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Huellas N.11, Diciembre 1998

CANONIZACIÓN

La gloria de la hija del Rey

Paola Bergamini

La historia de la hija pequeña de Luis XV, cuya causa de canonización está en curso.
Una vocación religiosa en la época de las Luces, escándalo en la corte de Versalles.
Un testimonio de fe para la libertad de la Iglesia


Los inmensos espejos con marcos dorados reflejan las mil luces del salón. Las damas lanzan mira­das furtivas a su reflejo; alguna ajusta un mechón des­colocado de su peluca, mien­tras otra alisa un pliegue ima­ginario de su amplia falda, preciosamente bordada. Sobre las paredes, alegres faunos persiguen en los tapices a her­mosas doncellas. Todo es un crujir de miriñaques y de en­cajes, los hombres hacen re­verencias, lanzan miradas, los criados corren de aquí para allá con pesadas bandejas re­pletas de manjares. De re­pente, cesa el murmullo, se hace el silencio y una voz anuncia: «El Rey, Luis XV ». Las puertas se abren, el sobe­rano entra con paso solemne, atraviesa la sala y se acomoda sobre un sillón de terciopelo rojo, después vuelve la mi­rada como buscando algo que parece finalmente encontrar en los ojos azules de una dama que se encuentra a su derecha. Da comienzo el baile. Comienzan las murmu­raciones, las risitas. Una voz susurra: «¿Has visto que mi­rada le ha echado a la Pompa­dour? Dicen que le hace más caso a ella que al primer mi­nistro. ¿ Y la Reina? ¡Nada!». «¿Qué quieres que diga? Ella ha cumplido con su deber, le ha dado diez hijos, entre los que está el príncipe heredero. Ahora lleva una vida reti­rada... ». Los chismes se suce­den. Esta es la vida de corte, también en Versalles. En un ángulo del salón, Luisa, úl­tima hija del rey, observa los rostros de las damas, de los caballeros, de los pajes, de los criados, todos acicalados con sus falsas sonrisas, prepara­dos, si fuese necesario, para dar una puñalada por la es­palda. «Todo esto - piensa - que está a mi alrededor pa­rece invitarme a quedarme en esta tierra aparentemente pla­centera y feliz, y todo lo que hay dentro de mí grita que esta no es más que una tierra de exilio y de paso. Yo no es­toy hecha para esto».

La infancia
Piensa en los años pasa­dos en la abadía de Fontev­rault, a 300 kilómetros de Versalles. Había llegado allí con tres de sus hermanas cuando tenía tan sólo 11 meses y había permanecido en ese lugar hasta los 13 años. Durante todo ese tiempo no había recibido ni una sola visita de sus padres, de sus otras hermanas o de su hermano. Pero nunca le faltó el afecto que necesita un niño de su edad. Sor Francoise Paris de Soulanges había sido como una madre para ella. Las hermanas les habían dado una sana educación cristiana, preparándola para la Comunión y la Confirmación, y las bases de una formación literaria.
Pero sobre todo había comenzado a percibir la belleza de la oración y del silencio. Después la habían llevado a la Corte a conocer a su madre, a sus hermanas, a su hermo y... a su pa­dre, el Re. Luisa siente una punzada en el corazón cuando ve a su padre mien­tras se inclina ante su... amante. Todos los días reza el Rosario por él, para que se convierta, para que se arrepienta de su vida inmo­ral. Los bailes se suceden, Luisa está cansada de escu­char las habladurías, ni si­quiera tiene ganas de hablar de literatura o de música -las malas lenguas de la Corte la acusan que quiere hacerse la intelectual -. En esta feria de la vanidad sola­mente un pensamiento le da paz, una decisión que pa­rece ir en contra de todo y de todos y que ella ha ma­durado en su corazón: se­guir su propia vocación, en­trar en el convento. Al día siguiente habla de esto con su confesor y con el Arzo­bispo de París; ellos podían seguramente obtener el per­miso del rey mejor que ella.

El ingreso en el convento
El 11 de abril de 1770 entra en el convento carmelita de Saint-Denis, uno de los más pobres y de los más severos. Tiene 33 años. Durante veinte años había madurado el deseo de consagrarse al Señor. No había querido que nadie la acompañara. A la priora le pi­dió ser recibida como postu­lante sin ningún privilegio. Se le otorgó el nombre de sor Teresa de san Agustín. Aun­que había tratado de mantener en secreto su decisión, du­rante algunos días no se ha­blaba de otra cosa en París y en la Corte. Las reacciones son contrarias: de sarcasmo por parte de los incrédulos, de alegría y de esperanza dentro la Iglesia. No por casualidad diría el Nuncio en Roma: «Es increíble el sentimiento que sigue produciendo en esta ciudad esta resolución ejem­plar, y no es indiferente el fruto: personas dignas de toda fe me han asegurado que se han producido muchas con­versiones, incluso de perso­nas que desde hacía cuarenta años no se acercaban al sacra­mento de la penitencia». En 1771 hace la profesión y toma el hábito. Las hermanas se dan cuenta muy pronto del temple de Luisa, y la eligen priora por tres veces consecu­tivas (1773, 1776, 1785). Son las mismas monjas que años atrás habían hecho una novena al Corazón Inmaculado de María, pidiendo la entrada de una postulante que evitase la dispersión, de otro modo ine­vitable, de la comunidad, como imponía la legislación de reforma gubernamental de los monasterios. Y el Señor las había escuchado: había en­viado a Luisa.

La conversión del Rey
Los talentos y los dones que el Señor da van a dar su fruto. Esto es lo que hace sor Teresa: pone en práctica todo lo que había aprendido en la Corte. Primero como ecó­noma y después como priora, reorganiza el con­vento, restaura el edificio, construye una nueva capilla, usando la renta que le pasa su padre. Crea una atmósfera de serenidad. Las vocaciones se multiplican; cuando es ne­cesario paga las dotes de las hermanas más pobres. Pero no deja de ser la hija del rey, y muchos se acercan a ella para obtener apoyos y favo­res. Pero ella permanece firme, y rechaza interceder para conseguir favores tem­porales o promociones ecle­siásticas. Ayuda sólo a los necesitados. Y, como hija, sólo tiene un pensamiento: la conversión de su padre, que acude a menudo a visitarla, a veces de incógnito. El Señor escucha su petición: Luis XV muere en 1774 reconci­liado con Dios.
Son años durísimos para la Iglesia en Europa. El janse­nismo gana adeptos, el racio­nalismo se propaga, en las clases dominantes se jactan de ser ateos. Algunos con­ventos son suprimidos; los Jesuitas, que con sus colegios y sus numerosas obras misio­neras ejercían una notable in­fluencia, son expulsados. Comienzan a advertirse los pri­meros síntomas de la Revo­lución Francesa. Sor Teresa, a través del abad Bertin, su­perior del Carmelo, y de al­gunos obispos, está al co­rriente de la situación. Reza y hace rezar a las hermanas. No sólo esto, sino que acoge a las carmelitas expulsadas de los Países Bajos. Muchas ve­ces actúa como portavoz, pri­mero con su padre y después con su sucesor, para ponerles en guardia contra la seculari­zación y para defender a los Jesuitas. Algunos la acusarán por esto de intrigar a favor de la Curia romana. Nada más falso. Su acción no finalizará hasta 1787, en que una enfer­medad fulminante la llevará a la muerte en sólo quince días. Es el 23 de diciembre de 1787.

Después de la Revolución
En 1789 comienza en Francia el proceso revolu­cionario que se extenderá por toda Europa. El monas­terio carmelita, como todos los demás, será suprimido y las religiosas dispersadas. En 1807 podrán de nuevo reagruparse en el monasterio de rue Cassini, en París, para trasladarse en 1847 a Autun. En esta comunidad, que continua el antiguo monaste­rio de Saint-Denis, perma­nece viva la memoria de Luisa, que crecerá posterior­mente gracias al interés de Mme. Jurien de la Graviere y a algunas curaciones ex­traordinarias de carmelitas de Autun y de Chalons-sur­ Saone en 1854. Se introduce en este momento su causa de beatificación. El 19 de ju­nio de 1873 Pío IX la de­clara Venerable.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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