Grecia, Siria y Malta. El último viaje del Papa a los lugares históricos de la salvación cristiana, para repetir el mismo anuncio que hace veinte siglos
Han pasado veinte siglos desde aquel anuncio audaz y clamoroso que Pablo de Tarso realizó en el corazón de la Grecia clásica a los intelectuales atenienses reunidos en el Areópago. Entonces el apóstol de los gentiles tuvo que vérselas con quienes, al oírle hablar de un Dios que muere y resucita de entre los muertos, se encogieron de hombros y se marcharon diciendo: «Eso ya nos lo contarás en otro momento». Hoy, el Papa de Roma, tras haber hablado desde los púlpitos y los areópagos del mundo entero, debe tratar de abrirse camino en el corazón de los hermanos más cercanos y, al mismo tiempo, más lejanos, los ortodoxos griegos. La fe en Jesucristo es la misma, la semilla sembrada por Pablo germinó y ha dado muchos frutos. Pero un milenio de luchas, incomprensiones y odio recíproco, ha dividido y aún divide a los cristianos latinos de los ortodoxos de Grecia. Por eso, la última etapa de la peregrinación jubilar a los lugares de la salvación, que conduce al Pontífice tras los pasos del apóstol, es también la más difícil. El clima que se respira en Atenas no es ciertamente de calurosa espera. Grupos minoritarios de la Iglesia ortodoxa ponen en escena diversas manifestaciones y lanzan eslóganes contra el peregrino vestido de blanco, mientras la mayoría de los atenienses parece indiferente. El arzobispo Christodoulos ha impuesto sus condiciones para la visita: nada de plegarias en común, nada de almuerzos en común, se le prohíbe al Papa que vista la estola durante la ceremonia en el Areópago.
El aplauso del deshielo
Cuando el 4 de mayo Juan Pablo II llega cansado a la entrada del arzobispado ortodoxo, es recibido con formal cortesía. El discurso de Christodoulos es duro, debe tener en cuenta las polémicas y las presiones de cuantos no querían esta visita. El pequeño milagro sucede a mitad de la intervención del Papa, cuando Wojtyla, encogido y tembloroso en el trono, pide perdón al Señor «por las ocasiones pasadas y presentes, en las que hijos e hijas de la Iglesia católica han pecado con acciones u omisiones contra sus hermanas y hermanos ortodoxos». El Papa cita «algunos eventos del lejano pasado» que «han dejado heridas profundas en la mente y en el corazón de las personas de hoy; pienso en el desastroso saqueo de la ciudad imperial de Constantinopla, que durante tanto tiempo fue bastión del cristianismo en Oriente». Christodoulos, que estaba rígido hasta ese momento, se deshace en un aplauso espontáneo, lo mismo que los demás metropolitas ortodoxos presentes. Aquí, en Grecia, parece que aquella desastrosa cuarta cruzada, con sus saqueos sacrílegos, aquella misión que nada tenía que ver con la custodia de los Santos Lugares, hubiera sucedido anteayer y no hace ocho siglos. Juan Pablo II lo sabe. Sabe que la herida todavía está abierta. Y lleva a cabo el gesto más sencillo y verdadero para un cristiano, humillándose y reconociendo en las acciones de los saqueadores, que eran cristianos latinos y que saquearon a sus hermanos ortodoxos, el misterio del mal. Gracias a estas palabras, la clave de la difícil visita comienza a cambiar. Pocas horas después, Wojtyla y Christodoulos leen en el Areópago una declaración conjunta en la que se recuerdan las raíces cristianas de Europa y al día siguiente, en la nunciatura, el Papa de Roma y el Arzobispo de Atenas rezan juntos recitando el Padre Nuestro. Durante la misa celebrada en el palacio de deportes, Juan Pablo II invita a los católicos a anunciar «la Buena Nueva a los hombres de este tiempo»: «La Iglesia debe estar atenta a los diversos aspectos de sus culturas y a los medios de comunicación, sin que ello la lleve a alterar su mensaje o a reducir su sentido y alcance». Sobre el ecumenismo, citando la carta Novo millennio ineunte, añade: «Es en la oración de Jesús, no en nuestra capacidad, donde se apoya la confianza de poder alcanzar en la historia la comunión plena y visible de todos los cristianos».
