Se cumplen cien años de la muerte de Franz Kafka. Un impulso incansable hacia el misterio entre destellos de esperanza de un hombre que tuvo el coraje de no conformarse
En 1909 el joven Franz Kafka pasó unas vacaciones en Italia. Viajó a Brescia con dos amigos para asistir a la semana de la aviación. El escritor se entusiasmó mirando al cielo. Precisamente él, el melancólico, el oscuro y desesperado Kafka buscaba impaciente el centelleo de los aeroplanos, siguiendo con los ojos un aparato que «vuela sobre la llanura, en dirección a los bosques lejanos». Sus páginas desprenden la alegría de un joven que ve algo nuevo. ¿Qué hay del escritor oscuro y melancólico? También está: «Nosotros, en cambio, estamos abajo, apretujados e insustanciales, y miramos hacia aquel hombre». Kafka no puede dividirse en secciones o parcelas, en él convive el ímpetu hacia lo desconocido y el repliegue hacia sus propios escondrijos, la ironía y la tristeza, la «inquietud del corazón» y «escribir como una forma de oración» (Fragmentos, años 20).
Nacido en Praga, en una familia de comerciantes judíos, Franz Kafka (1883-1924) maduró en una época de profundos cambios, cuando la capital checa era fermento de vanguardias artísticas y culturales. En su obra se refleja tanto la vitalidad de aquel ambiente intelectual como el sufrimiento en relación a su familia, sobre todo con su padre. En 1912 Kafka anota que «casi siempre la personalidad del escritor» consiste «en ocultar su lado malo». Aunque él nunca cae en esa tentación. De hecho, en todos sus textos se pone al desnudo sin concesiones, sin tregua. «Cada día se ha de dirigir a mí al menos una línea, como ahora se dirige el telescopio hacia el cometa» (Diarios, 1910).
Me cuesta escribir sobre él porque Kafka siempre me pilla desprevenido. ¿Por dónde empezar? ¿Por sus novelas, como El proceso o El castillo? ¿Por su relato más famoso, La metamorfosis, donde habla de un hombre que se despierta una mañana en el cuerpo de una enorme cucaracha y de su descenso al abismo? ¿O por su terrible Carta al padre, que narra la misma historia pero sin metáforas? He aprovechado unas breves vacaciones para sumergirme en la obra de Kafka de la mañana a la noche. Al final tenía la sensación de haber recorrido un sendero de montaña junto a un gran amigo, observándolo continuamente mientras avanzaba al borde del precipicio. Aterrorizado, me preguntaba: ¿pero qué hace? Luego me daba cuenta de que yo estaba a su lado, caminando sobre los mismos peñascos.
En Kafka aparecen dos dimensiones del ser. Para aclararme yo mismo, las he definido partiendo de los relatos de La madriguera (Der Bau, 1923-24) y La ventana que da a la calle (Das Gassenfenster, 1906-09). El primero habla de un “yo” con una naturaleza animal indefinida que excava una inmensa madriguera laberíntica bajo tierra, con miles de defensas y provisiones de comida. Un día oye un «silbido lejano», una señal «casi imperceptible». El protagonista intenta ignorarlo y busca respuestas que le calmen, pero el miedo enseguida se apodera de él. «Se cumple ahora algo que siempre debí temer, algo contra lo cual siempre debí estar preparado. ¡Se acerca alguien!». Una presencia nueva se insinúa, día tras día, como un reclamo que llega hasta las profundidades de un yo que se atrinchera.
En La ventana que da a la calle (Das Gassenfenster) este proceso se manifiesta con un movimiento contrario, es decir, de dentro afuera. «Quien vive solo, y sin embargo desea de vez en cuando vincularse a algo; quien, considerando los medios del día, del tiempo, del estado de sus negocios y demás, anhela de pronto ver un brazo al cual pudiese aferrarse, no está en condiciones de vivir mucho tiempo sin una ventana a la calle. Y si le place no desear nada, y solo se acerca a la ventana como un hombre cansado cuya mirada oscila entre el público y el cielo, y no quiere mirar hacia afuera, y ha echado la cabeza un poco hacia atrás, sin embargo, a pesar de todo esto, los caballos de abajo terminarán por arrastrarlo en su caravana de coches y su tumulto, conduciéndolo finalmente a la armonía humana».
