«La enfermedad que más afecta al hombre de hoy está en los ojos». Por la incapacidad para ver el “estallido” del hombre nuevo. Fragmentos de la lección de Paolo Prosperi en la convivencia de jóvenes de CL en Asís (23-26 de noviembre de 2023)
El objetivo de la lección de esta tarde, lo digo desde el principio para evitar equívocos, no es el lanzamiento de un tema nuevo. Nuestro objetivo es sobre todo intentar dar algún paso más en el camino de reflexión que comenzamos aquí en marzo, e intentar hacerlo a la luz del paso que el movimiento nos está proponiendo a todos (pensando sobre todo en la Jornada de apertura de curso). De hecho, estoy convencido de que entre el tema que vamos a abordar ahora y el de la experiencia cristiana, o si se quiere el de los ojos nuevos que concede la fe (tema central de la Jornada de apertura de curso), existe un nexo más estrecho de lo que podría parecer. Así que comencemos.
«¿También nosotros estamos ciegos?» (Jn 9,40): una enfermedad de la vista
Empiezo con una consideración que he oído mucho a lo largo de las numerosas conversaciones que he tenido sobre el contenido del encuentro de Asís a lo largo de este verano en las vacaciones de varias comunidades de CL.
La consideración es esta: la mentalidad del hombre hecho a sí mismo, es decir, esa disposición interna a que mi propio valor consista en mi capacidad de actuación no solo tiene que ver con el ámbito del trabajo. Se trata en cambio de una mentalidad que tiende a insinuarse en la relación que tenemos con todo: mujer, marido, hijos, amigos, vida moral y todo lo que queráis añadir.
Ahora bien, si eso es verdad, se hace aún más urgente la pregunta que más he oído durante las vacaciones de verano: ¿cómo se sale de la rueda del hámster? ¿Cómo se sale de la jaula del ego que tiene que dar la talla para entrar en el punto de vista de Cristo? (…) Justo aquí es donde me parece que la Jornada de apertura de curso viene en nuestra ayuda. Leemos en el n. 18 de Lumen Fidei, la encíclica del papa Francisco sobre la fe:
La fe no solo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver. […] La vida de Cristo –su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él– abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos entrar. […] La fe en el Hijo de Dios hecho hombre […] no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo […], se adquiere una nueva forma de ver.
La fe, nos dice el Papa, no es solo una forma de contacto con Jesús. La fe nos introduce en una forma nueva de ver la realidad entera. A mí me gusta decirlo así: comprendida en todo su potencial, la fe es en parte como esas gafas que te dan en el cine cuando vas a ver una película en 3D. Sin esas gafas lo ves todo plano y desenfocado. Cuando te pones las gafas, de golpe todo aparece nítido y tridimensional, hasta tal punto que hay momentos en que da la sensación de que los objetos salen de la pantalla y se te van a caer encima. La fe es algo parecido: no cambia la superficie de lo que veo –ya sea una cara, una circunstancia, una tarea– pero me lo hace ver desde un punto de vista nuevo, un punto de vista desde el que es como si pudiera percibir mejor su “espesor”, su pondus. Si os acordáis, en marzo decíamos que en hebreo la palabra kabod (pondus, peso) también significa gloria, es decir, algo grande, importante, cargado de significado. Eso quiere decir que nos permite llegar a ver una profundidad de significado que de otra manera sería imperceptible. (…) La fe es lo que nos permite entrar en el punto de vista de Cristo, que es el punto de vista más verdadero.
Esto supone (es la otra cara de la moneda) que el punto de vista desde el que se suele mirar la realidad es parcial, no necesariamente equivocado pero sí menos penetrante. De hecho, ¿acaso no se debe a ese déficit en nuestra facultad de visión la alienación de la que hablábamos en marzo? Como solía decir Benedicto XVI, la enfermedad que más afecta al hombre de hoy (¡y por tanto también a nosotros!) no es una enfermedad de la voluntad, sino de los ojos:
El hombre contemporáneo está sujeto al positivismo. […] Parece incapaz de percibir la profundidad de la realidad que nuestros ojos ven y tocan, ya sea una flor o un rostro humano.
En este sentido resulta esclarecedora la famosa descripción de la mirada positivista que hace Giussani en El sentido religioso:
La postura positivista es semejante a la de alguien que, igual que los miopes, acercase sus ojos a un centímetro de un cuadro y, fijándose en un punto de color, dijera «¡Qué mancha!», y, al ser el cuadro grande, pudiera recorrerlo todo, centímetro a centímetro, exclamando a cada paso: «¡Qué mancha!». El cuadro le parecería un conjunto de manchas diversas sin sentido. Pero, si se colocara a una distancia de tres metros, vería la pintura en toda su unidad, con la perspectiva apropiada (El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2023, p. 201).
(…)
Y se echó al mar: el “estallido” del hombre nuevo
El primer punto en el que me quiero detener es el cambio de la mirada a uno mismo que concede la fe.
