«Los que lleguen a conocer los sucesos de estos tiempos a través de mis escritos o de otros, tengan por cierto que siempre que el príncipe ordenó exilios o matanzas, se dieron gracias a los dioses, de tal forma que aquellas celebraciones que antaño caracterizaban a eventos felices, ahora son señal de públicas desgracias. De todas formas, no callaré las deliberaciones que tocaron el fondo de la más inaudita adulación o del peor y más bajo servilismo» (Annales, XVI, 64).
Tácito, el insigne historiador de la antigüedad romana, ante los aberrantes excesos del poder estigmatiza el clima de la época, que era muy parecido al actual. Problemas de pax romana, entonces; problema de pax americana, hoy. En cualquier caso, atravesamos una confusión grande y sanguinaria.
Pero vino Jesús. Y no apareció como un ilusionista que lo resuelve todo a pesar del hombre. No vino a resolver los problemas por arte de magia, sino a poner a los hombres en las condiciones mejores para afrontarlos. Y apeló a la libertad de quienes le conocieron. Del misterio de aquella noche surgió una forma nueva de ver la vida: se la dejó de entender como teatro de prevaricaciones y de fatalidad hostil, y se la empezó a considerar como un camino hacia un destino bueno, sirviendo y honrando a los demás hombres como a hermanos. Empezó algo que nadie se podía imaginar, ni siquiera los jefes religiosos o políticos. Apareció un factor nuevo, que, a lo largo de los siglos, ha dado vida a las más importantes adquisiciones para la vida de la persona y de la civilización en los campos del pensamiento, del arte, del derecho y de la ciencia.
Sin embargo, es como si la mayoría no se diera cuenta, porque Dios eligió un método singular para darse a conocer: la vida de un hombre cualquiera que puede pasar desapercibido.
En una página ejemplar desde el punto de vista del método cristiano, Giussani escribe: «El Misterio decidió entrar en la historia del hombre con una historia idéntica a la de cualquier hombre: entró de forma imperceptible, sin que nadie pudiera observarlo o registrarlo. En un momento determinado se presentó y, para quien se encontró con él, fue el instante más grande de su vida y de toda la historia» (En los orígenes de la pretensión cristiana).
Dios entra en la historia como un hombre y se comunica a través de lo humano. Aquí radica la originalidad imprevisible de la pretensión cristiana. El nacimiento de ese Niño se presenta ante el corazón y la libertad de los hombres como una compañía carnal - que se puede ver, tocar y escuchar, como dijo una vez Juan Pablo II -, que nos recuerda que la vida tiene un sentido y nos llama a descubrir en todas las encrucijadas de la historia la dignidad imborrable que tenemos al ser hijos, y no esclavos.
Para quienes vieron a aquel Niño el mundo ya no fue el de antes y en la vida de cada uno se planteó un reto a su libertad: el reconocerle y seguirle. Entonces, al igual que hoy, en medio de la gran confusión del mundo.
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