Una cuidadosa recopilación de documentos sale en defensa del Papa Pacelli, contra quienes aún le tachan de antisemita y de coquetear con el régimen nazi. Cincuenta años de estima y reconocimiento por parte de judíos de todo el mundo
Rabino de Nueva York, David Dalin es una de las personalidades de relieve del mundo judío estadounidense. Uno de sus libros, Religion and State in the American Jewish Experience ha sido destacado como uno de los mejores trabajos académicos de 1998. Ha dictado conferencias sobre las relaciones judeo-cristianas en las universidades de Hartford Trinity College, George Washington y Queens College de Nueve York. En el artículo que extractamos ampliamente en estas páginas, publicado en The Weekly Standard (semanario que representa la máxima expresión de la elite neoconservadora americana), el rabino David Dalin pide que Pío XII sea reconocido como “justo”, en virtud de cuanto hizo por salvar a los judíos del Holocausto.
Ya antes de la muerte de Pío XII en 1958, en Europa se le acusaba de haber sido favorable al nazismo, un lugar común de la propaganda comunista contra occidente.
La acusación quedó sepultada durante algunos años bajo la oleada de homenajes que siguió a la muerte del Papa, procedentes tanto del ámbito judío como de los gentiles, para reaparecer de nuevo en 1963 con la publicación de Il Vicario, una pieza teatral de un escritor alemán de izquierdas (que perteneció a la Hitler Jugend), llamado Rolf Hochhuth.
Il Vicario era una obra muy fantasiosa y polémica, en la que se sostenía que la preocupación de Pío XII por las finanzas vaticanas le había dejado indiferente ante el exterminio de la población judía de Europa. La obra de Hochhuth despertó un notable interés en la opinión pública, desencadenando una controversia que se prolongó a lo largo de los años 60. Ahora, transcurridas tres décadas, aquella controversia ha vuelto a estallar de repente por razones que no resultan del todo claras.
Pero la palabra “estallar” no describe suficientemente la actual marejada de polémicas. En los últimos dieciocho meses han salido a la luz nueve libros que hablan de Pío XII: Hitler’s Pope de John Cornwell, Pius XII and the Second World War de Pierre Blet *, Papal Sin de Garry Wills, Pope Pius XII de Margherita Marchione, Hitler, the War and the Pope de Ronald J. Rychlak, The Catholic Church and the Holocaust, 1930-1965, de Michael Phayer, Under His Very Windows de Susan Zuccotti, The Deformation of Pius XII de Ralphy McInerny y, recientemente, Constantine’s Sword de James Carroll.
Dado que cuatro de estos volúmenes - los de Blet, Marchione, Rychlak y McInerny - se alinean en defensa del Papa (y dos, los de Wills y Carroll, implican a Pío XII sólo como una parte de un más amplio ataque contra el catolicismo), el cuadro puede parecer equilibrado. Además, leyendo detenidamente los nueve libros, se puede concluir que las argumentaciones de quienes defienden a Pío XII son las más convincentes.
Y, sin embargo, los libros que difaman al Papa han sido los que han centrado la atención mayoritaria.
Einstein, Golda Meir, Herzog...
Curiosamente, casi todos los que hoy están en esta línea difamatoria - desde los ex seminaristas John Cornwell y Garry Wills, hasta el ex cura James Carroll - son ex católicos o católicos heterodoxos. A los líderes judíos de la generación precedente la campaña contra Pío XII les resultó, en el mejor de los casos, sorprendente. Durante la posguerra muchos judíos famosos - Albert Einstein, Golda Meir, Moshe Sharett, Rabí Isaac Herzog y muchos otros - expresaron públicamente su gratitud hacia Pío XII. En su libro de 1967, Three Popes and the Jews, el diplomático Pinchas Lapide (que prestó servicio como cónsul de Israel en Milán y entrevistó a los italianos supervivientes del Holocausto), declaró que Pío XII «contribuyó sustancialmente a salvar a 700.000 judíos, y tal vez a otros 860.000, de la muerte segura a manos de los nazis».
La verdad es que el libro de Lapide sigue siendo la obra más seria escrita por un judío sobre este asunto, y en los treinta y cuatro años que han transcurrido desde su publicación se ha podido acceder a muchos materiales, tanto de los archivos vaticanos como de otras fuentes. Se han recogido muchos testimonios directos y un número impresionante de entrevistas con supervivientes del Holocausto, capellanes militares y civiles católicos. En vista de los recientes ataques, ha llegado la hora de salir nuevamente en defensa de Pío XII.