Siria, refugio de los perseguidos
Yendo en avión, Siria no está lejos de Grecia. Sin embargo, parece que se llega a otro mundo: aquí el viejo peregrino recibe una calurosa acogida, no sólo por parte de la población cristiana dividida en tantos ritos diversos, sino también por los musulmanes. Damasco es la antigua ciudad a cuyas puertas sucede la conversión de san Pablo, deslumbrado por ese Dios al que perseguía oprimiendo a sus primeros discípulos. Aquí está la casa de Ananías, primer obispo de Damasco, donde san Pablo fue bautizado. Aquí está la pequeña iglesia que da a la Puerta de Kassim, edificada en el lugar de la huida de Pablo, cuando «sus discípulos lo hicieron descender de noche de las murallas bajándole en una cesta» (Hch 9, 25). El Papa desembarca en uno de los países donde se ha demostrado cómo la convivencia entre islam y cristianismo es posible, en una ciudad donde surgen llamativos y altísimos minaretes a pocos pasos de antiquísimos templos cristianos, donde durante siglos encontraban refugio los cristianos caldeos, armenios y asirios perseguidos. Los patriarcas greco-ortodoxo, sirio-ortodoxo y greco-melquita acuden a recibirle y forman parte del séquito papal durante toda la visita. El Pontífice explica que fue en Siria donde «la Iglesia de Cristo descubrió su auténtico carácter católico y asumió su misión universal». Wojtyla, en el aeropuerto, pronuncia en árabe un saludo de paz, una paz «que se puede alcanzar sólo si existe una nueva actitud de comprensión y respeto entre los pueblos de la región, entre los seguidores de las tres religiones que provienen de Abrahán». Explica que su peregrinación «es también una ardiente oración de esperanza: esperanza de que entre los pueblos de la región el miedo se transforme en confianza y el desprecio en estima recíproca». Las noticias, sin embargo, no son buenas. Si apenas un año antes, con ocasión del viaje papal a Tierra Santa, la paz duradera parecía a la vuelta de la esquina, hoy en la tierra de Jesús la espiral de la violencia parece imparable. El Papa recuerda que la paz pasa a través del respeto de la legalidad internacional, subraya que a nadie le debe estar permitido ocupar por la fuerza los territorios de otros, repite que los pueblos tienen derecho a disponer de sí mismos y auspicia que se apliquen las resoluciones de la ONU. La visita relámpago y la oración en una iglesia ortodoxa semidestruida, en la ciudad fantasma de Quneitra -símbolo del horror de la guerra y de los sufrimientos que han martirizado la Tierra Santa - es una nueva invitación al perdón recíproco, es una invitación a reasentar la difícil convivencia en el área: «Padre misericordioso ´- recita Juan Pablo II arrodillado a la entrada de la iglesia -, que todos los creyentes puedan encontrar el coraje de perdonarse los unos a los otros, de modo que todas las heridas del pasado se curen y no sean un pretexto para ulteriores sufrimientos en el presente».
