites su potencial destructivo porque el conflicto termina por comprometer la identidad. La humanidad retrocede del uso de la razón al desencadenamiento de los símbolos».
No hay duda de que la que declaró Osama Bin Laden es, al menos en las intenciones, una guerra de religión (mientras escribimos, parece, sin embargo, que el jeque ha perdido ya la partida, no sólo militar, sino también simbólica: God Bless America tiene más partidarios que la jihad). Y es innegable que desde el 11 de septiembre vivimos inmersos en un clima que parece haber puesto el tema del “choque de civilizaciones” (título de la archiconocido ensayo del politólogo Samuel Huntington) en el centro de las propias fijaciones, cuando hasta hace poco tiempo dominaba la lucha contra los corruptos o la nueva economía. Como asevera Galimberti, el conflicto en curso está «revestido de símbolos, Occidente contra el mundo árabe, el Corán contra la Biblia, el Dios cristiano contra el Dios de Mahoma». Donde, además, “revestido” es la palabra clave. Así, en los periódicos, entre los efectos colaterales del conflicto, está también el estallido de opiniones - en su mayoría no pertinentes - sobre guerra y fe, razón y religión.
Fe y violencia
Algunos aspectos son dignos de destacar. El más evidente es que resurge el viejo prejuicio antirreligioso, vagamente intolerante, según el cual toda fe, puesto que no tiene nada que ver con la razón, es siempre raíz de violencia. Está la versión más sombría y retrógrada, en el fondo inofensiva, de José Saramago, Nobel de Literatura y comunista no arrepentido. Para Saramago las «religiones han sido y serán causa de sufrimientos inenarrables, de monstruosas violencias físicas y espirituales. Es uno de los más tenebrosos capítulos de la historia humana». Está la versión de Galimberti: frente a los conflictos de religión, la razón es impotente «porque su realización se encauza sólo después de que se ha salido del área de lo sagrado y si ha entrado en grado de poner entre paréntesis las respectivas visiones del mundo» (Junghiano). Entonces es mejor el politeísmo, porque «la homérica división de los dioses no consiente a ninguno de ellos disfrutar de los favores de la omnipotencia de Dios».
Están los relativismos culturales clásicos, de Umberto Eco: «Todas las guerras de religión han nacido de adhesiones pasionales y contraposiciones simplistas como Nosotros y Ellos». Después, afortunadamente, el remordimiento de Occidente ha producido también una antropología cultural y ahora sabemos que afirmaciones como «en Milán me encuentro más en mi casa que en Bagdad» son legítimas, pero no definitivas. Algunas veces, sin embargo, el debate logra plantear también cuestiones más serias. En La Stampa, el filosofo Gianni Vattimo sostiene que «necesitamos despedirnos de la pretensión de verdad absoluta». Su relativismo postmoderno le lleva a sostener, con Nietzsche, que la única actitud que puede salvarnos es la de vivir como «turistas en el jardín de la historia». La «muerte de Dios» vuelve necesaria la muerte de toda verdad. Y no sólo para islámicos o cristianos. Barbara Spinelli en La Stampa ha criticado «el modo en que la religión de Moisés habita en nuestro planeta, haciendo valer derechos que frecuentemente son metahistóricos», ganándose una clara réplica de Amos Luzzatto, presidente de la Unión de la Comunidad Hebrea.
¿Juicio crítico o prejuicio? Vittorio Messori en Il Corriere della Sera hace un buen juicio al explicar a los laicistas de turno que el ateo siglo XX ha sido el más sanguinario y que el primer genocidio de la historia fue programado en el Terror Jacobino para eliminar de Francia la fe en Jesucristo. Hace un buen juicio citando al teólogo protestante Karl Barth: «Cuando el cielo se vacía de Dios, se puebla de ídolos». Pero después los ídolos están siempre a la vuelta de la esquina, dispuestos a saltar fuera en cuanto se sostiene que los católicos «respondemos sólo por “nuestra religión”».
Un pasado que no va a volver
El aspecto más novedoso e interesante del debate, sin embargo, es otro: la aparición de posiciones laicas o también declaradamente ateas que, en un hipotético choque entre civilización y religiones, se ponen de parte del cristianismo. Desde Oriana Fallaci, que en su famoso artículo «La rabia y el orgullo» ha descubierto una auténtica vocación por la defensa de los vestigios históricos del cristianismo, arte e incluso liturgias, y así hasta llegar a la defensa de la capilla de la familia. O bien, un histórico anticlerical como el mismísimo Giordano Bruno Guerri ha escrito que si los católicos hemos sido tan maltratados en los últimos siglos, a fin de cuentas, es porque éramos sin duda mejores que los árabes y hoy deberíamos empeñarnos en defender nuestros símbolos hasta el final. Es una especie de reconocimiento póstumo a las “buenas maneras” del cristianismo. Y siempre llama la atención ver a Massimo Cacciari en televisión, defender las razones del cristianismo como el más sutil de los teólogos.