En enero de 1940, por ejemplo, el Papa dio instrucciones a la Radio Vaticana para que revelara la «espantosa crueldad de la tiranía salvaje» que los nazis estaban inflingiendo a los judíos y a los católicos polacos. Al recibir noticia de dicha transmisión una semana más tarde, el Defensor Público de los judíos de Boston la apreció por lo que era: «Una denuncia explícita de las atrocidades perpetradas por los alemanes en la Polonia ocupada por los nazis, declarándolas abiertamente como una ofensa a la conciencia moral de toda la humanidad». El New York Times escribió en su editorial: «Ahora el Vaticano ha hablado, con una autoridad indiscutible, y ha confirmado los peores presagios de terror que emergen de las tinieblas de Polonia». En Inglaterra, el Manchester Guardian elogió al Vaticano como «el más enérgico defensor de la Polonia torturada».
«Espiritualmente semitas»
Cualquier lectura honesta y minuciosa de los hechos demuestra que Pío XII no dejó nunca de expresar su crítica al nazismo. Basta con tener en cuenta algunos puntos destacados de su oposición antes de la guerra. De los cuarenta y cuatro discursos pronunciados por Pacelli en Alemania como nuncio apostólico entre 1917 y 1929, cuarenta denunciaban algún aspecto de la pujante ideología nazi.
En marzo de 1935 Pacelli escribió una carta abierta al obispo de Colonia definiendo a los nazis como «falsos profetas con el orgullo de Lucifer». Ese mismo año arremetió contra las ideologías «poseídas por la superstición de la raza y la sangre» ante una muchedumbre de peregrinos en Lourdes. Dos años más tarde, en Notre Dame de París, llamó a Alemania «esa noble y poderosa nación que será conducida fuera de su camino por malos pastores, abrazando una ideología racista».
En privado, les decía a sus amigos que los nazis eran «diabólicos». A sor Pascalina, que fue su secretaria durante muchos años, le dijo que Hitler estaba «totalmente obsesionado». «Todo esto no es un obstáculo para él, es un destructor... este hombre es capaz de caminar sobre cadáveres». En 1935, durante una entrevista con el heroico antinazi Dietrich von Hildebrand, Pío XII declaró: «No hay posibilidad de conciliación» entre el cristianismo y el racismo nazi porque «son como fuego y agua».
En el periodo en que Pacelli fue consejero particular de su predecesor, Pío XI, el pontífice hizo la famosa declaración de 1938 ante un grupo de peregrinos belgas en la que afirmó que «el antisemitismo es inadmisible; espiritualmente nosotros somos todos semitas». Y el mismo Pacelli escribió el borrador de la encíclica de Pío XI Mit brennender Sorge, una condena de Alemania que se cuenta entre las más ásperas que ha pronunciado la Santa Sede. Como consecuencia, en los años 30 Pacelli fue extensamente difamado por la prensa nazi como el cardenal de Pío XI «amigo de los judíos», a causa de las más de cincuenta cartas de protesta que les envió a los alemanes como secretario de estado vaticano. A estos se pueden añadir algunos episodios sobresalientes de la acción de Pío XII durante la guerra.
El New York Times
Su primera encíclica, Summi Pontificatus, publicada apresuradamente en 1939 para impetrar la paz, era en buena parte una declaración de que la tarea propia del Papado era la mediación entre las partes beligerantes, más que el decantarse por una u otra. Pero citaba con agudeza a san Pablo: «Ya no hay judíos ni gentiles», utilizando significativamente la palabra “judíos” en el contexto de un rechazo de la ideología racista. El New York Times recibió la encíclica con un artículo en primera página el 28 de octubre de 1939: «El Papa condena a los dictadores, los violadores de los tratados y el racismo». Fuerzas aéreas aliadas arrojaron miles de copias del periódico sobre tierra alemana en un intento de avivar los sentimientos antinazis.
En 1939-40 Pío XII hizo de intermediario secreto entre los miembros de una conjura alemana antihitleriana y los ingleses. Y corrió no pocos riesgos advirtiendo a los aliados de la inminente invasión alemana de Holanda, Bélgica y Francia.
