Cuarto centenario del nacimiento del gran pintor andaluz. Intérprete y precursor del realismo español. Hablamos también de su relación con Caravaggio
Diego Velázquez nació en 1599 en la bella Sevilla. Este año se cumple el cuarto centenario de su nacimiento y España no podía dejar de celebrar a su “pintor de Estado” con una exposición. Sin embargo, preparar una exposición antológica acerca de un artista de tal calibre es poco menos que imposible, tanto por el excesivo coste económico como por la dificultad de reunir una obra tan dispersa. Por ello, el esfuerzo se ha concentrado en el periodo inicial de su actividad, en un arco cronológico que comprende desde el año 1617 al 1623, año este último que marca su ingreso oficial en la corte de Madrid. Velázquez permanecerá allí hasta el fin de sus días, ascendiendo los peldaños de un auténtico cursus honorum; convirtiéndose primero en el retratista oficial del rey Felipe IV y de su familia; atravesando pruebas terribles como la desaparición en tierna edad de algunos de sus hijos y llegando a ser aposentador mayor del palacio real y caballero de la orden de Santiago. Pero antes de emprender esta fulgurante carrera, Velázquez dio sus primeros pasos en el ambiente de Sevilla, donde las artes eran meramente reaccionarias, ancladas en un pasado ya en plena decadencia. Este ambiente se vio turbado de improviso por la novedad radical de su pintura.
Fuerza indagadora
La personalidad de Velázquez no es tan compleja como la de otros artistas que llevaron una vida inquieta y dramática. Definido como «un genio impasible», según cierta crítica se limitaba a registrar la realidad que se le ponía delante de los ojos, sin osar falsearla con operaciones de maquillaje, aunque, eso sí, examinándola con mirada lúcida y piadosa, en una profundización psicológica única en su potencia interpretativa. Y viceversa, la fuerza indagadora del dato real que Velázquez expresa en sus cuadros, y no sólo en los de madurez, establece una correspondencia muy estrecha con el objeto. Esto se da sobre todo cuando se trata de personas reconocibles con las que el pintor llega a compartir su estado de ánimo. La relación que establece con Felipe IV y sus familiares, y también con todos los que giraban a su alrededor, como los bufones de la corte, es tan íntima y comprometida que anula toda distancia. Y por medio del estado psicológico de estos sujetos se puede uno dar cuenta del devenir de la situación histórica en la que estaban inmersos. Así, la creciente melancolía de Felipe IV no sólo se corresponde con el cambio en su estado de ánimo, sino que refleja la situación general de una nación en declive.
La grandeza de Velázquez consiste en la milagrosa calidad técnica de una pintura que no tiene igual, y se manifiesta en una sorprendente capacidad de síntesis, gracias a la cual los detalles se subordinan a la solución final que el pintor alcanza con el uso de una materia pictórica compacta y vibrante a la vez. Los contornos recuperan su nitidez tras una especie de hornear visual y mental. Las pinturas de la madurez, y también las tardías, parecen evanescentes, y los rostros que desfilan por ellas son imágenes recompuestas como al hilo de la memoria. Su aparente desenfoque está estudiado sobre la base de un proceso evocador que reduce su consistencia corpórea. Los últimos retratos de Velázquez muestran rostros y personas tal como podrían aflorar en el recuerdo de los vivos, casi como si quisiera perpetuar imágenes ya trasladadas hacia una dimensión ultraterrena.
Cuando Velázquez comenzó su camino se impuso en el escenario sevillano provocando una auténtica agitación. La exposición lo aclara a quien la visite, aunque las últimas salas, donde se recogen todas sus obras maestras de juventud (desde la Vieja friendo huevos, al Aguador de Sevilla, el San Juan Evangelista en la isla de Patmos, o la Inmaculada Concepción) se contraponen a las primeras, donde se testimonia el arte sevillano anterior y contemporáneo a Velázquez, con un cambio de rumbo neto y decidido.
Modelos de inspiración
De inmediato uno se pregunta de qué precedentes y de qué modelos puede el pintor haber sacado inspiración para romper con la tradición de la cultura de la que proviene. Siendo un genio indiscutible que operó un auténtico vuelco en el curso de las artes en España, no es posible figurárselo como un fenómeno totalmente individual y desarraigado, puesto que ningún artista, aún supremo, lo es. Como intérprete del realismo en un ambiente como el de la España de comienzos del XVII, que en el plano figurativo estaba anclada en el tardo manierismo, entumecido a su vez por rémoras tosco-romanas y flamencas del cinquecento, el caso de Velázquez está inserto en el flujo del naturalismo europeo que en España había dado frutos en el campo literario. Ello no es suficiente todavía para explicar el curso novedoso emprendido por el pintor, el cual podría, como se suele indicar, haber sacado inspiración de algún cuadro de Caravaggio, ya antes del viaje a Roma que realizó en 1630. No se tiene noticia de las pinturas de Caravaggio que se encontraban en España en el momento de la formación de Velázquez, salvo de la Crucifixión de san Andrés que hoy está en Cleveland, y que, sin embargo, tiene poco que ver con el estilo del pintor sevillano. No nos queda más que esperar una trouvaille, si algún día se realiza, que nos permita resolver el enigma.
Realismo racional
Podemos observar que el realismo de Velázquez es distinto del de Caravaggio. Para empezar, Velázquez tiene un talante más laico y menos dramático; finalmente, no apuesta por el dinamismo de la acción, no es tan escenográfico y teatral. El suyo es un realismo racional, construido sobre la introspección meditativa; un realismo casi dudoso. Típica de los cuadros juveniles es la mirada de los protagonistas que va más allá del campo de visión natural y no se encuentra con otros. Para comprender su carácter incisivo se la puede comparar con la de las figuras que pueblan las grandes composiciones sacras de sus contemporáneos, como las de su maestro Pacheco, en las que reina el principio de la dispersión que alcanza a veces los límites de la ingenuidad, vaciada de todo ímpetu religioso.
En la representación de la Inmaculada, que estuvo muy difundida en los primeros años del siglo XVI en España, Velázquez rompe todo esquema puramente devocional y a su Virgen, que apoya sobre las nubes, le da el semblante de una joven campesina andaluza, para celebrarla en carne y hueso, no para rebajarla a un rango socialmente inferior. Aunque la religión en Velázquez no es prioritaria, atraído como está por la figura humana y su concreción histórica, cuando pinta el sujeto sacro es absolutamente verdadero; a su modo le atribuye una evidencia solemne, exaltándolo también en la belleza y en su humanidad.
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