La mezquita de San Juan Bautista
Se ha insistido demasiado en los récord de Wojtyla, como si lo que moviera al Papa fuera la voluntad de superarse a sí mismo y no el irrefrenable deseo de dar testimonio. Todos han hablado de la «primera vez que un Papa entra en una mezquita» y alguno se ha escandalizado por el hecho de que un obispo de Roma hubiera ido a rezar a un templo musulmán. En realidad, los muros grandiosos e historiados de la mezquita de los Omeyas encierran un antiguo tesoro que fue venerado durante siglos por los cristianos. Es el cenotafio de san Juan Bautista, que se alza en el lugar donde el emperador Teodosio habría hecho enterrar la calavera del Precursor, traída con tal propósito desde Tierra Santa. La reliquia, custodiada en la cripta de la catedral de Damasco dedicada al Bautista, fue descubierta por los obreros durante la construcción de la mezquita, en el 607. Tras traducir el pergamino en griego que se hallaba en el interior del relicario, el califa Al-Walid reconoció que la reliquia pertenecía a Yahya, profeta del islam que habría anunciado, con Isa (Jesús), la venida de Mahoma. El Papa, calzado con las babuchas que dificultan aún más su caminar sobre la gran superficie de alfombras antiguas, alcanza la construcción en mármol que cierra una gran caja de madera dentro de la cual se conservó la reliquia. Y reza, en silencio, durante unos instantes, ante la tumba del Bautista. Cada etapa de la peregrinación jubilar que ha llevado a Wojtyla, primero tras las huellas de Abrahán, después de Jesús y ahora de san Pablo ha estado marcada por gestos de amistad hacia los hermanos cristianos de las otras Iglesias, hacia los musulmanes y hacia los «hermanos mayores» de Israel. El Papa no ha perdido ninguna ocasión para hablar de la paz y no ha dejado de defender los derechos de los pueblos. Pero toda lectura de sus viajes jubilares sería parcial si no partiera del apego que Juan Pablo II ha manifestado por los lugares históricos de la salvación, por aquellas piedras que hablan de un Dios que ha elegido irrumpir en la historia, por esa serie de circunstancias y de encuentros que han conducido el anuncio del Evangelio hasta nosotros. Amor por una historia aparentemente tan frágil, que pasa también a través del naufragio de Pablo en la isla de Malta, donde es acogido con gran amistad y humanidad antes de reemprender el viaje que le llevará la martirio en la capital del imperio romano.
Se lee en los Hechos de los Apóstoles que tras el discurso en el Areópago, después de que algunos se rieran de las sorprendentes palabras de Pablo y otros decidieran marcharse encogiéndose de hombros, «algunos se adhirieron a él y se hicieron creyentes, entre los cuales estaba también Dionisio, una mujer llamada Damaris y otros con ellos».Dos mil años después, el Papa no es un gigante que pretende guiar la historia: en la total fragilidad de su vejez y su enfermedad, sostenido y llevado casi en volandas, vuelve a recorrer los mismos caminos que los primeros cristianos para repetir exactamente el mismo anuncio, en la conciencia de que es Otro quien guía sus pasos.
«El sacrificio inmenso de este viaje encarna el ecumenismo católico»
Don Giussani envió un telegrama a Juan Pablo II a su regreso del viaje apostólico tras las huellas de san Pablo.
«Santidad, hemos seguido por televisión a Vuestra persona mientras avanzaba hacia el Areópago de Atenas y la mezquita de Damasco como un peregrino desarmado hacia la tumba del Bautista.
Nos conmueve pensar que sois hoy un signo de contradicción y esperanza para todos los hombres, al igual que Jesús, hombre y Dios, el enviado del Padre.
El sacrificio inmenso que conlleva este viaje a las raíces de la historia de la Iglesia, nuestra madre, encarna esa dimensión ecuménica católica que consiste en una apertura ilimitada hacia la verdad de todos y hacia todo: porque cada encuentro supone el avance sereno y cierto de la verdad que es Cristo para la vida de todo hombre, según lo que afirma san Pablo: “No debiendo nada a nadie, me he hecho siervo de todos... me hice todo para todos”.
Para todos nosotros Vuestra persona es la expresión más luminosa y poderosa de ese testimonio que es fruto del Espíritu. Santo Padre, rogamos al Espíritu Santo que nos permita ser siempre imitadores de la humanidad que ya de forma tan evidente ha realizado en Vuestra Santidad».
Milán, 10 de mayo de 2001
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón