A cargo de monseñor Carlo Caffarra y del historiador Ernesto Galli della Loggia corrió la presentación en el Auditórium de Milán de la nueva edición del libro de don Giussani En los orígenes de la pretensión cristiana. «El Misterio decidió entrar en la historia del hombre con una historia idéntica a la de cualquier hombre»
«Nos cansamos de repetir o no somos capaces de repetir lo que no comprendemos, pero lo que es verdadero se retoma siempre, se repite (en donde “repetir” viene del latín re-peto, es decir, vuelvo a pedir, pido siempre, continuamente poder comprender)». Así introducía Giancarlo Cesana la presentación en el Auditórium de Milán de la nueva edición revisada del libro de don Giussani En los orígenes de la pretensión cristiana, que organizaron el pasado 4 de diciembre el Centro Cultural de Milán y la editorial Rizzoli. Una ocasión para profundizar en la absoluta originalidad del cristianismo con respecto a las demás religiones, a través de las palabras del arzobispo de Ferrara, Carlo Caffarra, y del historiador Ernesto Galli della Loggia.
«El libro - dijo Caffarra - me ha evocado continuamente una página del evangelio de Lucas: el encuentro de Cristo con los discípulos de Emaús. Aquellos dos hombres sabían lo que Jesús de Nazaret había dicho y hecho, conocían perfectamente su vida, sus obras, sus discursos, incluso les parecía increíble que existiera alguien que no tuviera este conocimiento. Sin embargo, estos hombres - dice el evangelio - tenían el rostro triste y sin esperanza. Existe, por tanto, un conocimiento perfecto de la obra y de la doctrina de Cristo que deja al hombre prisionero de su tristeza y privado de esperanza (...) La peor villanía que se ha cometido contra el hombre de hoy es la de hacerle creer que la doctrina y la moral que Cristo enseñó valen más que su persona, y que al final se puede también prescindir de Él».
Escribe don Giussani: «Es la gran inversión de método que señala el paso del sentido religioso a la fe, la sorpresa ante un hecho sucedido en la historia de los hombres. Esta es la condición - la sorpresa ante un hecho - sin la cual no se puede ni siquiera hablar de Jesucristo». Observa Caffarra: «El hombre no descubre, a consecuencia del encuentro con Cristo, lo que inconscientemente era ya o ya tenía; mediante ese encuentro se topa con una realidad - la sorpresa ante un hecho - que es totalmente donada. Zaqueo podía esperar todo, todo, menos que Cristo le dijese: “Hoy voy a tu casa”».
En el tiempo y en el espacio
También Galli della Loggia, columnista de Il Corriere della Sera y no creyente, destacó el carácter original del acontecimiento cristiano. «Este libro induce a considerar en toda su dimensión la muy peculiar cualidad religiosa del cristianismo, es decir, la peculiaridad específica del cristianismo dentro de la más amplia y general experiencia religiosa: este elemento distintivo fundamental es que el cristianismo se fundamenta en un hecho, en un evento. El cristianismo es memoria y anuncio de un evento específico, de un hombre histórico que en un cierto momento nació en un lugar histórico preciso y que afirmó ser el Hijo de Dios, ser la encarnación de la trascendencia».
«Me impresiona mucho, también por razones profesionales en cuanto historiador - añadió - cuando Giussani anota que el cristianismo es una religión que tiene una implicación fortísima en la dimensión del tiempo y del espacio, en la dimensión de la historia; es la religión en la que la revelación de lo sagrado sucede en la historia, se hace historia, en cierto sentido, en una continuidad de relaciones entre Dios y el hombre a través de la encarnación de Su Hijo (...) Devolver el cristianismo a su naturaleza, la de ser un hecho esencialmente histórico, identificarlo con un evento, con la encarnación del Hijo de Dios y con su pretensión de ser Dios, hace del cristianismo mismo - como escribe Giussani - un hecho histórico, un problema histórico, es decir, un problema que puede ser de algún modo indagado con los instrumentos de la investigación histórica: ¿Quién fue este hombre? ¿Qué dijo? ¿Hubo testigos que dejaron sus memorias (los evangelios)? ¿Hay pruebas de que este hombre dijera la verdad? ¿Cómo reaccionaron los que escuchaban sus palabras? Problemas todos que tienen que ver con los hechos históricos».
En su intervención, Galli della Loggia observó: «Otra cosa sobre la que me parece que Giussani insiste justamente es en la certeza moral, la certeza por intuición de que se debía tratar del Hijo de Dios. Certeza que seguramente sus seguidores tuvieron de forma absoluta y que don Giussani propone de nuevo como una certeza disponible también para nosotros: “Si no puedo creer a este hombre, entonces no puedo creer a nadie”, en resumen, si no me dejo impresionar y conquistar por la fuerza del reclamo y por la prueba que suponen los gestos que este hombre realiza, no puedo verdaderamente dejarme convencer ya por nadie». El estudioso se detiene en este umbral afirmando: «No sé si creo en Dios, quizá no creo, estoy seguro de que no creo, pero si existe una trascendencia, si existe un Dios, es imposible que no sea este Dios. Si existe una revelación, es imposible que no sea esta revelación, es decir, que no sea la del Dios cristiano».
Contra el orgullo
Dando las gracias a los dos invitados del acto, Cesana recordaba, citando a Giussani: «El Misterio eligió entrar en la historia del hombre con una historia idéntica a la de cualquier hombre: entró de forma imperceptible, sin que nadie pudiera observarlo o registrarlo. En un momento determinado se presentó y, para quien se encontró con Él, fue el instante más grande de su vida y de toda la historia». Cesana observó que «la vida cristiana está profundamente entretejida por la palabra sacrificio, porque de otro modo la vida cristiana sería sólo presunción. Porque reconocer algo excepcional conlleva renunciar a sí mismo, a uno mismo como fuente de la verdad, para volver a ganarse a sí mismo encontrando una verdad que no está en uno mismo».
Una apreciación decisiva en este tiempo en el que muchos, también en el ámbito católico, reivindican ideológicamente «orgullo» y «superioridad» de la fe católica y de la civilización occidental con respecto al Islam y a otras religiones, y sueñan improbables «guerras santas» contra los infieles, mirando con suficiencia o con mal disimulado fastidio los llamamientos de Juan Pablo II, que invita a ayunar y a rezar por la paz tendiendo puentes hacia todas las religiones. El orgullo es lo más lejano que existe de la experiencia cristiana. Cualquiera que haya tenido la gracia de encontrarse con Cristo, ha experimentado y experimenta cotidianamente que la fe es un don totalmente gratuito, que no depende de su genialidad. La gratitud por lo que uno ha recibido sin mérito y el deseo de que todos puedan encontrarlo obra de forma que el cristiano, como enseña el Papa con sus gestos y su testimonio indefenso, no levante barricadas, sino que reconozca lo que de bueno y verdadero existe en cualquier otra experiencia religiosa y humana.
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