Volvamos a partir del hombre hecho a sí mismo. Uno de los rasgos del “sujeto de rendimiento”, como decíamos en marzo, es el miedo a fracasar. En efecto, si mi consistencia reside en lo que soy capaz de hacer, es normal que viva en un estado de ansiedad permanente, lo que dicho en negativo sería: miedo a no ser capaz. De ahí la paradoja del «espíritu de esclavos» del que hablábamos, puesto que el esclavo es por definición alguien que vive y actúa en un régimen dictado por el miedo.
Ahora bien, ¿en qué sentido la fe rompe las cadenas de esa prisión de ansiedad y miedo? Lo dice san Pablo:
Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud [los que habéis sido bautizados en Cristo] para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abba, Padre!» (cf. Rom 8,15).
(…) La fe me libera del miedo sobre todo porque me da un «espíritu de hijo», es decir, cambia el contenido de lo que veo cuando me miro al espejo: ya no es un yo que tiene que conquistar un nombre (es decir, una consistencia, una existencia real) con su rendimiento, sino un yo que se sabe hijo, es decir, amado “gratis”, antes y al margen del resultado de sus intentos, y por eso está capacitado para entregarse a su vez con gratuidad, con corazón alegre, como reflejando el amor gratuito del que reconoce ser objeto.
Pues bien, precisamente en Jn 21 hay una escena que me parece el mejor botón de muestra para este cambio de perspectiva, una escena que es como la anticipación dramática del diálogo entre Jesús y Pedro que don Giussani nos enseñó a amar. Es la escena donde Simón, al saber que el hombre que estaba en la orilla era el Señor, se lanza al agua hacia él, dejando barca, redes y todo lo demás.
Recuerdo brevemente los antecedentes. El Señor Jesús ya ha resucitado. Ya se ha aparecido dos veces a los doce reunidos en el cenáculo (cf. Jn 20,19 ss.). En Jn 21, se aparece a los suyos por tercera y última vez, y lo hace con las primeras luces del alba, a la orilla del lago de Tiberíades, al término de una noche que Pedro y otros seis discípulos han pasado en la barca pescando. En un momento dado, el discípulo amado, más agudo y despierto que los demás, reconoce al Señor y se lo dice a Simón Pedro. ¿Y qué hace Pedro?
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo [en griego dice gymnos, que significa “desnudo”: ¡¡estaba desnudo!!], se ató la túnica y se echó al agua (Jn 21,7).
Prestemos atención a los detalles porque en los detalles materiales es donde Juan oculta los matices de significado más profundos. Como pasa aquí. ¿Por qué Juan se para a decirnos que Pedro se ató la túnica antes de zambullirse?
Sobre todo para señalarnos la extrañeza del hecho. Lo normal cuando uno se tira al agua es desnudarse, ¡uno no se viste! Pero aquí Pedro hace lo contrario. ¿Por qué? Juan no lo dice, nos invita a adivinarlo. Pues bien, la primera respuesta es bastante obvia. Nuestro Simón no quiere presentarse desnudo ante Jesús. ¿Pero eso es todo? No, eso no es todo. En la Biblia hay otro personaje que mucho antes que Simón se cubrió para tapar su desnudez: Adán, que después de cometer el primer pecado de la historia de la humanidad se cubrió con ramas para ocultar la suciedad que el pecado había dejado en él y así no sentir vergüenza.
De este modo se comprende el sentido profundo, podríamos decir “subliminal”, del gesto de Simón. Igual que Adán, Simón también estaba totalmente avergonzado por lo que había hecho: cuánto le escuece aún el recuerdo de su triple negación…
Pero aquí viene lo bueno. Cuando el Señor apareció en el jardín a la hora de la brisa, Adán, movido por el miedo, se escondió entre los árboles:
Cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, Adán y su mujer se escondieron de la vista del Señor Dios entre los árboles del jardín. El Señor Dios llamó a Adán y le dijo: «¿Dónde estás?». Él contestó: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí» (Gén 3,7).
Cuando el Resucitado apareció al amanecer a la orilla del lago de Tiberíades, Pedro hace justo lo contrario: se lanza de golpe hacia el Señor, como incapaz de contener su afecto:
Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces (Jn 21,8).
¡Qué preciosidad este otro detalle! ¿Por qué Juan quiere señalarnos que «no distaban de tierra más que unos doscientos codos»? Para que nos demos cuenta de la prisa, del deseo incontenible de Simón por llegar hasta Jesús, por poder volver a ser traspasado por su mirada. ¿Acaso no podía esperar un minuto, ya que estaban a pocos metros de la orilla? No, no podía esperar, por esa impaciencia que es el signo distintivo del amor cuando es intenso y al mismo tiempo carece de toda inhibición, como es el amor de los niños. Los niños hacen eso cuando de pronto aparece alguien a quien quieren: corren a su encuentro con alegría, sin vergüenza.
¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que Pedro reaccione de esa manera justo ahora, cuando tendría todos los motivos para sentirse más “equivocado” que nunca?
