A las puertas de las elecciones europeas, un ensayo póstumo de Fernando García de Cortázar atraviesa los siglos de Occidente como una saeta rasante.
«¿Y si fuera yo el injusto? ¿Y si lo he sido ya?»
Siempre he imaginado una escena terrible. Igual está descrita en el Diario de Ana Frank. Igual la recuerdo de alguna película. Pero seguro que ha sucedido. Una escena en que una madre, para evitar delatar a otros por el llanto de su bebé, escondidos, ante las pesquisas de la policía o unos matones de un estado policial de turno, de una ideología o confesión cualquiera, le tapa boca y nariz, hasta su terrible final. Horrible escena.
Esta escena es la complejidad misma de la vida, y del uso de la libertad del hombre (por los matones). Me trae a la memoria unas palabras que dijeron unos amigos del democristiano Joaquín Ruiz-Giménez Cortés, que presidió Izquierda Demócrata Cristiana a finales de los 60 y comienzos de los 70. En el fondo, como dijeron Eugenio Nasarre –político español recientemente fallecido–, Joaquín Antuña, Carlos Bru y Jaime Cortezo, tenía una preocupación por «la lucha contra la persecución, el acorralamiento, el simple silencio impuesto a un hombre cualquiera» (Izquierda Democrática, Avance-Mañana Editoriales).
Europa es ese preciso intento permanente de evitar que la persecución vuelva a suceder. De situar la dignidad del hombre, convertido ya en persona, en el centro del debate público. Evitar que El Proceso de Kafka se actualice un día tras otro y pase a ser algo cotidiano. Que el control orwelliano sea una realidad, y de ahí un reglamento de Inteligencia Artificial, recientemente acordado por la Unión Europea, que sitúa los controles, prohibiciones, certificaciones, la mesura del riesgo y sobre todo a la persona en el centro. O el propio reglamento de Protección de Datos Personales, que se trata de un derecho fundamental para la libertad, por la que conviene aventurar la vida, que dijo Don Quijote. O el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea, que reconoce el Estado de Derecho.
Un intento débil, pero necesario, porque la persecución, la injuria, el acorralamiento… ha sucedido y sucede, no una, sino cientos de miles de veces a lo largo y ancho de Europa.
Lo ha hecho de manera velada y de manera violenta, de manera directa y también sin que se note. Siempre excluyente. Irlanda del Norte, País Vasco, Cataluña, la Francia de Vichy, la Italia de Mussolini, la Alemania nazi, la Europa del Este comunista, la Yugoslavia en guerra… Otra violencia directa, como la padecida por los mártires cristianos, que describió de manera incomparable el clásico Prudencio, o los más actuales de la guerra civil española; de manera indirecta encontramos también ejemplos, como cuando se deja actuar a la ideología de género que reconfigura identidades y deseos; o cuando las exigencias de un nuevo orden más plutocrático que democrático penetran en nuestras reglas; o en la explotación de trabajadores, inmigrantes y mujeres –tantas veces uno y lo mismo–. Esta violencia se da ahora en Ucrania, y sucede en cualquier lugar donde hay guerra, sangre y terror, como en Palestina e Israel y cuando la ideología, la nación, la raza o la clase o el género suben a los altares, pasan a ser nuestras brújulas estratégicas. Surge siempre donde está el hombre, por supuesto, cuando este se sitúa como intérprete y clave de interpretación suprema de la realidad. Más allá de la ley natural que, lejos de ser un ADN condicionador o unas leyes de la física, es una especie de luz que alumbra la conciencia por la rendija del alma y se adentra en nosotros como el susurro del viento en una mañana fresca en la alta montaña.
Asomarse a un libro como Érase una vez Europa. Senderos de justicia, tolerancia y libertad, de Fernando García de Cortázar (+), es hacerlo a esas preguntas que golpean con fuerza cuando la vida nos golpea y que son otro suave susurro en la noche cálida de nuestro día a día, cuando todo va sobre ruedas. Aquí las preguntas, esas preguntas existenciales y que son de todo el género humano –también de la socialdemocracia existencial que dice un amigo–, van apareciendo para no dejarnos más. Nos llevan capítulo tras capítulo hasta la última pregunta: quién soy yo en la Historia y cómo actúo en ella; bajo qué parámetros de justicia y de qué orden de valores, y por qué razón última –ratio decidendi–.
La lectura del ensayo menciona a Jean Calas, a Dreyffus, a Ana Frank, y yo pienso también en la novela maestra de Miguel Delibes El hereje. La injusticia, la arbitrariedad, la maldad, la intolerancia… son los verdaderos personajes del ensayo y de la novela del vallisoletano universal, y cómo eclipsan a la justicia, la libertad y la virtud.
