Apuntes para una lectura del auto sacramental a partir del contexto teológico en el que tomó forma. La redención, en la que el hombre participa libremente como vértice de «la fábrica feliz del universo», clave de interpretación de la obra calderoniana
La antropología y la teología del drama de Calderón - profundamente características del esplendor de la reforma católica postridentina - reflejan una experiencia humana informada por el encuentro con Jesucristo tal y como se da en la Iglesia. La tesis central de la obra - la vida humana es una representación en el teatro del mundo, «seremos yo el Autor, en un instante,/ tú [el mundo] el teatro, y el hombre el recitante» - no es original del cristianismo. En efecto, la encontramos en Séneca y en Epicteto, siendo frecuente en la filosofía estoica. La experiencia cristiana, sin embargo, introduce un factor nuevo y definitivo. Me refiero a la presencia del Autor y al tipo de relación que vive con los personajes.
Pues soy tu autor, y tú mi hechura eres
El Autor soberano, que distribuye los papeles, no tiene nada que ver con el fatum del paganismo que, ciegamente, decide sobre la vida de los hombres. Al contrario: Calderón insiste continuamente en la bondad del Creador: «Y pues que yo escogí de los primeros / los hombres, y ellos son mis compañeros... Yo a cada uno daré el papel que le convenga». En primer plano está el hecho de que Dios quiere el bien del hombre, considerado concretamente como un “yo” personal distinto de los demás, y de que dicho bien coincide con la gloria de su Autor: «para grandeza mía aquesta fiesta he trazado».
El Autor no desaparece de la escena durante la representación, «ved cómo representáis que os ve el Autor desde el cielo», sino que, de modo providente - como lo muestra la presencia de la Ley de la Gracia a lo largo de toda la función - acompaña a los hombres ofreciéndoles cuanto les sirve para la fiel interpretación de su papel. Una interpretación por la que, al final de la obra, serán juzgados: «el Autor, si bien o mal lo has hecho, premio o castigo te tendrá guardado».
En la fábrica feliz del universo
El juicio del Autor nos introduce en la que podemos considerar la mayor novedad que el cristianismo introduce en la concepción de la vida humana como representación: la grandeza de la libertad. En efecto, el papel que cada hombre recibe - independientemente de su contenido - es entregado sin reservas al riesgo de su libertad. Se trata de una de las tesis centrales de la teología católica del momento, en polémica con las doctrinas protestantes de la predestinación que negaban consistencia real al libre albedrío. La libertad del hombre, según Calderón, que goza de todos los auxilios necesarios para su salvación - he aquí de nuevo el papel fundamental de la Ley de la Gracia que a lo largo de toda la representación interviene recordando que el contenido de una vida verdaderamente humana es «obrar bien que Dios es Dios» - es, en cierto modo, soberana como la de su Creador. Con versos de particular densidad teológica se afirma esta verdad a la que nunca ha renunciado el catolicismo. Dice el Autor: «Yo, bien pudiera enmendar los yerros que viendo estoy, pero por eso les di albedrío superior a las pasiones humanas, por no quitarles la acción de merecer con sus obras; y así dejo a todos hoy hacer libres sus papeles».
Aunque es mía la obra el milagro es tuyo
Es importante observar que la libertad a la que se refiere este auto sacramental es concretamente la libertad redimida del bautizado. Se trata de un factor de importancia fundamental que fácilmente puede escapar al lector. En efecto, antes del inicio de la representación, el Mundo describe las tres edades de la historia según una división clásica en el pensamiento cristiano: la ley natural - desde la caída de Adán hasta la elección de Abraham -, la ley escrita - que incluye toda la historia salvífica de Israel - y la ley de la Gracia - inaugurada con la Encarnación de Jesucristo y operante hasta el fin de los tiempos. Los personajes del drama viven todos en esta tercera edad y, por tanto, se les supone partícipes de la gracia redentora de Jesucristo a través del bautismo. Prueba de ello la encontramos en uno de los personajes de aparición breve pero muy significativa: la Ley de la Gracia, que acompaña a cada actor durante el desarrollo de la representación. El auxilio que el Autor ofrece, en efecto, no es ni la ley natural inscrita en el corazón de los hombres ni los preceptos de la ley antigua, sino la gracia. A este respecto es curioso comprobar que Calderón pone en boca de este personaje el mandamiento nuevo tal y como fue entregado por Jesús en la última cena a sus discípulos y tal y como san Juan lo recoge con insistencia en sus cartas: «Yo, que Ley de Gracia soy, la fiesta introduzco hoy; para enmendar al que yerra en este papel se encierra la gran comedia, que Vos compusisteis solo en dos versos que dicen así: “Ama al otro como a ti, y obra bien, que Dios es Dios”».
