¿Cómo no reducir la misericordia a un silencioso asentimiento ante la guerra? Esto es lo que ha nacido en algunas personas de Rusia que, con su «resistencia diaria» no evitan los interrogantes de un presente dramático
Hace unos días, unos jóvenes me preguntaban qué diferencia veía yo en la forma en que la gente mira la realidad ahora y cuando llegué a Rusia, después de la caída del comunismo, hace ya treinta años. El bien que más escasea hoy, en comparación con entonces, a pesar de la pobreza y las dificultades que había, es sin duda la esperanza, una mirada positiva al presente y al futuro. Porque de pronto la realidad se ha polarizado, ha empezado a hacer preguntas angustiosas sobre quiénes somos y qué es nuestro país. Muchos que conocíamos se han marchado y otros dudan si quedarse o irse, sin contar a los que, sobre todo en la generación juvenil, se han quedado sin posibilidades para estudiar, viajar o relacionarse.
En este nuevo contexto, es evidente que la esperanza no puede coincidir con tu proyecto ni mucho menos posponerse a un futuro cuya perspectiva ha desaparecido. Pero dentro del drama que se reinicia cada día, la esperanza es como la chispa de humanidad que hay en ti y a tu alrededor cada vez que miras al otro como un misterio que rompe todos los esquemas. Como dice mi amiga Dariya, que canta en el coro de una parroquia ortodoxa de su ciudad. Allí la iglesia se erige en las inmediaciones del distrito militar, donde llegan continuamente los féretros de soldados rusos caídos por la patria, reabriendo preguntas sobre una guerra injusta que envía a morir a sus jóvenes, convirtiéndoles al mismo tiempo en cómplices de la represión de otro pueblo, y sobre la parte que en medio de todo esto asume la Iglesia ortodoxa.
«Al principio era agotador ver a toda esa gente participando en los funerales, me rebelaba solo al pensar que de algún modo estaba siendo parte de este mecanismo, del que intentaba huir con todas mis fuerzas –confiesa Dariya– pero poco a poco me di cuenta de que estaba reduciendo lo que Cristo me pedía. Él me ha puesto aquí, me ha pedido estar justo en este lugar, al lado de estas personas, y consolar su dolor. Enseguida me di cuenta de que estar delante de un féretro supera todas las diferencias políticas y de concepción del mundo. Ya no te interesa el motivo por el que ese chico que ahora está muerto decidió ir a la guerra ni lo que piensan de lo que está pasando las personas que le lloran. Mi tarea consiste en llevarles un vaso de agua, o una silla, abrir la ventana o sencillamente abrazarlos. No ponerme de un lado o de otro, sino ser como una tirita para sus heridas, ponerme donde más duele». Es una postura que da vértigo, que te pone continuamente delante de mil preguntas. «¿Cómo vivir la verdad en una situación así? ¿Qué significa abrazar al otro cuando tú estás radicalmente en contra de su postura? ¿Cómo no reducir la misericordia a un asentimiento silencioso ante la guerra?». Una postura que te hace implorar la presencia de Cristo, su mirada, para que también la tuya, imitándole, pueda llegar a ser verdaderamente humana.
Estimar, amar la libertad del otro, sin conformarse con salvar su porcentaje de «razón» cerrando los ojos a sus «errores», o bien cortar una relación por posturas irreconciliables. La cosa es aún más dolorosa cuando en la otra «trinchera» ves a alguien de tu Iglesia, pero ni siquiera entonces puedes dar por zanjada la cuestión. Eso le pasó a Sasha, que fue con unos amigos a visitar una parroquia donde les pidieron que contaran su experiencia de fe cristiana. Uno de los sacerdotes de la parroquia hizo ciertas afirmaciones inaceptables sobre la situación política, pero curiosamente se quedó a escuchar a sus invitados. Más aún, les trataba con una cordialidad increíble, llegando a decirles: «Nunca os habría traído, pero ahora veo que sois mis mejores amigos porque tenemos en común a Cristo, que es lo más importante». De un contraste estridente entre hablar de fe y mirar con violencia la realidad, a la apertura de una pregunta que –a pesar del dolor y la fatiga– lo pone todo en cuestión porque «tenemos en común a Cristo, que es lo más importante».
Por el contrario, muchos sostienen que «no hay que hacerse preguntas, no hay que preguntarse por el sentido de lo que está pasando». Es lo que le oí decir hace unos meses a un sacerdote ortodoxo que trabaja –como padre espiritual y como psicólogo– con soldados rusos y sus familias. Describiendo la situación de jóvenes y adultos devastados por el alcoholismo, incapaces de reincorporarse a la vida familiar después de todo el horror que han visto y vivido, cargados con la violencia que les han inculcado («siempre digo a las mujeres de estos soldados que no les traten con ternura, hay que darles caña, pues si no cuando vuelvan al frente los matarán a la primera»), este sacerdote insistía en que hay que acallar las conciencias, evitar que el cauce de la vida rompa los diques de lo que se nos dice desde los medios o desde lo alto.
Pero la vida es testaruda. Hasta un hecho tan dramático y doloroso como la movilización de Rusia en septiembre de 2022, que obligó a huir a muchísimos jóvenes que no querían ir al frente, se convirtió para algunos en oportunidad, como Fedor, acogido en la comunidad de Kazajistán, donde tuvo el encuentro de su vida. O Vova, que en un primer momento firmó su «cartilla» porque no veía ninguna razón para vivir y pensaba que tal vez la guerra le trajera nuevas emociones, algo distinto del vacío que lo consumía. El azar quiso que no le llamaran a filas y unos amigos le propusieron leer algo juntos cada cierto tiempo. Y saltó la chispa. Al cabo de un mes, cuando un amigo le preguntó por su situación, contestó: «Estuve a punto de ir al frente, ya había firmado mi cartilla, pero luego me junté con estos amigos. Ahora sé que mi vida tiene valor». En año nuevo –la misma noche que Jarkov sufría un durísimo ataque– en el momento del brindis de media noche, insistió en alzar su copa: «Doy gracias a la vida por lo que tengo. A veces me cierro y no quiero ver las noticias que solo hablan de guerra. Pero en vosotros veo personas para las que todo lo que está pasando es muy concreto y doloroso, y entonces ya no quiero cerrarme». Un brindis de año nuevo que cargaba conscientemente con el dolor y la tragedia del mundo.
Así es nuestra resistencia diaria. Estas historias (habría muchísimas más) muestran una amistad que educa al corazón para descubrir el valor de la vida humana, de cada vida humana, empezando por la propia. Esto genera hombres de paz, capaces de amar a los demás y a la realidad.
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