Breve semblanza biográfica
José Martínez Ruiz nació en Monóvar (Alicante) en 1873. La posición desahogada de sus padres - su padre era un hacendado abogado - le permiten estudiar y dedicarse, desde muy joven, a la lectura y a la literatura. Desde los ocho años hasta los dieciséis estudió interno en el Colegio de los Padres Escolapios de Yecla, y sólo volvía a Monóvar - y a la casa de campo en el Collado Salinas - durante las vacaciones.
En 1888 va a Valencia a estudiar Derecho, pero deja la carrera sin terminar. Sin embargo, su estancia en la ciudad tiene una gran importancia en cuanto a sus contactos intelectuales con las últimas corrientes del pensamiento y del arte. Eduardo Soler, destacado krausista, influyó no poco en sus lecturas: Nietzsche, Shopenhauer, Montaigne, Rilke y Leopardi, entre otros. Comienza su dedicación completa a la literatura.
Publica artículos en periódicos y revistas de Yecla, Monóvar y Valencia. Los dos temas predominantes de su producción serán la crítica literaria y la política social. De sus relaciones surgen las ideas anarquistas que arroja con virulencia en sus artículos.
En 1896 llega a Madrid, ciudad que será su lugar de residencia habitual, hasta su muerte (1967). Aquel mismo año llegó Valle-Inclán, y al siguiente lo haría Maeztu. Baroja llevaba ya en Madrid algún tiempo. Por afinidades ideológicas y estéticas, Baroja, Azorín, y Maeztu constituyeron el «Grupo de los Tres», que sería el germen del llamado del «Noventa y Ocho». Fue Azorín, precisamente, quien acuñó tal nombre y Baroja quien lo hubiera cambiado por el de «Novecientos».
En 1903 publica Azorín La Voluntad, novela que junto a otras tres obras deja entrever un conflicto entre su actividad pública de intelectual y su naturaleza contemplativa y solitaria. A partir de 1904 comienza a firmar con el seudónimo de Azorín que no abandonará nunca.
El rasgo más interesante de la personalidad de Azorín es, en mi opinión, el contraste entre la actividad pública y su naturaleza contemplativa, ya que su obra está marcada por un conflicto y una íntima tristeza. Una melancolía que no es tan patética como la de Unamuno ni tan angustiosa como la de Machado, pero que revela un corazón inquieto, nunca conforme. Siempre arrostró las preguntas que le suscitaba la realidad.
Dejemos hablar al propio Azorín. El siguiente texto pertenece a su obra A Voleo y fue escrito en 1941, cuando el autor contaba sesenta y ocho años de edad, en una época mucho más sosegada para él que otras de juventud. El ansia de infinito fue constante en su vida.
«Ocho años de mi infancia los he pasado en un colegio de Escolapios. Los considero como los mejores de mi vida... hay, en quien se ha educado en esos colegios, cierta nota de gravedad, cierta ansia por lo espiritual, cierto anhelo hacia lo infinito, que es indiscutiblemente lo que da valor a la vida y lo que realza al mundo».
Una contradicción viviente
En sus etapas de estudiante y de joven escritor no tuvo la misma serenidad. El texto anterior representa una especie de vuelta al origen, a juzgar por el largo camino que recorrió. La Voluntad (1902) - obra a la que pertenecen la mayoría de los pasajes citados - es una obra apasionante porque presenta a un hombre en plena lucha, a la búsqueda de un sentido para la vida.
El contacto con los intelectuales de su tiempo puso seriamente a prueba sus más profundas convicciones. Después, las nuevas ideas le abrieron expectativas que terminaron en decepciones y mucha incertidumbre. No es raro, por tanto, encontrar en Azorín contradicciones que son, a mi entender, fruto de una insatisfacción permanente con todo.
El interés por lo que lee, su anhelo por conocerlo todo, seguidamente se transforman en decepción por los libros. José Martínez Ruiz, antes de apropiarse del nombre de su personaje, escribe: «Azorín lee en pintoresco revoltijo novelas, sociología, crítica, viajes, historia, teatro, teología, versos. Y esto es doblemente laudable. No tiene criterio fijo: lo ama todo, lo busca todo. Es un espíritu ávido y curioso». Y en la misma obra, casi al final: «Al presente yo no leo ningún libro; es decir, aún me quedan rezagos de la vieja manía y compro alguno (...). Cuando se ha vivido algo, ¿para qué leer? ¿Qué nos pueden enseñar los libros que no esté en la vida?».
De José Martínez a Azorín
En A Oláiz, el escritor se expresa de forma mucho más encendida: «Abracémonos a la Tierra, próvida Tierra; amémosla, gocémosla. Amemos; que nuestro pecho sea atormentado por el deseo y vibre de placer en la posesión ansiada. No más libros; no más hojas impresas, muertas hojas, desoladas hojas. Seamos libres, espontáneos, sinceros. Vivamos».
