Diario de muchos viajes a Ucrania llevando ayuda y favoreciendo encuentros. Porque el fin de la guerra no está en nuestras manos, pero sí podemos buscar la reconciliación
El 12 de marzo de 2022, al terminar mi primer viaje a Ucrania al poco tiempo de empezar la guerra, escribí: «Creo que solo hay que hacer una cosa, abrazar a las víctimas, socorrerlas, ayudarlas, tomarlas de la mano, acogerlas, hablar de ellas. A eso debemos dedicar todas nuestras energías, anhelos y palabras». En poco más de dos años, junto a los amigos del Movimiento europeo de no violencia, una red de asociaciones que pusimos en marcha en abril de 2022, he vuelto a Ucrania seis veces. ¿Por qué vamos una y otra vez? Para seguir contando lo que sucede (hay que ir a verlo) y para estar corporalmente al lado de quien sufre esta guerra y cualquier tipo de violencia en su casa. Y porque, como decía Primo Mazzolari, «si quieres la paz, tienes que preparar la paz», y la paz no es algo que haya que hacer después de la guerra, sino que la partida se juega sobre todo en el durante.
La paz, como hemos visto estos dos años terribles bajo una lluvia diaria de bombas, se prepara durante la guerra con una presencia física, con un abrazo, con ayuda, con la construcción de un refugio para los bombardeos, cuidadosamente decorado y conectado incluso cuando no hay electricidad, encontrándose con las autoridades locales y con representantes de todas las religiones, y promoviendo una acción política para la institución de cuerpos civiles de paz a nivel europeo, en el ámbito de una defensa común también civil, capaz de prevenir conflictos y empeñada en hacer respetar los acuerdos.
Que la guerra acabe es algo que no está en nuestra mano, pero construir la paz sí es algo que podamos hacer. Cada vez veo más claro que las personas, cada una de ellas –Tatiana, Igor, Sergei, Ihor, Xenia, Maryna, Angelo, Marianella…– son las protagonistas de la construcción de una paz posible. La paz no es un eslogan, sino una construcción de cada día, de cada hora. En todas partes, pero evidentemente también allí donde la guerra y la agresión no dan tregua.
Pedir la paz significa hacer nuestras las lágrimas de todos nuestros hermanos y hermanas que sufren y se ven privados de su futuro. Como nos ha enseñado el papa Francisco, ¿quién no recuerda sus lágrimas y sus sollozos el día de la Inmaculada de 2022, en la plaza de España en Roma, cuando invocó a la Virgen por la martirizada Ucrania?
Todos estamos llamados a convertirnos en artesanos de la paz en nuestra vida cotidiana, sembrando nuestro corazón y nuestras palabras, aunque estemos lejos del campo de batalla. El pasado marzo, en Kiev, un sacerdote me decía: «Ante las atrocidades que veo, rezo cada noche a Dios para que el odio no invada todo mi corazón». Cuando el odio y el rencor ocupan todo el espacio de nuestro corazón, eso significa que hemos entregado nuestra vida al mal, a la muerte y a la destrucción.
Yendo a Ucrania he vuelto a aprender que, para que un deseo justo, como el de quitarle terreno al odio durante una guerra para dárselo a la paz, pueda hacerse realidad hay que poner algo de nuestra parte, nuestro coraje, nuestro cuerpo, nuestras energías, nuestra disponibilidad. Cada pequeña empresa necesita un inicio y no hay inicio posible sin que se mueva nuestro yo. Mientras haya personas dispuestas a moverse hacia los que sufren y pasan necesidad, mientras haya gestos de ternura en medio de este océano de dureza también emocional, gente dispuesta a hacer algo hermoso y constructivo, eso «significa que el odio y el rencor no han ocupado todo nuestro espacio existencial», como recordaba el cardenal Pierbattista Pizzaballa.
Partir siempre de cosas hermosas, de gestos constructivos, de la ternura para no sucumbir al odio y al rencor, a eso nos invita el Papa. Lo mismo que nos proponen tantos amigos de Ucrania y Palestina en estos momentos tan complicados. Partir del bien que acontece cada día, de esos pequeños signos de humanidad, que son muchísimos, más aún que las bombas. Ucrania ha sido invadida por Rusia, sí, pero también por una solidaridad infinita. Una cadena de solidaridad y de amistad tan imponente y tan extendida que cientos de libros no bastarían para contarla. En esos miles y miles de acciones pacíficas, no violentas y solidarias está la semilla de una paz posible, ahí está el signo de una esperanza practicable.
El nuncio apostólico, Visvaldas Kubolkas, del que nos hemos hecho amigos, nos decía: «¿Cómo construir la paz? ¿Cómo es posible cuando parece que no sirven para nada ni los intentos de los líderes políticos mundiales, ni la existencia del Consejo de Seguridad de la ONU, ni los llamamientos del Papa, el Consejo de las Iglesias ni las organizaciones religiosas ucranianas y del mundo entero? Hay que decir que, mientras tanto, hacer que crezca una unidad en el pensar y en el sentir de las sociedades civiles ya es un trabajo importante, estar unidos es importante. Tan importante como estar al lado del pueblo y de las víctimas. Debemos recordar siempre una frase que Robert Schumann, entonces ministro francés de Exteriores, dijo el 9 de mayo de 1950 en la Europa de posguerra: «La paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan». Una sugerencia más actual que nunca.
¿Cómo amar a nuestros enemigos? Voy a contar una anécdota. El padre Ihor Boyko, rector del seminario de Leópolis, la mañana del domingo 15 de octubre de 2023 –estábamos con él en misa– comentaba la lectura que proponía la liturgia greco católica, el capítulo 6 del evangelio de Lucas, el de «amad a vuestros enemigos». «Son palabras difíciles para nuestro pueblo hoy, palabras duras», decía el padre Ihor. El texto dice así: «A vosotros los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. (...) Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. (…) Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso».
El padre Ihor, confesando que para él y para todos los sacerdotes ucranianos ese era un pasaje difícil de comentar en medio de una agresión tan brutal, recordó que muchas veces las palabras de Jesús alejaban a la gente al sentirlas tan duras, radicales, incomprensibles, hasta tal punto que un día Jesús preguntó a sus discípulos, a sus amigos: «¿También vosotros queréis iros?». Pedro respondió por todos: «Señor, ¿dónde iremos? Solo tú tienes palabras que dan vida». Es decir, como decía el padre Ihor, que no nos hacen morir, no nos dejan encerrados en el sepulcro del cinismo, el rencor y la rabia. Decía: «Este evangelio tiene palabras duras para mí y para nuestro pueblo, ¿cómo es posible amar a quien nos bombardea, a quien viola a nuestras mujeres, a quien roba nuestras casas y secuestra a nuestros hijos? ¿A los que nos quitan nuestra tierra y matan a nuestros padres y a nuestros jóvenes? ¿Qué podemos hacer nosotros con nuestra debilidad?». Para responder, señaló una imagen de la crucifixión de Jesús pintada en una pared del templo. «Hay que mirar a Jesús en la cruz, que no dijo: “os perdono”, sino que pidió al Padre que perdonara a sus perseguidores y verdugos diciendo aquella frase tan impresionante: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. También nosotros, débiles e incapaces de perdonar, podemos mirar a la cruz y decir las palabras que él dijo, podemos unir nuestra voz a la suya: Padre, perdónalos tú porque no saben lo que hacen». Así pues, la paz también comienza fijando la mirada en Jesús.
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