Si la escena que mencionaba al comienzo es terrible, hay otra, si cabe, aún más terrible. Aquella en que yo mismo sea el perseguidor, el injusto, el intolerante, el explotador… y ese es tal vez el gran aviso a navegantes de este ensayo que atraviesa los siglos de Occidente como una saeta rasante. ¿Y si fuera yo el injusto? ¿Y si lo he sido ya? Lo he sido.
Entonces caigo en la cuenta de que no hace falta ser perseguidor en una guerra, o un torturador, pues puedo caer en la grave injusticia de castigar a mis hijos de manera arbitraria; de no ser justo en una relación con un compañero de trabajo o un amigo o en el AMPA o en otra asociación; regalar una mala palabra y un mal gesto de manera desproporcionada; o no reparar una falta o un comentario desmedido; o callar ante un comentario machista o racista u homófobo; o solamente mirar desde mi propio mundo, desde el prejuicio, como portando gafas virtuales en lugar de lentes de aumento, que cuando se usan hacen la vida vivible, respirable.
En este libro la Historia es un fantasma del pasado, pero de plena vigencia. Me pregunto si «todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia», como decía el monólogo final de Roy Batty en Blade Runner, o si como dice el papa Francisco (Una Encíclica sobre la paz en Ucrania, Espasa, 2023) podré llorar porque «hoy no lloramos bien (…) nos hemos olvidado de llorar». ¿Dónde está mi llanto de vergüenza, no de desahogo? ¿Dónde mi conmoción ante la injusticia? ¿Qué haré yo en esa situación que va a pasar? ¿Qué hice yo para evitarla?
A medida que uno acaba captando el alma del ensayo, y deja de lado el vértigo, el desasosiego, la pena, la tristeza, la incredulidad… surge una petición. De no ser injusto en la historia de los demás, pero sabiéndose uno como aquel publicano en el templo, que no acertaba a levantar la vista al cielo de pura vergüenza.
Tal vez la moraleja sea esta. Tal vez, no siendo injustos en la pequeña historia, logremos no serlo en la gran Historia y como dice el arzobispo de Madrid, toquemos a los demás como Jesús al leproso (Homilía del 10 de febrero de 2024, misa de aniversario del fallecimiento de Luigi Giussani). Y surge adherirse a la petición de Francisco, ese Papa que ha venido a decir lo que es blanco, blanco, y lo que es negro, negro, aunque genere “cisma” o “división”. «Señor, tú que hiciste brotar agua de la roca, haz brotar lágrimas de la roca de mi corazón». Es decir, soy también leproso, tócame.
Con todo, a mí me resulta extraña la ausencia de la Unión Europea en el libro. Como si no contase o fuera cosa distinta a Occidente o Europa. El autor no la menciona. Ni siquiera a sus padres fundadores, la relevancia del beato Schumann. Cierto que no es bueno poner el foco del inicio de Europa en la Declaración de Schumann del 9 de mayo de 1950 porque el origen es muy anterior, como demuestra el libro, pero de ahí a omitirla, hay una diferencia.
La Unión Europea, hoy día, es una magnífica obra colectiva ordenada al bien común de la persona humana. Es la conciencia de que la paz puede a la guerra, y de que la reconciliación y la misericordia pueden regir a los pueblos, y su diplomacia, y las relaciones entre vecinos. Es el proyecto político y la obra humana por excelencia. Esa brizna verde que asoma en el patio gris de cemento, aunque a veces sea una brizna que surja torcida, como cuando el Parlamento Europeo se pronuncia a favor de incluir el aborto como derecho fundamental, si bien queda el paso improbable de que todos los Estados miembros lo aprueben por unanimidad.
Como Tomás Moro, enjuiciado estando de pie, en un punto exacto del Parlamento inglés, como recuerda hoy una placa, la Unión Europea, Europa, será sometida al juicio ético de la Historia en nuestra propia persona. Y yo, y tú, ¿qué harás en esa situación que decidirá el curso de la Justicia en esto del Universo entero? ¿Y si un sí, o un no, supusiera la vida o la muerte? ¿Delatar o morir? Y tú, por mí, ¿qué hiciste en aquel momento?
Volver la mirada a los orígenes de Europa es la respuesta a la pregunta que le hacía a un amigo hace poco. Y nosotros, Manuel, ¿qué podemos hacer con Carlos, Miguel, Walter y Benjamín, que acaban de llegar a España buscando un futuro mejor, y que quieren ir a un retiro espiritual? «Llevarles», me respondió, tranquilo.
En ese impulso, en esa relación, en esa iniciativa, en esa justicia, en esa libertad, en esa relación, cuando venga una noche oscura de las libertades, seremos sostenidos. Mientras tanto, votaremos en las elecciones europeas (del 6 al 9 de junio, dependiendo del país) y mientras unos y otros griten sus propuestas e insultos, nosotros, los cristianos, ojalá tengamos el coraje de susurrar una brizna de aire con el ejemplo imperfecto de nuestras vidas.
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