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Huellas N.6, Junio 2001

IGLESIA

Ciudadano del mundo

a cargo de Riccardo Piol

Al comienzo de su mandato, proponemos una entrevista a monseñor Diarmud Martin, Observador Permanente de la Santa Sede en la Oficina de las Naciones Unidas en Ginebra


Cuando, con poco más de veinte años, dejó su isla natal, Irlanda, para ir a Roma, no imaginaba lo que la vida le tenía reservado. Se ha convertido en ciudadano del mundo y ha sido llamado al servicio de la Iglesia para conocer y acercarse a las realidades más difíciles y dramáticas, a los países más pobres del planeta. Tras haber trabajado en el Pontificio Consejo para la Familia, en el 84 pasó al Pontificio Consejo Justicia y Paz, del que fue secretario durante siete años. Desde entonces dedica su tiempo a llamar la atención de los grandes del mundo sobre los dramas que viven generaciones enteras, pueblos y países que visita y conoce. Y hoy, con 56 años, ha sido llamado a un nuevo e importante encargo que le ha llevado de Roma a Ginebra, como Observador Permanente de la Santa Sede en la Oficina de Naciones Unidas. Si le preguntas cómo se las arregla en su trabajo, responde con sencillez: «Hago hoy lo que mi familia ya hacía en Dublín. Mi madre me enseñó a acoger a la persona en su totalidad, tal como es. Con quince años iba a visitar las cárceles en Irlanda. Después, como sacerdote, el obispo de Dublín me confirmó en este deseo de ocuparme de las personas que son menos afortunadas que yo. Me enseño a encontrar en ellos a un hermano y una hermana, más que un caso o un cliente. Desde entonces, trato de mantener la misma sensibilidad hacia los problemas de los demás, de ver cómo se pueden cambiar las estructuras de la sociedad para responder mejor a los problemas que se presentan, pero sobre todo he comprendido que lo esencial es acoger a la persona por lo que es, con todas sus dificultades y sus debilidades. Porque reconocer a una persona como hermana es la ayuda más importante que se puede dar».

En Ginebra comienza una nueva aventura. ¿Con qué espíritu la está afrontando?
Tras veintiséis años de trabajo en Roma, ciertamente Ginebra es una especie de aventura. Se abre una nueva perspectiva, muy interesante. Este nuevo encargo supone un gran desafío: representar como obispo, de cara a una serie de grandes instancias internacionales, a la Santa Sede y toda la cultura de valores, tradiciones y servicio que la Iglesia Católica sustenta en el mundo.
Una gran responsabilidad, sobre todo en un momento como el actual.
Basta con mirar, por ejemplo, la nueva legislación sobre la eutanasia en los Países Bajos para comprender cuáles son los problemas que en un futuro próximo tocarán la vida de todas las personas. Hoy está en curso un profundo debate sobre la relación entre un mundo dominado por principios económicos, por una globalización centrada en los mismos, y otros valores como la solidaridad, la protección del más débil, la defensa de la vida. Nosotros debemos buscar el modo de reafirmar y reforzar ese principio de que toda vida humana en cualquier momento, en cualquier periodo de su existencia - sobre todo cuando la persona es más débil - tiene el derecho de ser protegida, tenemos la obligación de protegerla. Acoger esta vida y reafirmar su valor: éste es un gran desafío a mi parecer. Porque hay todavía muchos países en el mundo donde los derechos de la persona no son respetados; historias de violencia, nuevas formas de esclavitud que pensábamos que pertenecían al pasado, tráficos siniestros de mujeres y niños que se convierten en grandes negocios, personas que son tratadas como auténticos esclavos de la vida moderna.

Estas cuestiones usted ya las ha conocido a fondo y denunciado durante años en Justicia y Paz.
Sí, es cierto. Y me impresiona ver cómo vuelven a surgir aquí, en el ámbito internacional, problemáticas y cuestiones que nosotros en el Consejo de Justicia y Paz ya habíamos denunciado en el pasado. Por ejemplo, aquí en Ginebra hay un gran interés por la conferencia sobre el racismo (La Iglesia frente al racismo. Por una sociedad más fraterna, 1988; ndr.). Y no sólo como un problema de la Sudáfrica de entonces. Ya habíamos indicado en aquel momento que estaban surgiendo nuevas formas de racismo y de intolerancia sobre todo en los países desarrollados, a causa de la cerrazón propia de la mentalidad consumista, una mentalidad que sólo piensa en las propias exigencias o que está sometida al miedo. Lo mismo sucede en la cuestión de las armas ligeras: hace más de seis años publicamos un documento sobre el tráfico de armas (El comercio internacional de las armas. Una reflexión ética, 1994; ndr.) e hicimos reiterados llamamientos al respecto...

...diciendo cosas que nadie se atrevía a decir.
Recuerdo una reunión sobre nuevos proyectos para la reducción de la pobreza, a propósito de los gastos militares. Al término de mi intervención, un ministro de un país europeo me dio las gracias diciéndome: «Comparto plenamente lo que usted dice. Pero yo, como ministro, no puedo decir ciertas cosas porque debo proteger los intereses de nuestras industrias militares». Este papel de atención al sufrimiento y esta capacidad de decir una palabra clara y libre es propia de la Santa Sede y es también un servicio que puede ofrecer en el mundo de hoy.

