El pasado 12 de mayo se cumplieron quince años de la muerte de uno de los músicos más especiales de la historia reciente de nuestro país: Antonio Vega (1957-2009)
Icono de la movida madrileña y autor de himnos como Chica de ayer, Lucha de gigantes, Se dejaba llevar o El sitio de mi recreo, Antonio Vega, compositor, poeta, guitarrista y cantante –en ese orden–, es de esos músicos que tienen algo –una chispa, un encanto, un misterio, un quéseyo– que engancha a quienes lo escuchan y lo miran a los ojos –o se dejan mirar por él, o se miran a sí mismos a través de sus canciones–.
En vida lo acompañó una cierta fama de «chico triste y solitario», pero no era ni lo uno ni lo otro. Era Antonio, simplemente Antonio. Tercero de seis hermanos en una familia acomodada de Madrid, apuntó maneras desde jovencito: superdotado, muy sensible, deportista y puro nervio, Antonio no paraba quieto, siempre ansioso por explorar, descubrir y entender la realidad que lo rodeaba a la par que por crear, escribir, componer y construir. Inquieto y apasionado, Antonio se obsesionaba fácilmente con todo aquello que conectaba con su ansia de saber y de crear –ya fuese aprender nuevas técnicas en la guitarra, explorar con nuevos acordes y afinaciones, escribir y reescribir en sus cuadernos, o construir maquetas de trenes–, y se sumergía en esos procesos de forma tan intensa –con «vehemencia enfermiza», dijo en una ocasión– que podía pasar encerrado horas y días como si el tiempo no pasara. Durante una temporada llegó a vivir durmiendo quince o veinte minutos cada cuatro horas de trabajo, imagínense. Posiblemente era este doble ansia de entender y, sobre todo, de crear –este ímpetu poético (del griego póiesis, ‘creación’)– lo que lo hacía especial y, a ojos de la «gente normal», un «chico triste y solitario».
Empezó tres carreras: Arquitectura, quizá por su afán creativo; después Física, por su fascinación por entender la realidad («la física es un placer», canta en Una décima de segundo), y finalmente Aeronáutica, pues siempre había soñado con ser astronauta y volar por el universo infinito, mas no terminó ninguna, y no porque se le diese mal –todo lo contrario, tenía capacidad de sobra– sino porque su corazón le pedía más. Su corazón le pedía construir, comprender y elevarse; crear, contemplar y volar –arquitectura, física y aeronáutica–, y eso, a una persona como él, apasionada, sensible y difícilmente encasillable, solo las musas se lo podían dar.
Antonio definía la música en términos de vocación: «algunos tenemos la suerte de dar con aquello que nos emociona, con aquello que nos gusta hacer, con aquello a lo que queremos entregar nuestra vida […], algo que llamamos vocación». Para él, componer no era un proyecto, ni tan siquiera algo que se propusiese hacer; era más bien una fuerza que brotaba de su interior: «no es algo que yo quiera hacer; es algo que yo hago incluso al margen de mí mismo, algo que está ahí dentro metido». Y es que Antonio tenía mucho «ahí dentro metido». «Mis canciones –escribía en otra ocasión– siempre han hablado de mi mundo, de mis cosas, de lo que siento y lo que veo, de lo que tengo».
Antonio hablaba y murmullaba a través de sus canciones –«cada tema lleva un trocito de mí mismo»–; canciones en las que expresaba cosas que no saldrían –decía– «si no es a través de un texto de canción». En cierta ocasión, un presentador de televisión le dijo que sus canciones tenían un tono más introvertido que narrativo y le preguntó si es que él era más amigo del soliloquio que del coloquio, a lo que Antonio contestó, sin pensarlo demasiado y dibujándosele una media sonrisa según se daba cuenta de lo que estaba diciendo: «sí, soy más amigo de los loquios, o sea de los locos; soy más amigo de los locos y la verdad es que yo me considero un solo-loco». Un solo-loco. Un loco único. Así era Antonio. Y como el poeta, también él cantó a las «tres heridas» en las que consiste la existencia humana: la de la vida, la del amor y la de la muerte.
La de la vida. «Todavía no he encontrado el sentido de mi vida, pero sigo buscándolo cada día y en cada canción», dijo en una ocasión. La de Antonio, que tenía su «hogar en cualquier sitio» y que de un día para otro, sin equipajes ni previo aviso, dejaba una casa y entraba en otra («hoy una casa aquí, mañana más allá»), fue una vida en una continua e inquieta búsqueda. «Tuve que correr cuando la vida dijo “ve” y no hubo manera de pararme», canta en 1998; «beber de un solo trago todo el mar y no sació mi sed el agua»; «en el camino encontré lo que jamás pensé tener». Como le confesó una vez a su guitarrista Nacho Béjar, autor de la letra apenas citada, el mundo se le quedaba pequeño.
