Viaje del Pontífice a dos países de Asia central. En Kazajstán se reunió con una muchedumbre de cristianos y musulmanes, y en Armenia celebró los 1.700 años de la conversión de este pueblo al cristianismo. «Solo hay un Dios y un único mediador entre Dios y los hombres: el hombre Jesucristo»
«No debemos permitir que lo que está sucediendo traiga nuevas divisiones. La religión no debe servir jamás para enfrentarse». Juan Pablo II, encorvado y tembloroso como nunca, junto al altar construido en la plaza de la Madre Patria de Astana, añade unas palabras a los textos preparados para el Ángelus y dedicados a María, Reina de la paz. Con ellas quiere expresar una profunda preocupación por lo que está sucediendo en el panorama internacional tras los terribles atentados del 11 de septiembre. El Papa sabe que habla a un país, Kazajstán, todavía inmune al fundamentalismo. Se trata de un país de mayoría musulmana en donde distintas etnias y religiones viven en armonía. Pero su pensamiento discurre hasta la frontera sur, al área que podría de un momento a otro convertirse en teatro de un conflicto.
«Deseo hacer un llamamiento a todos - dice en inglés para que su grito alcance a todos los rincones del globo -, cristianos y miembros de otras religiones, para que podamos construir un mundo sin violencia, un mundo que ama la vida y crece en la justicia y la solidaridad». Después añade: «Desde este lugar invito a los cristianos y a los musulmanes a elevar una intensa oración al único Dios omnipotente, del que todos somos hijos, para que el gran don de la paz pueda reinar en el mundo. Que todos los pueblos, unidos por la sabiduría divina, puedan construir una civilización del amor, en la que no haya sitio para el odio, la discriminación y la violencia. Con todo mi corazón imploro a Dios que conserve al mundo en la paz».
Karol Wojtyla había llegado a Kazajstán la tarde antes y fue recibido en el aeropuerto de la capital por un viento gélido y cortante. El viaje, programado desde hacía meses se convirtió en una incógnita hasta el último momento. Muchos habían aconsejado al Papa que no partiera, pero él había tomado otra decisión. Desde el primer momento el obispo de Roma habló a todos, a la pequeña minoría católica, a los cristianos y también a los musulmanes. Acude a recibirle al aeropuerto el Gran Muftí de Kazajstán, con su turbante blanco y su túnica verde oscuro brocada en oro, y ese apretón de manos es altamente significativo en un momento en el que la tensión internacional parece desembocar en una guerra entre Occidente y el Islam. A la misa del domingo 23 de septiembre, frente al altar cubierto por una estructura con forma de tienda kazaja acudieron 40.000 personas. También asistieron muchos musulmanes al rito celebrado por el Papa de Roma. Wojtyla, en la homilía pronunciada en ruso, explica que «sólo hay un Dios» y «un único mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús». Habla de la «lógica del amor» orientada sobre todo hacia los necesitados y dice que esta lógica «puede unir a cristianos y musulmanes».
Comunicar un don
Durante el encuentro con los obispos de Asia central, en el edificio de la nunciatura apostólica, el Papa define a la Iglesia católica de aquí como «una planta pequeña, llena de esperanza por la confianza que alberga en la potencia de la gracia divina», e invita a los cristianos a dedicarse al anuncio del Evangelio. A los sacerdotes les explica: «La Iglesia no quiere imponer su propia fe a los demás. Sin embargo, está claro que esto no exime a los discípulos del Señor de comunicar a los demás el gran don del cual son partícipes: la vida en Cristo». Por la tarde, Wojtyla se reune con los jóvenes en la Universidad Eurasia. A cada uno de ellos les dice: «Tú eres un pensamiento de Dios, tú eres un latido del corazón de Dios».