Aquí es crucial señalar otra nota de contraste. A decir verdad, esta no es la primera pesca milagrosa obrada por Jesús en presencia de Pedro. Si pasamos del evangelio de Juan al de Lucas, veremos que Jesús ya había realizado un signo casi idéntico justo al principio, antes de que Simón lo dejara todo para seguir a Jesús. Pero la reacción de Pedro entonces fue diferente. De hecho, fue igual que la de Adán cuando el Señor apareció en el jardín:
Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5,11).
Ante la manifestación del poder del Señor, precisamente en el ámbito en el que él se sentía más competente (la pesca era lo “suyo”, cuántas veces nos pasa también a nosotros cuando nos prestan ayuda y casi nos molesta no poder hacerlo solos), la reacción de Simón fue un sentimiento de desproporción, de inadecuación. Casi como si el hecho de que se revelara la grandeza de Jesús dejara al descubierto su poquedad. Por eso sintió el impulso de retirarse.
Pues bien, ¿por qué Simón, justo ahora que tenía todas las razones para sentirse aún más indigno y agacharse al fondo de la barca detrás del resto, en cambio se lanza hacia él sin miedo? Porque Pedro ya no es el mismo, ha cambiado. Y no en el sentido de que la vergüenza por su miseria haya desaparecido por arte de magia. Muchas veces nos imaginamos la misericordia como una especie de borrador que resetea nuestra memoria. Pero la misericordia es algo mucho más grande y maravilloso que eso. Como hemos visto, la vergüenza de Pedro por lo que ha hecho no se le ha quitado. Pero es como si ya no le venciera. ¿Y por qué ya no le vence? Porque Pedro ya no está centrado en sí mismo ni en sus méritos, sino en la certeza de un amor que nos precede y que excede cualquier mérito. (…)
Esta es la libertad nueva que nace de la fe. Una libertad que no es laxitud ni falta de compromiso sino al contrario, un compromiso que tiene un “motor” nuevo: ya no el ansia por lograr quién sabe qué “resultado”, sino el deseo de responder con todo tu ser al Amor desmedido que desprende esa cara, esa cara que solo te pregunta una cosa: «¿Tú me amas?».
«El acontecimiento es el método con el que el yo se reconoce»
La persona empieza a comprenderse a sí misma, a comprender cuál es su destino, a comprender cómo dirigirse hacia él y con qué energía caminar, cuando se encuentra con una determinada presencia. El encuentro con esta presencia no constituye ontológicamente la subjetividad de la persona: el encuentro despierta algo que estaba oscuro, algo que existencialmente no se pensaba porque era impensable. El acontecimiento es, por consiguiente, el método con el que el yo se reconoce. El yo que se ha reconocido es el yo constituido. Puesto que el acontecimiento es un método, un camino, se trata de una experiencia que hay que vivir. El gran biblista Ignace de la Potterie decía que «la fe cristiana es un camino de la mirada». No es una frase poética o abstracta: es la descripción exacta, fáctica, de un método. Primero la mirada entrevé, luego empieza a tener la percepción de factores que distingue mejor, y solo posteriormente comienza a identificar un posible significado. Cuando aumenta la atención a este significado, comprende que es verdadero.
(L. Giussani, L’avvenimento cristiano, Bur, Milán 2003, p. 59).
Cien veces más
Toda la gente que estos años me ha preguntado: «¿Qué significa el ciento por uno aquí abajo?» no ha entendido que lo eterno es el cumplimiento de un sentimiento de aquí abajo (…). ¿Dónde se puede experimentar lo eterno aquí? En cómo te hace ver tu padre, cómo te hace ver tu madre, ¡cómo te hace ver la mujer a la que amas, cómo te hace ver el hombre que amas! Hay un precio: un sacrificio dentro, un abandono dentro; parece un abandono, cuando es un abrazo más profundo que da un resultado más imponente. […] «Cien veces más» significa una experiencia más intensa. Mirar un objeto con respeto –con el respeto que supone tener en el rabillo del ojo la presencia de Cristo– te hace mirar, amar ese objeto, «lanzarte» hacia él manteniendo una distancia adecuada y usar ese objeto cien veces mejor. ¡Quien no vive esta experiencia no ha entendido lo que es el cristianismo! Porque el cristianismo, decía san Pablo [Gál 2,20], es que «mi vida de ahora en la carne [mi vida en la carne quiere decir padre, madre, hombre, mujer, hijo, amigos…] la vivo en la fe del Hijo de Dios [miro, siento, uso las cosas como las miraba, las sentía y las usaba Cristo]». Esto conlleva un uso del objeto, un enriquecimiento del objeto, una luz sobre ese objeto, un calor en ese objeto, una calma ante ese objeto, una paz en ese objeto que es cien veces más que el que tienen los demás, y que yo mismo habría tenido.
(L. Giussani, Vivendo nella carne, Bur, Milán 1998, pp. 187-188)
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