Por lo tanto, en el ámbito internacional, la Santa Sede ¿viene a ser una voz profética respecto a los grandes problemas del mundo?
La Santa Sede tiene una inteligencia que proviene de su presencia mundial. El Consejo de Justicia y Paz es un lugar donde confluye lo que hacen las Iglesias locales, todo lo que sufren las Iglesias locales. En la escena global la Iglesia católica es un actor natural porque está presente en todas las partes del mundo. Y porque es por definición signo de la Unidad en Cristo del género humano y debe promover la unidad, el respeto de la dignidad de cada uno y la unidad de la familia humana. Esto es lo propio de la misión de la Iglesia porque Cristo se hizo hombre y es el gran signo de la unidad y de la necesidad de redención que existe para todos.

El Papa es un ejemplo conmovedor de esta misión para el mundo. Usted ha trabajado estrechamente con él, ¿qué se ha llevado de esta experiencia?
El Papa es siempre muy afectuoso con sus colaboradores. Y me impresiona la gratitud que demuestra por los servicios que cada uno ofrece y la gran atención con la que sigue nuestro trabajo. Cuando estaba en Justicia y Paz, él mismo planteaba preguntas y señalaba tareas y encargos, tras sus reflexiones sobre determinadas situaciones destacadas por los obispos o algunas personalidades políticas. El famoso documento sobre la deuda internacional (Al servicio de la comunidad humana: una aproximación ética a la deuda internacional, 1986; ndr.), por ejemplo, fue publicado a petición suya cuando los obispos de América Latina venían a hablarle de un problema que entonces era nuevo y parecía meramente técnico. Y hoy todos reconocen su liderazgo a la hora llamar la atención sobre este problema y mantener vivo el interés por el mismo. Pero hay otras circunstancias similares: durante la guerra en Bosnia Herzegovina, por ejemplo, organizamos un encuentro de oración por la paz al que el Papa había invitado a todos los presidentes de las Conferencias episcopales de Europa diciendo que cuando la Europa política no está en situación de dar una respuesta, nosotros, como Iglesias europeas, tenemos la obligación de llamar la atención sobre el drama de la guerra. En estos últimos años, el Papa ha hecho muchos llamamientos por la paz, yendo mucho más allá de las posiciones de sus predecesores en la condena de la futilidad de la guerra y las consecuencias nefastas que comporta. Pero, más que cualquier otro, ha reclamado la atención siempre sobre las preguntas más profundas referentes al futuro del hombre, sobre la identidad misma de este hombre creado a imagen de Dios, sobre la cultura de la muerte, sobre la defensa de la vida humana: todos temas de extremada actualidad.

Temas que el Papa ha tocado en diversas ocasiones a lo largo del Jubileo.
Desde el Concilio Vaticano II no ha habido un evento eclesial que haya tocado a la Iglesia en todos sus componentes como el Jubileo, un momento de gran renovación. Yo, que he viajado mucho en estos años, he visto el símbolo del Jubileo en las mayores catedrales del mundo y en las capillas más humildes de las zonas de misión, significando un evento de renovación en toda la Iglesia. El otro aspecto al que el Papa ha dado un gran impulso en estos años es la presencia de los laicos y de los movimientos en la Iglesia. El Papa mira a los laicos de manera muy especial; les invita a estar presentes en la sociedad y en la Iglesia, una Iglesia mucho más vivaz y con nuevas formas de espiritualidad también para ellos.

¿Cuándo conoció Comunión y Liberación?
En los primeros años del Consejo para la Familia conocí a algunos jóvenes del movimiento, que en aquellos años estaba creciendo, y aprecié su compromiso, la creatividad, la novedad de una presencia. Después, con el paso de los años, he visto que este entusiasmo, este carisma, ha dado inicio también a grandes cosas: participé en el Meeting de Rímini, un evento de fe y de juventud; he visto el trabajo de AVSI, un trabajo discreto, pero muy comprometido y con un elevado nivel de profesionalidad, una expresión muy concreta de esa caridad que distingue la vida de la Iglesia y nuestras obras de ayuda de cualquier otro tipo de presencia.

¿Qué le ha llamado más la atención de la presencia católica en los países más pobres del mundo?
He conocido muchas personas, algunas muy humildes, que han sabido dedicarse totalmente a llevar un mensaje de amor, de apoyo y de buena voluntad para cambiar las cosas. Me vienen a la cabeza los muchos voluntarios que hay en el mundo, los religiosos que permanecen en zonas de guerra incluso cuando las televisiones y los otros organismos humanitarios se han ido hace ya tiempo, aquellos que se dedican por entero a este servicio sin pedir nada a cambio. Estas son cosas que provienen de verdad de la fe. Y espero que sea posible también devolver a las raíces de la fe a tantos cristianos para los cuales el único vínculo con la Iglesia es este “hacer el bien”, pero que quizás han perdido esa fe profunda necesaria para volver más eficaz este servicio de caridad en el mundo de hoy. Si se llega a dar este vínculo entre fe y caridad, creo que se llevará mucha más esperanza también a las personas que viven otras experiencias de diversa inspiración, que están a la busca de un sentido, de un sentido de esperanza para el mundo.

Entonces, ¿los cristianos tienen una gran responsabilidad?
Tienen la responsabilidad de ser auténticos, de dar su testimonio de fe y de ofrecer un servicio que esté arraigado en ella; porque sólo así es posible ofrecer una visión integral de la naturaleza de la persona y de la familia humana.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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