Otras veces, sin embargo, era el sentimiento de la propia pequeñez ante el mundo lo que predominaba en él. En su camino de búsqueda Antonio libró batallas, y no me refiero a las relacionadas con las drogas, sino a esas batallas internas que todos, especialmente los más sensibles, tenemos. Había dentro de él una lucha –una «lucha de gigantes» (1987)– que a ratos lo asfixiaba, convirtiendo «el aire en gas natural» y despertando pesadillas con monstruos de papel y «fantasmas terribles»; «un duelo salvaje» que le hacía sentir la fragilidad –la propia y la ajena– en este «mundo descomunal», en el que uno no sabe cuál es su sitio ni hacia dónde va, ni si está acompañado o solo («no sé contra quién voy, ¿o es que acaso hay alguien más aquí?»), o si en esta «enormidad» nadie va a oír su voz. Lucha por la vida y por el sentido de la vida que, como en la canción, solo se resuelve en forma de petición: «deja que pasemos sin miedo», canta el solo-loco de Antonio; «no tengáis miedo», dijo en varias ocasiones otro solo-loco –el gran loco de la historia–.
Esos gigantes y fantasmas le dejaron pasar sin miedo y Antonio vivió sus días tratando de responder o de dar la vida «por una antigua vocación» –esa vocación creativa que canalizó a través de la música y la poesía–. Amaba la vida y consideraba que cada cual tiene una misión: «no concibo una existencia mediocre, una existencia a medias. Existimos porque tenemos una misión muy clara, que es la de ejercer la vida, la de ser vectores de la vida. No podemos suicidarnos […]. Tu misión es llevar la vida contigo». La herida de la vida –la herida del ser– consistía para Antonio en buscar esa vocación o misión que cada uno tiene y en la que consiste el sentido de la vida. Lo expresa bien en una de las canciones de No me iré mañana (1991), el primer disco que sacó en solitario después de la ruptura de Nacha Pop y de un duro invierno compositivo: «deja desatar el huracán, / deja que tu ser ande y haga por andar y hacer, / y de pronto descubrir una puerta sin abrir / y sentir que al otro lado algo hay que espera por ti. / Síguelo con todas tus ganas, síguelo. / Síguelo con todas tus fuerzas, síguelo» (Síguelo). «Y por esto –canta en Estaciones (2001)– vivo el día, día simple, día claro; vivo al menos sin temores, sin el miedo de gozar. / […] Cada cruce me ha enseñado que con hoy es suficiente y mañana es demasiado».
La del amor. El amor, como parte fundamental de esa vocación o misión vital, aparece aquí y allá en toda la discografía de Antonio, pero sin acaramelamientos ni aromas empalagosos. El amor protagoniza algunas canciones de mocedad como Chica de ayer o Mujer de cristal (1980), canciones de juventud como Lo mejor de nuestra vida (1991), Elixir de juventud (1994) o Como la lluvia al sol (1998), dedicadas a su primera mujer, Teresa, y canciones de madurez como Seda y hierro (2001) o Ángel de orión (2006), dedicadas a su segunda mujer, Marga. A veces describe el amor como un «sueño sin adiós», «mezcla de sol y temporal», «el doble filo de un amor real», o como una estancia caótica que hay que ordenar: «hay algo más, recuérdame que hay que ordenar la habitación» –canta en Desordenada habitación (1987)–. El amor –el tú– parecía de algún modo responder a sus ansias de volar, a sus locuras y temores: «de sol, espiga y deseo son sus manos en mi pelo. / Silencio, brisa y cordura dan aliento a mi locura», canta en El sitio de mi recreo (1992).
Antonio y Teresa bebieron juntos «del elixir de juventud» prometiéndose la vida, pero Teresa puso fin a su relación tras dieciocho años. En 1998 apareció Marga, a la que Antonio llamaba «mujer toda de un gesto tallado en pluma»; «mujer hecha de algodón, de seda, de hierro puro», y a la que dedicó muchos preciosos versos que nunca tomaron forma de canción: «en un tiempo sin fe y carne herida / llenaste mi espera de esperanza / y fue tu caridad certera lanza / transfundiendo mi piel desvanecida. / En la noche doliente de mi huida / acallaste mi mal en tu bonanza / y cierta fue la val de tu templanza / con mi pena cierta y presentida». «Tú delante, yo detrás y, entre los dos, el sentido de nuestras vidas, seguiremos el camino», le decía en la dedicatoria del disco De un lugar perdido (2001).