Este elevar los ojos «entre el público y el cielo» no está privado de significado, como tampoco lo están los «caballos» ni los «coches» que arrastran al «hombre cansado» a un momento de armonía. En su Diario de 1921 encontramos un pensamiento similar. «Es perfectamente imaginable que la magnificencia de la vida esté dispuesta, siempre en toda su plenitud, alrededor de cada uno, pero cubierta de un velo, en las profundidades, invisible, muy lejos. Sin embargo está ahí, no hostil, no a disgusto, no sorda, viene si uno la llama con la palabra correcta, por su nombre correcto. Es la esencia de la magia, que no crea, sino llama».
¿Quién es ese que viene y llama? ¿Un oscuro enemigo o «la magnificencia de la vida»? Kafka se interroga sin descanso, entre momentos de repliegue e impulsos de esperanza. Una buena forma de acercarnos a él es a través de sus diarios, de sus fragmentos y de sus Cuadernos en octavo (así se llamaban los cuadernos donde los alumnos anotaban sus listados de vocabulario). Con un respiro breve y roto, notamos la compañía de Kafka a nuestro lado por el sendero de montaña que nos exhorta sin tregua a no olvidar el abismo que nos acecha.
«Existe una meta, pero no un camino». Esta frase, tomada de sus Cuadernos en octavo, expresa muy bien el enigma de Kafka. Don Giussani, que la citaba a menudo, señala que cualquier forma de «religiosidad natural tiende a reconocer la existencia de un quid último, de una misteriosa realidad última», algo «ignoto» que se oculta «en los márgenes de la realidad que el ojo abarca, que el corazón siente, que la mente imagina». Kafka no deja de indagar la posibilidad de esa apertura, llegando a reconocer la positividad intrínseca por el mero hecho de participar en el mundo, «el mero hecho de vivir constituye una fuente de fe inagotable». El autor checo se sitúa en numerosas ocasiones en la dimensión de la espera y del misterio, lo que sucede también en las Conversaciones con Kafka, donde el escritor y músico Gustav Janouch (1903-1968) transcribe algunos de sus diálogos de 1920, mostrándonos un retrato emblemático, como cuando Kafka declara ser un «aspirante a la gracia» o cuando dice que todo poeta es un «buscador de felicidad».
Un especialista en Kafka como es el crítico Italo Alighiero Chiusano llegó a definirlo como «un espíritu místico», en sentido laico pero partiendo del encuentro entre su legado judío y el cristiano: «lanza continuamente al rostro de Dios (no para negarlo, sino para acercarse lo más posible) la sombra desconcertante de la nada». En sus Cuadernos en octavo, Kafka expresa los extremos de su poesía. «Tanto el hombre en éxtasis como el que se ahoga levantan los brazos. Uno expresa armonía y el otro discrepancia con los elementos». De nuevo esa oscilación entre la oscuridad de la madriguera y la luz de la ventana.
En sus Diarios, las referencias a la actualidad –Primera Guerra Mundial– son descarnadas. La grandeza de Kafka también reside aquí. En sus textos se expresa la condición humana de un modo total. Luego, la historia hasta nuestros días ha confirmado su visión, casi profética, con sus presagios sobre los totalitarismos y la alienación del hombre contemporáneo. A esto se añade la intuición de que ninguna forma de salvación puede prescindir de la «humildad», pues esta otorga a cada uno, «también al solitario desesperado, la relación más fuerte con el prójimo», y puede hacerlo porque «es el verdadero lenguaje de la oración, al mismo tiempo adoración y fuerte vínculo» (Cuadernos en octavo). Haciéndose «infinitamente pequeño», Kafka identifica una posibilidad de redención. En sus Cuadernos evoca un momento en el que «esta vida parece insoportable, cualquier otra, inalcanzable»; entonces «se solicita que nos lleven desde la antigua y odiada celda a una nueva que, a partir de ese momento, aprenderemos a odiar». Y concluye: «Un resto de fe contribuirá a ello. Durante el transporte pasará casualmente el Señor por el corredor, verá al prisionero y dirá: “A este no debéis encerrarle de nuevo, viene conmigo”».
Kafka murió de tuberculosis a los 41 años. En vida publicó muy poco y recomendó a su amigo Max Brod (que ya le acompañó a Brescia en 1909) que lo quemara todo. Brod no obedeció y hoy disponemos de una obra sin igual, difícil de definir. ¿Pero para qué definirla? Basta con abrir los Diarios al azar y entrar en la cotidianidad de un hombre que tuvo el coraje de no conformarse. Son las diez de la mañana del 15 de noviembre de 1910. El autor, a sus 28 años, escribe: «No dejaré que me domine el cansancio. Me lanzaré de un salto a mi relato, aunque me despedace la cara». No es más que una frase entre tantas, pero la recibo como una invitación a quedarme en el mundo de Kafka, en el meollo de sus heridas y de su inquieta e incansable búsqueda.
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