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Huellas N.11, Diciembre 2023

RUTAS

Un lugar para todos

Andrea Tornielli*

¿Cómo vivir la comunión a todos los niveles en la Iglesia? Un mes de trabajo sobre el papel de los laicos y las mujeres. Así ha sido la primera etapa del Sínodo de la sinodalidad convocado por el papa Francisco

Acompañado por las ironías de algunos sobre su escasa utilidad, las advertencias y miedos previos que circulaban por internet, el escepticismo de los que siempre han visto los organismos participativos de la Iglesia acechados por pesados lastres burocráticos, pero también y sobre todo acompañado por la oración de muchas personas en todo el mundo, ese pueblo de Dios que publica poco en redes sociales y que si va a publicar reza antes el rosario, en el mes de octubre se celebró la primera fase del Sínodo de la sinodalidad, convocado por el papa Francisco. Durante cuatro semanas 464 personas (365 con derecho a voto) han rezado juntas, han escuchado meditaciones, han conversado invocando al Espíritu, se han escuchado mutuamente poniendo sobre la mesa el redescubrimiento y la aplicación de una forma de vivir la comunión a todos los niveles dentro de la Iglesia. Porque en eso consiste sustancialmente la sinodalidad, en caminar juntos y en preguntarse cómo anunciar el evangelio a los hombres y mujeres de hoy. «La sinodalidad es el modus operandi de la comunión eclesial, también la participación en cuestiones y decisiones de gobierno, y en aspectos de la vida de la Iglesia. El Sínodo de la sinodalidad es un sínodo sobre cómo vivir de modo evangélico la comunión eclesial, el caminar juntos de todos los miembros del pueblo de Dios». Con estas palabras, en una entrevista con los medios vaticanos, el cardenal Christoph Schönborn centró los trabajos sinodales dos semanas antes de que diera comienzo.
Las novedades más relevantes de esta asamblea han sido tres. La primera es la inclusión de un número significativo de miembros votantes no obispos, entre los que había 54 mujeres (religiosas y laicas). Los miembros no obispos fueron elegidos en calidad de testigos y participantes activos en las fases previas al itinerario sinodal, celebradas en cada diócesis, en cada país, en cada continente.
La segunda novedad fue la organización de los trabajos, empezando por la disposición del aula. En lugar de la clásica aula nueva del Sínodo, con el presidente, el secretario y los ponentes en los escaños más elevados, enfrente de una asamblea dispuesta en círculos concéntricos, empezando por los cardenales y siguiendo con los obispos, dejando en el último puesto a los pocos no obispos, esta vez se ha decidido utilizar la espaciosa aula Pablo VI disponiendo 35 mesas redondas para los miembros y favoreciendo así el intercambio entre ellos sobre los distintos temas previstos en el Instrumentum laboris (documento de trabajo inicial). Al primer vistazo nada más entrar en el aula Pablo VI, parecía un banquete de bodas con mesas de doce personas, donde el cardenal se sentaba junto a la teóloga y el arzobispo al lado del catequista laico.
La tercera novedad fue la explícita petición inicial del Papa a los participantes sobre la necesidad de dar espacio a la escucha mutua en el Sínodo y la confidencialidad sobre el intercambio fraterno, evitando –con entrevistas o declaraciones– dar lugar a un Sínodo paralelo en los medios. Salvo algunas excepciones, por otro lado altamente previsibles, todos tomaron en serio esta petición de Francisco, que además no suponía en ningún caso una especie de apagón informativo, puesto que todos los días se convocaban encuentros en la Sala de prensa vaticana con numerosos miembros del Sínodo procedentes de todos los rincones del mundo que contaban el avance de los trabajos y sobre todo porque había un clima colaborador y fraternal entre todos.

