El nuncio Visvaldas Kulbokas y la vida cotidiana en Kiev. «Ni siquiera se puede dormir. La guerra nos obliga a confiar solo en Dios, no habiendo fuerzas humanas capaces de protegernos»
«Es fundamental informar, pero al mismo tiempo traducir en un texto lo que está pasando aquí supone el riesgo de traicionar el esfuerzo de un pueblo que lleva un año intentando resistir». Con estas palabras, monseñor Visvaldas Kulbokas, nuncio apostólico en Kiev, explica por qué no quiere conceder entrevistas. El representante de la Santa Sede en Ucrania se limita a contar algunos episodios de lo que ha visto en su país desde que estalló esta guerra a gran escala. Comparte algunas reflexiones y varias preguntas que le surgen, traza los contornos de una tragedia que no se puede perimetrar. Y de un dolor que solo se puede intuir cuando no se vive en primera persona. «En una circunstancia así, es mejor decir poco antes de parcializar la vida de millones de personas devastadas tras doce meses de guerra».
Kulbokas cita el evangelio de Mateo. «Tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis». En ciudades como Mariúpol, Bakhmut o tantas otras, a los que se han quedado sin alimento no les dan de comer; los que han vivido estos meses aislados en Ucrania y se han visto obligados a beber de los radiadores no podían recibir ayuda; los que han visto cómo destruían sus casas tras la invasión rusa no han podido recibir apoyo. «La enseñanza de Jesús parece imposible de realizarse aquí», continúa Kulbokas. La guerra ha destrozado la vida de la gente en Ucrania. Ni siquiera se puede dormir tranquilo mientras suenan las alarmas aéreas y caen los misiles. Solo la contradicción parece abrirse paso entre las ruinas y los signos de un conflicto devastador: un contraste continuo entre los que intentan sobrevivir y los que intentan eliminar de allí cualquier rastro de esperanza. Una contraposición trágica entre los bombardeos por parte de actores externos y las muchas ayudas procedentes de países cercanos y lejanos.
¿Cómo se cuenta algo que rompe cualquier lógica humana, un juego de suma cero que hace complicado cualquier gesto cotidiano? La muerte y el sufrimiento de los vivos hacen que cualquier análisis sea parcial. Solo el silencio está a la altura de esta tragedia en acto. Kulbokas cuenta que, hace pocas semanas, durante la celebración de la eucaristía, en el momento de la consagración, se oían las explosiones. «Era una gran contradicción entre los que intentan quitar la vida y un Dios que la dona constantemente». En Kiev conviven ahora dos almas: la de una ciudad que sufre a causa de una guerra que parece no querer acabar y la de un lugar donde la gente intenta seguir adelante, como ejemplifica él mismo hablando de una monja que trabaja en la nunciatura y que en cuanto se activan las sirenas se pone los cascos y pasa la aspiradora.
«Que la guerra se combata justo aquí –añade Kulbokas– es paradójicamente una gracia divina que acompaña el inmenso sufrimiento de muchos muertos y vivos. Digo “gracia” porque nos obliga a confiar solo en Dios, no habiendo fuerzas humanas capaces de protegernos». Kiev también es una ciudad que con los siglos ha sido capaz de establecer y consolidar relaciones entre distintos pueblos. La capital de Ucrania siempre ha sido, antes que nada, un importante centro espiritual capaz de reunir no solo a los cristianos de Kiev sino también a los de Moscú y toda Europa oriental: la Virgen de Czestochowa pasó por Ucrania antes de llegar a Polonia. Un hecho que da razón de un vínculo indisoluble entre ambos países. Sin embargo, la Theotokos de Vladimir es el icono más venerado en Rusia. Antes de llegar a Moscú –donde hoy se conserva en la Galería Tretiakov– desde Constantinopla pasó por el monasterio de Mezhyhirya, en los alrededores de Vishgorod, a pocos kilómetros de Kiev. También en Kiev se custodió durante mucho tiempo el cráneo de san Clemente Romano; aquí fueron sepultados, en la antigua iglesia de los Diezmos, santa Olga y Vladimir I de Kiev.
Un legado histórico, por tanto, que todavía hoy une no solo espiritualmente a diversos pueblos, sino que permite a esta ciudad y a sus habitantes «sacar fuerzas para vivir y testimoniar al mundo que Dios ha venido para salvar al hombre y para sostener a los que sufren. A un año de la agresión, esta conciencia, paradójica porque se difunde en un lugar que es atacado a diario, es lo que mejor describe lo que se vive aquí».
Recordando el evangelio de Mateo, ¿qué significa que Dios sigue socorriendo a los que sufren? «El sufrimiento es inmenso», concluye Kulbokas. «Hay niños que no llegan a nacer porque mueren en el seno de sus madres debido a los misiles y los drones que caen directamente en sus habitaciones. Hay miles de prisioneros –no solo militares, también civiles– que sufren durante meses, no solo la prisión sino el frío, el hambre, las enfermedades y la sed (sí, también la sed, pues el agua está racionada). Para mí este inmenso sufrimiento supone la certeza de que estamos en presencia de Dios porque Él está al lado de los que sufren de un modo tan gratuito e inhumano».
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