Ninguna guerra vale las lágrimas de una madre que ha visto a su hijo mutilado o muerto; ninguna guerra vale la pérdida de la vida, aunque sea de una sola persona». Hay palabras que resuenan con más fuerza que el estrépito de los misiles porque dicen sencillamente la verdad, como estas que el Papa no se cansa de repetir, y que fundamentan cualquier intento de afrontar conflictos en los que no se ve vía de salida, donde la amenaza es continua y las heridas, insondables. Ante la escalada de violencia en Oriente Medio y el martirio de Ucrania, Francisco ha vuelto a pedir que prevalezca «la vía del diálogo», la negociación y la diplomacia, «que tanto puede hacer».
En vísperas de las elecciones europeas, nuestro continente, con su vocación de ser un espacio de libertad y de paz, está llamado a redescubrir algo que pueda reavivar hoy ese rasgo distintivo que lo vuelva a convertir en «un interlocutor creíble para promover lugares de diálogo que pongan en el centro la persona y la vida», como recordaba recientemente el secretario general de la Conferencia Episcopal Italiana, Giuseppe Baturi, hablando de los dos escenarios de guerra que tenemos a nuestras puertas. Pero es fácil que con el paso del tiempo todo se diluya y dejemos de percibir desde aquí todo el sufrimiento, el hambre y el miedo de los que viven y mueren allí. Por eso hemos querido escuchar a los que sufren esas heridas en primera persona, como dos padres, uno israelí y otro palestino, que protagonizan el libro de Colum McCann titulado Apeirógono, que estarán este verano en el Meeting de Rímini.
Este número habla de personas que han decidido mirar la realidad, conocer lo que sucede y hacerse preguntas, por ejemplo yendo hasta Ucrania para acercarse a los que lo han perdido todo y necesitan una esperanza. Gente que testimonia la semilla del perdón con toda su potencia, porque no se trata de olvidar, sino de hacer las cuentas con lo que ha pasado, como vemos en esta revista cuya portada está dedicada a la “Virgen que derriba muros” en Belén. Se trata de un icono pintado en el muro de separación entre Israel y los territorios palestinos. La gente la llama “Nuestra Señora del muro” o “Nuestra Señora de la paz”. Porque con su propia vida lleva al mundo la única Presencia capaz de responder a todo el drama de la existencia.
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