Nada más empezar el Sínodo se desató el drama con el inhumano ataque de Hamás contra civiles israelíes, con una masacre de mujeres y niños y el secuestro de rehenes, a lo que siguió el contraataque del gobierno israelí bombardeando el suelo de Gaza y provocando numerosas víctimas inocentes. Las guerras en el mundo, el odio, la imposibilidad de hablar y la incapacidad para negociar han hecho aún más evidente, por oposición, el pequeño signo que representaba el Sínodo, una semilla de esperanza: todavía es posible dialogar, acogerse mutuamente, dejando a un lado el protagonismo del propio ego para superar las polarizaciones y llegar a un consenso ampliamente compartido.
Eso no significa anular las diferencias. De hecho, en la confrontación también se han puesto de manifiesto posturas muy distintas. Si nos fijamos en el primer documento de síntesis que supondrá la base para continuar con los trabajos de cara al Sínodo en 2024 sobre el mismo tema –un texto votado con un altísimo porcentaje de apoyos– descubrimos elementos interesantes. Ante todo, se ha tomado una mayor conciencia de la necesidad de aplicar las enseñanzas del Concilio Vaticano II, a propósito de la única llamada que nos afecta a todos como bautizados. En todas las páginas del evangelio, Jesús, que se acercaba a todos y hablaba con todos, es hostigado y combatido por las castas. Los clérigos de la época, acostumbrados a cargar grandes pesos sobre las espaldas de los demás, los escribas, los doctores de la ley, los maestros de doctrina. Hay que mirar al Nazareno para recuperar en la Iglesia, a todos los niveles, desde la curia romana hasta la más pequeña de las parroquias, la conciencia de que cualquier ministerio es servicio y no poder, y “sirve” verdaderamente si acerca, une, hace corresponsables, crea fraternidad, testimonia la misericordia de Dios, y no si se aleja, se enroca en sus privilegios, traza líneas divisorias entre los que están ordenados y los que no, considera (tal vez con hechos más que con palabras) al laico como un “bautizado de serie B”. Al mismo tiempo, también hay que evitar por parte de los bautizados no llamados al sacerdocio el riesgo de quererse clericalizar o dejarse clericalizar. El desafío de la sinodalidad como método para vivir la comunión pide abrir puertas, involucrar en la corresponsabilidad, ir más allá de los pequeños grupos de “laicos comprometidos”. Es un método que hay que experimentar con paciencia en todas las expresiones de la vida de las comunidades cristianas, no un protocolo burocrático.
Uno de los puntos destacados, muy presente también en el debate público previo al Sínodo, se refiere a la valoración de las mujeres. Fueron las únicas que permanecieron a los pies de la cruz de Jesús, los primeros testigos de su resurrección (aunque los apóstoles no las creyeron, pensando inicialmente que sus palabras eran “desvaríos”). Fueron las primeras anunciadoras del acontecimiento que estaba destinado a cambiar la historia. Bastaría partir de aquí para tomar conciencia de que hay que valorar a las mujeres mucho más de lo que hoy se hace y en todos los niveles de la Iglesia, venciendo la plaga de clericalismo, una dolencia que por desgracia sigue demasiado arraigada a pesar de ser insistentemente denunciada por el actual sucesor de Pedro. Pero no es necesario que la valoración de la mujer pase por su clericalización.

Uno de los testimonios más impactantes durante los días del Sínodo, repetido también en la Sala de prensa, fue el del laico Luca Casarini, que primero “desobedeció” y ahora está haciendo un camino de fe, dedicándose a rescatar a los migrantes que llegan por mar. Con una sobrecogedora y auténtica sencillez, decía que, para él, salvar a los migrantes que se ahogan o corren el riesgo de ahogarse en el Mediterráneo es como «abrazar a Jesús». Con esto habría bastado para comprender las bondades de decidir abrir la asamblea sinodal a varios laicos, tal vez poco avezados a la hora de manejar los manuales de teología o derecho canónico, pero capaces de una mirada de fe que asombra y consuela. Se ha hablado de acoger a los pobres –la cercanía a ellos y la opción preferencial por ellos es la enseñanza de Jesucristo y de la tradición de los Padres de la Iglesia– y a los migrantes, en los que el cristiano no puede dejar de ver reflejados los rostros de la santa familia de Nazaret huyendo. Pero también de acoger a los que son “irregulares”, a los que están distantes, a los que parecen “impresentables”. El papa Francisco ya se lo había dicho a los jóvenes en la JMJ de Lisboa, repitiendo que en la Iglesia hay sitio verdaderamente para todos, «todos, todos, todos». En cada página evangélica vemos al Nazareno rompiendo tabús y tradiciones consolidadas, socavando el buenismo y la hipocresía para abrazar al pecador, al que está herido, al descartado, al que no está en regla, al corrupto, al que está lejos, al que no es “de los nuestros”. Hace falta una Iglesia que sea capaz de mirar así, con la misma mirada de Jesús, a todos los hombres y mujeres, con sus miserias, con su pecado, para hacerles sentir acogidos y para acompañarlos con paciencia y ternura, confiando en la obra de la gracia y en su acción según los tiempos y formas de Dios en el corazón de cada persona y en cada historia.


*Director editorial del Dicasterio para la comunicación de la Santa Sede

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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