¿Redescubrimiento de la religión o simplemente miedo al enemigo? Renato Farina, que es hombre de mundo, en el periódico Libero preguntaba con ironía «¿Qué efecto tiene estar condenado a muerte por algo que nos hemos olvidado de ser?». La prueba ha venido unos días después de las proclamas de Bin Laden, con ocasión de la enésima polémica en la Corte Constitucional sobre crucifijos en lugares públicos. Il Foglio ha tomado con calma y liberal inteligencia la defensa del crucifijo: es verdad que la ley permite quitarlo de la pared y que esta ley es una conquista de Italia contra las pretensiones de la religión, pero ¿quién puede negar su valor moral, quien puede sentirse ofendido por este símbolo, «en estos tiempos y en este contexto?». Ha reflejado mejor que otros la cuestión de fondo: la apreciación del cristianismo como algo del pasado que no va a volver. Esto es, la apreciación del cristianismo como una inofensiva doctrina del pasado, que no está en condición de importunar y por eso es tolerable, a fin de cuentas también buena y sin duda, preferible al Islam.
La restauración de la conciencia cristiana, que algunos parecen vislumbrar entre los resplandores de los sables de Alá, probablemente se reduce a esto. Nada malo, entendámonos, a condición de saberlo y de manejarlo con cuidado. Es interesante, en este sentido, notar el realismo de un juicio contracorriente de Filippo Gentiloni sobre el actual conflicto “religioso”, publicado en el Il Manifesto: «Los grandes monoteísmos están en crisis: jamás tan invocados, jamás tan inútiles e insignificantes... El ateo encuentra confirmación para su ateismo». Urge «combatir los ídolos, las imitaciones religiosas».
Cristianos en el frente
Uno de los mejores expertos en política internacional italiana, el director de la revista Limes, Lucio Caracciolo, al día siguiente de la caída de Kabul, escribió en La Repubblica una reflexión que parece banal, pero que es importante en el clima intelectual de choque entre civilizaciones en el que estamos inmersos: todavía no se ha visto una guerra entre Occidente y el Islam. No lo fue la guerra del Golfo y tampoco lo es ésta. Con buena paz de Huntington.
Puede ayudar a abrir los ojos, con cierta conmoción, el realismo humilde y constructivo de la Iglesia. En primer lugar, de los cristianos que viven en países a menudo tierra de martirio.
El arzobispo de Abuja, John Onaiyekan, presidente de la Conferencia Episcopal Nigeriana, estaba en Roma mientras en Nigeria se consumaba el genocidio de católicos en Kano. El Sínodo de obispos ha denunciado que el «fanatismo se ha convertido en un network internacional», pero también ha subrayado que «los extremistas que hablan de “cristianos” y “musulmanes” no saben de qué hablan o usan a propósito la máscara religiosa. Sabemos muy bien que el rico Occidente no se ha dejado guiar por el espíritu cristiano. No es cuestión de cristianismo e islam». Al día siguiente de la masacre en la Iglesia de Bahawalpur, el pasado 28 de octubre, la Conferencia Episcopal de Pakistán difundió una Carta Pastoral que concluye así: «Nosotros, obispos cristianos, invitamos a la nación entera a mostrar un sentido de plena unidad y solidaridad en este tiempo de prueba que hoy atraviesa nuestro país. Dejemos las diferencias y volvámonos un solo pueblo sin diferencia de casta, clase, color o credo». Y el obispo de Multan Andrew Francis, la diócesis donde sucedió la masacre «Existe una gran solidaridad. La comunidad musulmana, los ulema, las asociaciones profesionales, los estudiantes, todos nos han pedido perdón». Y todavía: «Debemos rezar para parar la guerra en Afganistán, porque de ello deriva la reacción contra los cristianos. Es necesario ser prudentes pero no desanimarse. Muchos musulmanes están jugando un papel importante para rebajar la tensión». Y se podría continuar.
Un último ejemplo para concluir, el Padre David Jaeger, portavoz de la Custodia de Tierra Santa, a mitad de noviembre denunció con dureza en una entrevista a la agencia de prensa FIDES, que los trabajos para la construcción de la mezquita de Nazaret siguen adelante y que el problema no es la relación con los musulmanes: «Quiero destacar con la mayor claridad que la Iglesia aquí no tiene ninguna disputa con los musulmanes, solamente con el gobierno. La Iglesia apoyaría cada demanda de los conciudadanos musulmanes para que fuera respetada su libertad religiosa».
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