José Martínez Ruiz, ya había empleado seudónimos con anterioridad a 1904 como Cándido y Ahrimán. Pero es significativo que, tras la publicación de las Confesiones de un pequeño filósofo, Antonio Azorín y La Voluntad, asumiera como propio el nombre de su personaje Azorín, que era, por otra parte, tremendamente autobiográfico. Y es que la publicación de esas obras anuncian a un Azorín que tiene dos decepciones importantes: el fracaso de la participación directa en los asuntos sociales y políticos desde el grupo de «Los Tres», y la insatisfacción que le producen la ideología anarquista y las teorías filosóficas de sus innumerables y desordenadas lecturas.
En La Voluntad, cuyo título está íntimamente relacionado con la teorías de Nietzsche, manifiesta reiteradas veces que las ideas no encajan en su experiencia y, por tanto, le defraudan: «... y el primer deber del hombre, el más imperioso, consistiría en llegar a todos los placeres por todos los medios, es decir, en ser fuerte... Nietzsche cree que, aun sin la conciencia, es esta la necesidad única. Yo también lo siento de este modo; sólo que la energía es algo que no se puede lograr a voluntad, algo que, como la inteligencia, como la belleza, no depende de nosotros el poseerla».
¿Renunciar?
Azorín, parece sucumbir a las ideas y siente la tentación de renunciar a vivir, de abandonar la búsqueda de respuesta a la demanda de infinito, en definitiva, de conformarse con menos y renunciar a la libertad. A veces, parece que la ataraxia pueda servir, al menos, para evitar el dolor. Pero al final su corazón siempre se rebela, como en este pasaje tan lleno de ironía: «Azorín piensa que sería muy feliz casándose con esta muchachita del manto negro. "Sí, muy feliz", piensa; "viviría en una callada vegetabilidad voluptuosa, ( ... ). Llegaría a ser un hombre metódico, que tose con pertinacia, que se levanta temprano, que come a horas fijas, (...) que se queja arrullando como las palomas cuando tiene una neuralgia, que llega a la estación con una hora de anticipo cuando hace un viaje (...). Y yo viviría feliz siendo un hombre metódico y catarroso... con esta niñita apetitosa».
Provocadora belleza
El corazón no le cabe en las ideas. En sus escritos, hay numerosas ocasiones donde su pensamiento y su intuición son reveladores del fondo de su alma. «Yo siento que me falta la Fe; no la tengo tampoco ni en la gloria literaria ni en el Progreso ... que creo dos solemnes estupideces ... ¡El Progreso! ¡Qué nos importan las generaciones futuras! Lo importante es nuestra vida, nuestra sensación momentánea y actual, nuestro yo, que es un relámpago fugaz».
Su interés por las cosas nace por estética, porque su sensibilidad le hace receptor de la belleza que le rodea. Pero no se queda ahí; esa belleza anuncia algo que está más allá: «¡Y yo me creo feliz porque he leído a Renan y he visto los cuadros del Greco y he oído la música de Rossini!... No, no, la tierra no es de nosotros, pobres hombres que sólo tenemos dos ojos, cuando los insectos tienen tantos, desdichados hombres que sólo tenemos cinco sentidos, cuando en la naturaleza hay tantas cosas que ni siquiera sospechamos».
«Algo como la fe de un pueblo ingenuo y fervoroso, se respira en este ámbito pobre, ante este Cristo que reposa sencillamente en tierra, sin luminarias ni flores. Y Azorín ha sentido un momento, emocionado, silencioso, toda la tremenda belleza de esta religión de hombres sencillos y duros».
Vale más andar
Al autor, no le importa reconocer en ocasiones que está desorientado, perdido, desesperado o que no para de cambiar de parecer a cada rato. «Yo soy un rebelde de mí mismo; en mí hay dos hombres. Hay el hombre-voluntad, casi muerto, casi deshecho por una larga educación en un colegio clerical... Hay, aparte de éste, el segundo hombre, el hombre-reflexión, nacido, alentado en copiosas lecturas, en largas soledades. Yo me complazco en observar este dominio del ambiente sobre mí; y así veo que soy místico, anarquista, irónico, dogmático, admirador de Shopenhauer, partidario de Nietzsche... Así, soy sucesivamente un hombre afable, un hombre huraño, un luchador enérgico, un desesperanzado, un creyente, un escéptico... todo en cambios rápidos, en pocas horas».
«Puede ser que el camino que recorre Azorín sea malo; pero al fin y al cabo, es un camino. Y vale más andar, aunque en malos pasos, que estar eternamente fijos, eternamente inconmovibles, eternamente idiotizados... como estos respetables señores que no pudiendo moverse, condenan el movimiento ajeno».
Eco de lo infinito
Es curioso que, a pesar de renegar públicamente de su educación religiosa, quedara en Azorín una huella imborrable, como lo testimonia la presencia del Padre Lasalde, uno de los personajes de La Voluntad. Y también que en algún que otro pasaje, tan distante en el tiempo del que hemos leído al comienzo, reaparezca con tanta nitidez el anhelo original por lo infinito.
Con maestría escribe: «En los días grises, la tierra toma tintes cárdenos, ocres, azulados, rojizos, cenicientos, lívidos; las lomas se ennegrecen, los manchones rojos de las Moratillas emergen como enormes cuajarones de sangre. A ratos, el gemido del viento, el tintinar lejano de una esquila, el silabeo imperceptible de una canción fatigosa, conmueven el espíritu con el ansia perdurable de lo Infinito».
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