Cuando en 1942 los obispos franceses publicaron varias cartas pastorales contra las deportaciones, Pío XII envió a su nuncio a protestar ante el gobierno de Vichy contra «los arrestos inhumanos y las deportaciones de los judíos de la Francia ocupada a la Silesia y a algunas partes de Rusia». Radio Vaticana comentó durante seis días seguidos las cartas de los obispos, en unos años en los que en Alemania y Polonia escuchar Radio Vaticana era un crimen que algunos pagaron con la pena capital. («Parece que el Papa intercede por los judíos inscritos en las listas de deportación de Francia» era el titular del New York Times del 6 de agosto de 1942. «Vichy captura a los judíos; ignorado el llamamiento del Papa Pío», recogía el Times tres semanas más tarde).
En el verano de 1944, tras la liberación de Roma, pero antes del fin de la guerra, Pío XII dijo a un grupo de judíos romanos que fueron a darle las gracias por su protección: «Durante siglos los judíos habéis sido tratados injustamente y despreciados. Ya es hora de que se os trate con justicia y humanidad, Dios lo quiere y la Iglesia lo quiere. San Pablo nos dice que los judíos son nuestros hermanos. Pero deberíamos acogeros también como amigos».
Ya que estos ejemplos y otros centenares más son desacreditados uno por uno en los libros que recientemente atacaban la figura de Pío XII, el lector puede perder de vista su peso específico, su carácter general, que no deja resquicio a la duda sobre la posición del Papa, y menos que a nadie a los nazis. En el editorial del día siguiente [a la Navidad de 1941], el New York Times declaraba: «La voz de Pío XII es una voz solitaria en el silencio y la oscuridad que envuelve a Europa en esta Navidad... Pidiendo un “nuevo orden auténtico” basado en la “libertad, justicia y amor”, el Papa se ha alineado abiertamente contra el hitlerismo».
En la valoración de las acciones que Pío XII hubiera podido llevar a cabo, muchos (entre los que me encuentro) habrían deseado verlo pronunciar excomuniones explícitas. Los nazis, de tradición católica, ya habían incurrido automáticamente en la excomunión con todos sus actos, desde la casi nula participación en la misa, a la inexistente confesión de homicidios y el repudio público del cristianismo. Y, como se deduce claramente de sus escritos y de sus conversaciones, Hitler había dejado de considerarse católico - es más, se consideraba un anticatólico - mucho tiempo antes de llegar al poder.
“Suicidio voluntario”
Los supervivientes del Holocausto, como Marcus Melchior, rabino jefe de Dinamarca, observaban que «si el Papa hubiera tomado posición abiertamente, probablemente Hitler habría exterminado a más de seis millones de judíos y tal vez a diez veces diez millones de católicos, si hubiera tenido la posibilidad». Robert M.W. Kempner, refiriéndose a su experiencia durante el proceso de Nüremberg, afirmó en una carta a la redacción después de que el Commentary publicara un extracto de Guenter Lewy en 1964: «Cualquier movimiento propagandístico de la Iglesia católica contra el Reich hitleriano no sólo habría significado un “suicidio voluntario”, sino que hubiera acelerado la ejecución capital de un mayor número de judíos y de sacerdotes».
No se trata de una cuestión puramente especulativa. Una carta pastoral de los obispos holandeses que condenaba «el despiadado e injusto trato reservado a los judíos» fue leída en todas las iglesias católicas holandesas en julio de 1942. La carta, a pesar de sus buenas intenciones, y probablemente inspirada por Pío XII, tuvo consecuencias inesperadas. Como observa Pinchas Lapide: «La conclusión más triste y que da más que pensar es que, mientras el clero de Holanda protestaba con más fuerza, más abiertamente y con mayor frecuencia contra las persecuciones a los judíos que la jerarquía religiosa de cualquier otra nación ocupada por los nazis, el contingente más numeroso de judíos deportados a los campos de exterminio procedía precisamente de Holanda - casi 110.000, el 79% del total -.
Nos podríamos preguntar qué podría ser peor que el genocidio de seis millones de judíos y la respuesta es: la masacre de otros cientos de miles. El Vaticano trabajó para salvar a todos los que pudo. Y los datos son elocuentes: mientras que el 80% de los judíos europeos halló la muerte durante la Segunda Guerra Mundial, el 80% de los judíos italianos se salvó.