La de la muerte. Pero Antonio también estuvo herido de muerte. Un deseo de eternidad –de no-muerte– aflora una y otra vez en sus canciones: «yo fui aquel que amó la eternidad», canta en Murmullo de tus manos (1998); «desearía que mis días se abran paso entre la maleza del camino hacia lo eterno», escribió en uno de sus cuadernos. El aguijón de la muerte no le fue nunca ajeno: ya habían fallecido dos hermanos –además de muchos compañeros de camino, de profesión y de adicción– cuando en 2004 una encefalitis bacteriana se llevó a Marga. Antonio atravesó entonces el peor momento de su vida: «me ahogo en la congoja de tu recuerdo ausente, / de mi garganta anudada, mi soledad temprana, / cansado de caminos que no conducen a nada. / ¿Hasta dónde llega la vida? / ¿De dónde viene la muerte?», escribía en su cuaderno componiendo 3000 noches con Marga (2005).
«Todos los días he llorado tu marcha. / Y lo he hecho solo. / Y solo grito tu nombre, / empeñado en pronunciarlo / y hacer del ayer, mañana / y del mañana, presente». En este empeño por hacer «del ayer mañana y del mañana presente», es decir, por hacer que la persona amada no se pierda en el «ayer», antes bien se convierta en esperanza del «mañana» y, más aún, en presencia «presente», pronunciar, gritar y cantar su nombre fue algo casi terapéutico. Con la muerte de Marga, Antonio pasó «de la cima al socavón» y «de las anchas calles al estrecho callejón», pero, adentrándose por ese estrecho callejón y descendiendo a los infiernos de ese socavón, pudo descubrir, a través del proceso creativo y poético –para él algo vocacional–, que «hay caminos infinitos para encontrar otra luz de cruce» y «recuperar cada uno su razón, y mi desordenada habitación» (Caminos infinitos, 2005). La fuerza del deseo, de la vocación y de la búsqueda del sentido se sobrepusieron a la oscuridad de la muerte y a Antonio se le abrió el camino: «hay un pasillo hacia la luz, un túnel por el que correr. / Guie mis pasos hacia ti, que no llegabas y llegaste al fin» (Cada sombra en la pared, 2005).
Los últimos versos del disco son toda una profesión de fe en la no-muerte: «te espero porque volverás; tal vez me dé la vuelta un día y estés tú detrás», canta a Marga. Y concluye dando razón de su esperanza: «te espero porque se quedó en el tintero la promesa de un mundo mejor» (Te espero, 2005). Como Pavese, Antonio esperaba sin que nadie le hubiera prometido nada (la promesa se había quedado en el tintero). Antonio fue incluso un paso más allá: esperaba no a pesar de que nadie le hubiese prometido nada, sino porque nadie le había prometido nada; «porque […] la promesa de un mundo mejor» se había quedado «en el tintero», y por eso, por una promesa no formulada o escrita –por una promesa «escrita» en todo caso «en su corazón»–, por eso esperaba Antonio. Esperaba lo que nadie le había prometido. Esperaba lo que su corazón le había prometido. Esperaba lo que otro había (pro)metido en su corazón.
Antonio, un solo loco, «aquel que amó la eternidad», que trató de abrirse «paso entre la maleza del camino hacia lo eterno» y que pasó la vida buscando «la respuesta a un porqué; […] el camino infinito que va desde el nueve al diez», no se encontró nunca con aquel otro gran solo loco de la historia, «aquel que amó a la humanidad», que se abrió paso entre la maleza del camino hacia lo humano y que dijo ser el camino –«el camino hacia lo eterno» y «que va desde el nueve al diez»–, la verdad –«la respuesta a un porqué»– y la vida –«el sentido de la vida»–. Pero buscó lo que ese otro gran solo loco trajo. En la última canción que terminó, estrenada en directo poco antes de morir, habla precisamente de su vida como un camino sin tregua persiguiendo una estrella: «lejos, donde no llega la voz, / […] el eco de una imagen muda / […] me atrapa y lanza a un viaje veloz / acercándome al calor de la estrella que persigo. […] Hasta aquí he llegado, / desde aquí he partido. / Un camino sin descanso que buscó dónde nacer / antes de haber nacido» (Antes de haber nacido, 2009).
Posiblemente sea la autenticidad de su búsqueda y la sensibilidad poética de sus canciones lo que ha hecho que tantos de los que nos hemos encontrado con Antonio hayamos quedado de algún modo unidos a él. Nunca lo conocí en vida. Llegué a él y a su música hace poco más de ocho años. Ocho años y pico. Tres mil noches. 3000 noches con Antonio.
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