En esos mismos momentos, en todo el mundo, los periódicos hacen referencia al discurso papal de la tarde anterior, en el que el Pontífice, congratulándose por el desarme nuclear de Kazajstán, había dicho que «las cuestiones controvertidas deben resolverse no con el recurso a las armas, sino con los medios pacíficos de la negociación y del diálogo». Extrapolada de su contexto, la frase había sido aplicada a la crisis abierta tras los atentados en EEUU. Precisamente el mismo día, la prensa se hace eco de la carta de los obispos estadounidenses al presidente Bush, en la que se plantean límites precisos a la reacción militar, pero no se excluye la legitimidad de una respuesta armada y de autodefensa. El Papa aparece así contrapuesto a sus obispos. Por esto, el lunes 24 de septiembre el portavoz, Joaquín Navarro Valls, escoge la agencia Reuter para hacer una aclaración y explicar que Juan Pablo II no es un pacifista a ultranza, que una forma de autodefensa dirigida a impedir que los terroristas ataquen de nuevo es legítima, siempre que sea selectiva y esté dirigida sólo contra los culpables, sin implicar a la población civil y, sobre todo, sin que existan connotaciones de enfrentamiento de civilizaciones, de una guerra santa contra el Islam. Las palabras de Navarro encuentran eco en los medios de todo el mundo. Son exageradas y tergiversadas hasta el punto de ser presentadas como una “vía libre” al ataque de EEUU. Mientras, el Papa, en el encuentro con el mundo de la cultura en el Palacio de Congresos, última cita pública de la visita a Kazajstán, grita: «Deseo reafirmar el respeto de la Iglesia católica por el Islam, el auténtico Islam: el Islam que reza, que se hace solidario con los necesitados. Conscientes de los errores del pasado, también del pasado reciente, todos los creyentes deben unir sus esfuerzos con el fin de que jamás se haga a Dios rehén de las ambiciones de los hombres. El odio, el fanatismo y el terrorismo profanan el nombre de Dios y desfiguran la auténtica imagen del hombre». Al dejar la antigua república soviética, Juan Pablo II cita una frase contenida en la carta Novo millenio ineunte e invita a los cristianos «a dar cuerpo a la necesidad de paz, a menudo amenazada con la pesadilla de guerras catastróficas».
El pozo de Gregorio
Si en Kazajstán el Papa fue acogido por el viento gélido de la estepa, en el aeropuerto de Ereván, en Armenia, hace un calor sofocante. La visita a este país tenía que haberse realizado en 1999, pero la muerte del Catholikos Karekin I la impidió. Ahora la presencia de Wojtyla tiene un significado particular: los cristianos armenios festejan los 1.700 años del bautismo de su pueblo - el primero en abrazar la fe cristiana en cuanto tal - acaecido en el 301, cuando el rey Tiridate III, curado por intercesión de Gregorio el Iluminador, decidió abrazar el Evangelio de Cristo. El viaje del obispo de Roma es un conmovedor paso adelante en el camino ecuménico: por vez primera en 22 años de pontificado, Juan Pablo II es hospedado durante toda la visita en la residencia de un jefe de una Iglesia oriental que no está todavía en comunión con Roma. No hay diferencias significativas entre los católicos y la Iglesia apostólica armenia, que pertenece a las llamadas iglesias pre-calcedonianas. Esta iglesia no participó en el Concilio de Calcedonia que definió el dogma de las dos naturalezas contra la herejía monofisita. En distintas declaraciones comunes, firmadas por el Papa y por los Patriarcas de Armenia, se afirma que la fe es la misma y que Jesucristo es «verdadero Dios y verdadero hombre». El Catholikos Karekin II, otro precedente, permite a Juan Pablo II celebrar en el gran altar al aire libre recién inaugurado delante de la catedral de la Santa Sede de Etchmiadzin.
Pero la presencia del Papa en esta nación, cuyo pueblo ha sufrido indecibles persecuciones en el curso de su historia, es también un homenaje a las víctimas del genocidio, el “Metz Yeghérn”, el “gran mal”: el bárbaro asesinato de un millón y medio de cristianos armenios sucedido en 1915 por obra de los turcos otomanos. Wojtyla se conmueve visitando el monumento de Tzitzernagaberd, la “colina de las golondrinas”, en donde arde una llama perpetua en recuerdo del genocidio. «Profundamente turbados por la terrible violencia infligida al pueblo armenio - dice el Papa -, nos preguntamos con preocupación cómo es posible que el mundo pueda conocer todavía aberraciones tan inhumanas». Turquía niega vergonzosamente aún hoy el genocidio armenio, documentado en el impresionante museo anexo al monumento conmemorativo y afirmado por los testimonios de decenas de diplomáticos de la época. Admitir lo que sucedió obligaría a las autoridades de Ankara a poner en discusión la figura de Kemal Ataturk, el padre de la patria, que llegó al poder al finalizar la Primera Guerra Mundial, y que no puso fin a las masacres étnicas contra los cristianos armenios.
Antes de dejar Armenia, el Papa quiso visitar el monasterio de Khor Virap, que se levanta sobre una colina a pocos kilómetros del monte Ararat y de la frontera turca. Aquí, dentro de una antigua iglesia, se encuentra el pozo de 40 metros de profundidad excavado en la roca en donde fue encerrado durante 13 años San Gregorio el Iluminador. Desde aquella húmeda cisterna, en el 301, comenzó el anuncio que convirtió al pueblo que, a pesar de las masacres, las deportaciones y las limpiezas étnicas, sigue siendo un enclave cristiano rodeado de países islámicos.
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