En los meses en los que Roma estuvo bajo la ocupación alemana, Pío XII dio instrucciones al clero italiano sobre cómo salvar vidas por todos los medios a su alcance. Desde octubre de 1943, Pío XII dispuso que iglesias y conventos de toda Italia sirvieran de escondite a los judíos. Como resultado - y a pesar de que Mussolini y los fascistas habían cedido ante la exigencia de Hitler de comenzar la deportación de los judíos de Italia - muchos católicos italianos desobedecieron las órdenes de los alemanes.
Rabat-Fohn
Sólo en Roma 155 conventos y monasterios dieron asilo a casi cincuenta mil judíos. Al menos treinta mil hallaron refugio en la residencia estival del pontífice en Castel Gandolfo. Sesenta judíos vivieron durante nueve meses dentro de la Universidad Gregoriana y muchos fueron escondidos en el sótano del Pontificio Istituto Bíblico. Varios centenares se refugiaron dentro del mismo Vaticano. Siguiendo las instrucciones de Pío XII, muchos sacerdotes, monjes, monjas, cardenales y obispos italianos se emplearon a fondo para salvar miles de vidas judías. El cardenal Boetto de Génova salvó a al menos ochocientos; el obispo de Asís escondió a trescientos judíos durante más de dos años; el obispo de Campagna y dos de sus parientes salvaron a 961 en Fiume.
Pero, una vez más, el testimonio más elocuente es el de los propios nazis. Documentos fascistas publicados en 1998 (y recogidos en el libro Papa Pio XII de Marchione) revelan la existencia de un plan alemán, denominado “Rabat-Fohn”, que hubiera debido llevarse a cabo en enero de 1944. El plan preveía que la octava división de caballería de las SS, disfrazados de soldados italianos, conquistara San Pedro y «eliminara a Pío XII con todo el Vaticano» y apunta explícitamente a la «protesta del Papa a favor de los judíos» como la causa de tal represalia.
Una historia análoga se puede dibujar a través de toda Europa.
Pero el punto de partida de esta discusión radica en la verdad incontestable de que, tanto los nazis como los judíos de aquella época, consideraban al Papa como el más importante opositor de la ideología nazi en el mundo.
Ya en diciembre de 1940, en un artículo aparecido en el Time magazine, Albert Einstein rendía homenaje a Pío XII: «Sólo la Iglesia se ha declarado abiertamente contra la campaña de Hitler por la supresión de la verdad. Nunca antes había tenido un amor especial por la Iglesia, pero ahora siento un gran afecto y admiración porque sólo la Iglesia ha tenido el coraje y la tenacidad de alinearse en defensa de la verdad intelectual y de la libertad moral. Por ello, me veo obligado a confesar que ahora aprecio sin reservas lo que durante mucho tiempo desprecié».
En 1943 Chaim Weizmann, que llegaría a ser el primer presidente del estado de Israel, escribió que «la Santa Sede está prestando su poderosa ayuda donde es posible, para aliviar la suerte de mis correligionarios perseguidos».
Moshe Sharett, viceprimer ministro israelí, se entrevistó con Pío XII al término de la guerra: «le dije que mi primer deber era darle las gracias a él, y a través de él a toda la Iglesia católica, en nombre del pueblo judío, por todo lo que han hecho en diversos países para proteger a los judíos».
El rabino Isaac Herzog, rabino jefe de Israel, envió un mensaje en febrero de 1944 declarando: «El pueblo de Israel no olvidará nunca lo que Su Santidad y sus ilustres delegados, inspirados por los principios eternos de la religión que se hallan en la base de la auténtica civilización, están haciendo por nuestros desventurados hermanos y hermanas en la hora más trágica de nuestra historia, una prueba viviente de la Divina Providencia en este mundo».
En septiembre de 1945, Leon Kubowitzky, secretario general del Congreso judío mundial, agradeció personalmente al Papa sus intervenciones, y este organismo donó 20000 dólares al Óbolo de San Pedro «como signo de reconocimiento por la obra desarrollada por la Santa Sede salvando a los judíos de las persecuciones fascistas y nazis».
Benevolencia y magnanimidad
En 1955, cuando Italia celebró el décimo aniversario de su liberación, la Unión de las comunidades judías italianas proclamó el 17 de abril “Jornada de agradecimiento” por la asistencia recibida del Papa durante la guerra.