Ha de cenar a mi lado
El tiempo de la libertad es, por tanto, el tiempo de la gracia que nos redime. He aquí la clave de interpretación de la presencia de Jesucristo en El gran teatro del mundo. En efecto, una lectura atenta del auto conduce a reconocer que Jesucristo, en cierta medida, es omnipresente en el drama de la vida humana, ya que constituye la condición histórica precisa que hace posible que la libertad sea tal, es decir, capaz de la salvación que se le ofrece. En esta clave, las referencias al sacramento de la Eucaristía - una de parte del Pobre, «el pan que nos sustenta ha de dar la religión», otra a cargo del Autor que habla de la gloria usando la figura del banquete eucarístico, «esta mesa donde tengo pan que los cielos adoran y los infiernos veneran» - adquieren pleno significado. Es importante observar que la devoción eucarística constituye para la reforma católica, y de modo particular en la España del Siglo de Oro, la forma por excelencia de expresión de la fe cristológica. El reconocimiento de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía se identificaba con la confesión de la verdad de los misterios de la Encarnación y de la Redención y, aún más, con la verdad del misterio de la participación en dichos misterios por parte del cristiano en el aquí y el ahora de la historia. Decir Eucaristía significaba decir Jesucristo contemporáneo al hombre. Obviamente se trata de acentos que se desarrollaron con particular fuerza en polémica con el protestantismo. La posición del catolicismo postridentino afirma contemporáneamente, en contraposición a las tesis luteranas y calvinistas, la presencia real de Jesucristo redentor en la Eucaristía y la consistencia de la libertad, creada y redimida, del hombre.
Con tantas misericordias
Otro elemento que se ilumina a través de la consideración de la libertad como libertad del bautizado es el tono moralizante del texto. Las advertencias de la Ley de la Gracia, la realidad del premio y del castigo, el tiempo del hombre concebido como el espacio que va desde la cuna hasta la tumba, pierden sabor moralista a la luz de la redención. En efecto, los hombres están llamados a merecer la salvación, es decir, a vivir según el don de gracia que han recibido y, en virtud de dicho don, son capaces de ello. No se trata, por tanto, de una ley moral que amenaza con su rigor una libertad, en última instancia siempre frágil e incapaz, privada de toda clase de auxilios. Además, la muerte de los diferentes personajes muestra que las obras meritorias necesarias para la salvación se resumen en la apertura a la misericordia divina. En este sentido, es de particular belleza cómo Calderón presenta ante nuestros ojos diferentes formas de arrepentimiento: de la más pura - dice el Rey: «Si ya se acabó mi papel, supremo y divino Autor, dad a mis yerros disculpa, pues arrepentido estoy» -, a la más imperfecta - el Labrador: «si mi papel no he cumplido conforme a mi obligación, pésame que no me pese de no tener gran dolor» -, pasando por un arrepentimiento “del montón” - la Hermosura: «mucho me pesa no haber hecho mi papel mejor».
Hoy de todos necesito
Para concluir merece la pena observar la compresión de la vida como vocación que subyace en la obra calderoniana. El presupuesto de dicha visión es la bondad del Creador: «Yo, Autor soberano, sé bien qué papel hará mejor cada uno». Es conmovedor percibir la naturalidad con la que los diferentes personajes - bien conscientes de las ventajas y las desventajas (pensemos en el Pobre que retoma los lamentos de Job) - aceptan el papel que se les encomienda. Pero la vida es vocación no sólo porque no eligimos el papel que tenemos que representar; es vocación porque con la vida se nos da todo lo necesario - las circunstancias concretas y cotidianas en las que cada uno de nosotros vive su jornada - para recorrer nuestro camino hacia el destino. Y así dice el Mundo a cada personaje: «porque ninguno después se queje de que no tuvo para hacer bien su papel todo el adorno que pudo, pues el que bien no lo hiciere será por defecto suyo, no mío». La vida como vocación, por tanto, se manifiesta en la situación e historia particular de cada hombre. Esta es la razón por la que las circunstancias, que son diferentes para cada persona, sin embargo, no constituyen una objeción para el cumplimiento de la vida, pues como dice el Autor: «en la representación igualmente satisface el que bien al pobre hace con afecto, alma y acción, como el que hace de rey, y son iguales este y aquel en acabando el papel».
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