Negar la legitimidad de la gratitud expresada hacia Pío XII equivale a negar la credibilidad de los testimonios personales y de los juicios expresados acerca del mismo Holocausto. «Más que de ningún otro», señalaba Elio Toaff, un judío italiano que sobrevivió al Holocausto y llegó a ser rabino jefe de Roma, «hemos tenido la oportunidad de experimentar la gran y compasiva benevolencia y la magnanimidad del Papa durante los años infelices de la persecución y del terror, cuando parecía que para nosotros ya no había salida alguna».
* Véase la entrevista de Andrea Tornielli al P. Pierre Blet, encargado de la publicación de los documentos de los archivos vaticanos sobre la Segunda Guerra Mundial, en Huellas n. 2 - 2000.
Ana, la justa
PAOLA NAVOTTI
El miércoles 7 de marzo, en el Centro di Documentazione Hebraica de Milán (CDEC), tuvo lugar la ceremonia de imposición de la medalla de los justos entre las naciones a la señora Anna Sala - que no es de religión judía - por haber ayudado, desde comienzos de 1943 y durante dieciocho meses, a la familia judía Nissim Levi a escapar de la persecución nazi. La presidenta del CDEC, Liliana Picciotto, relató y comentó la historia de esta valiente mujer; también intervinieron Anna Sonnino, única de la familia “salvada” presente en la ceremonia, y el vice-embajador de Israel en Roma, Tibor Schlosse, quien al recibir como regalo el libro de don Giussani Che cos’è l’uomo perché te ne curi?, tuvo palabras de estima y agradecimiento por la profunda identificación de don Giussani con la tradición del pueblo judío.
Entre los presentes se encontraban también Roberto Yarach, nuevo presidente de la comunidad judía de Milán, y Nedo Fiano, judío superviviente de Auschwitz, el cual en la reciente celebración de la “Jornada de la memoria” en la catedral de Milán, impresionó a todos gritando en alemán las consignas que durante más de tres años escuchó en el lager.
En el transcurso de la ceremonia, Anna Sala se sienta a la cabecera de una mesa preparada para la fiesta. Casi treinta personas contemplan a esta señora de ochenta años: largos cabellos recogidos en una coleta y voz sonora, fuerte, como a todos nos pareció su personalidad.
«Lo que más me impresiona - dice la señora Sonnino - es que no fuimos nosotros los que buscamos a Anna, sino ella». Originaria de Varese, Anna Sala se inscribió en la facultad de Lenguas de Ca’Fóscari en Venecia, donde conoció a dos chicas judías de Padua con las que surgió de inmediato una estrecha amistad. Ellas la invitaron a sus casas y conoció a sus amigos de la comunidad judía. Cuando empiezan a ser aplicadas las leyes raciales, temiendo por la integridad de sus amigas, Anna se esfuerza en protegerlas: al principio piensa llevarlas a Suiza, pero la formación partisana en la que militaba (“Giustizia e Libertà”) le advierte de que justo en las fronteras han tenido lugar fusilamientos y arrestos. Anna decide entonces esconder a la familia Nissimi en Cunardo, pueblo entre Licino y Varese, donde nadie les conocía. El escondite distaba bastante de la estación, pero Anna acudía regularmente, a veces a pie, otras en bicicleta. Llevaba comida y ropa, incluso juguetes para las dos niñas - ahora ancianas - que en los mensajes leídos por Anna Sonnino, cuentan cómo en sus cuentos las hadas siempre se llamaban Anna. La madre de aquellas niñas, Ada, que había dado a luz un mes antes de la huida, escribe: «Sólo la fuerza de Anna me convenció de partir». «Ella no quería que nos encerráramos en casa, nos repetía constantemente que debíamos vivir. Consiguió incluso llevarme al cine», recuerda la señora Sonnino.
Con tono oficial pero nada afectado, el vice-embajador de Israel dijo que se sentía «pequeño» cada vez que se encontraba con testimonios de historias parecidas: «Si hubiera estado en su lugar, ¿qué habría hecho? ¿Por qué tú lo hiciste y otros no? Yo no represento sólo al estado de Israel, sino a mi familia, que es judía: no puedo dejar de preguntarme qué habría sido durante la persecución, ¿un delator o un salvador?». Es una pregunta que todos compartimos. Desde el principio me impresionó especialmente evidenciar que los judíos son un pueblo, se sienten una única familia. Me di cuenta de ello a mi llegada, porque la persona que conocía me presentó enseguida a sus conocidos con la misma premura que muestran los señores de la casa para decir: «Éste es mi marido, ésta es mi familia...». En definitiva, fue un encuentro entre justos.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón