La encíclica vista desde EEUU. Actualidad y pertinencia de sus juicios.
y de su propuesta para el hombre contemporáneo.
El acontecer de nuevo del hecho de la Encarnación, mediante el encuentro con una experiencia humana es la única posibilidad para descubrir el auténtico rostro del hombre
El fin de un siglo, por no hablar del fin de un milenio, normalmente se caracteriza por una serie de manifestaciones curiosas en el mundo de la religión: cultos esotéricos, miedos apocalípticos y comportamientos antisociales. Precisamente en este contexto histórico, la Iglesia Católica ha optado por exaltar la dignidad de la razón humana. De hecho, un siglo que empezó con el rechazo de la religión en nombre de la razón - especialmente de la cristiana católica -, acaba ahora con la Iglesia Católica cómo la más tenaz defensora de la razón en contra de las corrientes filosóficas dominantes.
La desconfianza contemporánea en la razón es el motivo fundamental que ha impulsado al Papa a escribir la encíclica Fides et ratio: «En consecuencia, han surgido en el hombre contemporáneo, y no solamente entre algunos filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto a los grandes recursos cognoscitivos del ser humano» (FR 5).
Con su nueva encíclica, Juan Pablo II sigue demostrando que la Iglesia permanece fiel a aquel programa posconciliar dibujado por Pablo VI, el último día del Concilio, cuando definió la «espiritualidad del buen samaritano»: la espiritualidad de la Iglesia, que es el samaritano del mundo de hoy, por la cual a los marginados, a los extranjeros (como repite obstinadamente T. S. Eliot), habrá que cuidarlos también porque son víctimas de la época moderna, están heridos en su humanidad y van en busca de remedios que les curen. En La Fides et ratio, Juan Pablo II profundiza en el verdadero origen de esta herida.
Durante el encuentro de Juan Pablo II con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades, el 30 de mayo, don Giussani identificó su punto de partida con el asombro expresado en el salmo 8: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?». Esta pregunta - la más decisiva de la época moderna -ha sido afrontada también por Karol Wojtyla al responder a las ideologías totalitarias de este siglo que habían reducido a la esclavitud a su Polonia natal.
Giussani buscó la respuesta reflexionando sobre el corazón del hombre como metáfora de la interioridad, donde las raíces del hombre arraigan en el Infinito. Wojtyla se ha concentrado en la conciencia. La Fides et ratio afirma que la «pregunta fundamental» que mueve al hombre en la búsqueda del significado de la vida «deriva del asombro suscitado en él por la contemplación de la creación: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con los cuales comparte el destino. (...) Sin el asombro el hombre caería en la reiteración y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal» (FR 4). Para ambos todo empieza con una pregunta: «La verdad se presenta ante el hombre mediante la pregunta:
¿Tiene sentido la vida? ¿Hacia donde se dirige?» (FR 26).
Si esta pregunta se plantea de una forma adecuada llevará a la razón humana hasta el umbral de la respuesta última. El método de Giussani se basa en el Sentido religioso, una gran parte de la nueva encíclica trata precisamente de los requisitos filosóficos de este método. Para ambos es una cuestión de estar «dentro del horizonte de la autoconciencia personal» (FR 1), de estar abiertos a toda la realidad ( «cuanto más conoce el hombre la realidad y el mundo y más se conoce a sí mismo en su unicidad», escribe el Papa en FRl), siguiendo las exigencias de una metafísica realista. La razón, al final de su búsqueda, no puede penetrar en el Misterio, pero se puede abrir a él en una espera llena de adoración. Juan Pablo II la llama actitud Mariana, philosophari in Maria (FR 108). Esto nos recuerda, sin sombra de duda, la oración de don Giussani al Espíritu Santo: Veni per Mariam. Giussani y el Papa concuerdan también en el juicio sobre cuál es hoy el obstáculo más grande para llegar al misterio de la verdad sobre el hombre; éste obstáculo es la reducción, realizada por la cultura dominante, de la razón a mera capacidad de cálculo, a mera inteligencia o pensamiento matemático, confundiendo así el pensamiento con la realidad. La razón se convierte exclusivamente en «razón instrumental» (FR 47). Esto impide alcanzar una verdad que nos trascienda «y nuestra condición de personas acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser dominado por la técnica» (FR 5).
La nuestra es una cultura de la evasión, insiste Giussani. La misma encíclica lo afirma: «Con falsa modestia se conforman con verdades parciales y provisionales» - lo que Giussani define como "descuido del Yo" - «sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana, personal y social» (FR 5).
Tanto el Papa como don Giussani reconocen como conclusión lógica de esta posición el nihilismo dominante hoy. «El nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo ya que todo es fugaz y provisional» (FR 46). Este nihilismo representa la «negación de la humanidad del hombre y de su misma identidad» (FR 90).
Pero, ¿qué es lo que puede salvar al hombre de la atadura del nihilismo? Sólo un acontecimiento, el acontecimiento de la Encarnación del Misterio en el rostro de un hombre. En Jesucristo el hombre descubre su propia identidad, su propio rostro. Tal vez sea ésta la dimensión de la encíclica que más caracteriza el pensamiento de Juan Pablo II. El acontecimiento de la Encarnación debe ser el verdadero punto de partida para la discusión. «El misterio de la Encarnación será siempre el punto de referencia para comprender el enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo» (FR 80).
La enseñanza conciliar de la Gaudium et Spes es el eje central del pensamiento de Juan Pablo II (cf. FR 12). Sólo mediante el encuentro con Cristo el hombre se salva de su prisión y la razón se libera: «En el origen de nuestro ser como creyentes hay un encuentro, único en su género, en el que se manifiesta un misterio oculto en los siglos, pero ahora revelado» (FR 7). En este encuentro el hombre reconoce a Jesucristo como absolutamente correspondiente a lo que el corazón busca, a las «exigencias y preguntas últimas del corazón», como las llama Giussani. «Lo que la razón humana busca "sin conocerlo" (...), sólo se puede encontrar por medio de Cristo: lo que en Él se revela, en efecto, es la "verdad plena" (...) de todo ser que en Él y por Él ha sido creado y después encuentra en Él su plenitud» (FR 34). Como enseña Giussani, Cristo es reconocido como «todo en todos», como la consistencia de la realidad.
El encuentro con Cristo sucede en la historia mediante experiencias humanas. Esta enseñanza se expresa así en la encíclica: «La Revelación introduce en la historia un punto de referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de su existencia» (FR 14). «La historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos. La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre» (FR 12).
La pregunta planteada es: ¿por qué el hombre es incapaz de encontrar lo que su corazón desea, con su sola razón, es decir sin «la obediencia a la fe»? ¿Por qué crear al hombre con una capacidad como la razón y después «castigarlo» por aceptar sólo aquello que puede verificar por sí mismo? La respuesta a esta pregunta está en el hecho de que el hombre ha sido creado por amor, capaz de vivir una vida de amor absoluto, de vivir la verdadera vida del Dios Uno y Trino. Pero la misericordia no puede ser aceptada por una inteligencia que actúa sola. Sin embargo la razón, como repite Giussani, puede entender toda la racionalidad de la rendición del hombre al amor que se le ofrece como puro don incondicional: la liberación no se conquista mediante la inteligencia, sino a través de la comunión. La encíclica enseña que la Cruz de Cristo, el triunfo del amor sobre los intentos del hombre por alcanzar una total autonomía, representa un escándalo para la razón, decidida a buscar el origen del significado con sus solas fuerzas.
La creación y la tendencia del hombre hacia el amor absoluto permite, por tanto, regular la relación entre fe y razón. «La creencia con frecuencia resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia, porque incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en otras personas, entrando así en una relación más estable e íntima con ellas» (FR 32)
Cuando no se quiere entender, o bien, la fuerza del prejuicio
«Son instrucciones para el uso destinadas a aquellos que estudian para ser sacerdotes en las escuelas destinadas a este fin. Pero no tienen ningún efecto sobre la vida del hombre contemporáneo. Son textos basados en una cultura que ya no existe. (...) Y para la pregunta de porqué vivo, de dónde vengo, adónde voy, qué hay después de la muerte algunos ya tienen respuesta, otros fingen buscarla, pero nadie sabe cómo responder. Si me preguntas: ¿adónde vas? Yo respondo: a donde estaba antes de venir al mundo. ¿Y dónde estabas? En las células de mis antepasados, dices tú. Vas a acabar en aquellas de sus descendientes. Pero el patrimonio genético pasa de un individuo a otro igual que se entra y se sale de un taxi».
(Lucio Colletti, Il Foglio, 16 de octubre de 1998)
«Creo que se puede vivir sin buscar el sentido de la vida. Especialmente hay un aspecto de la encíclica que no acepto: la existencia de ese terreno neutro de la razón que sería común a nosotros laicos y a los creyentes. (...) Se puede ser libre aún sin conocer la verdad». (Cario Augusto Viano, Corriere della sera, 16 de octubre 1998)
«Pero la renuncia a la metafísica no ha sido una derrota. Es una victoria de la razón moderna. (...) La convivencia civil se hizo democrática, precisamente cuando se empezó a pensar que, tampoco en el plano de la vida colectiva, existen verdades últimas indiscutibles, que todo debe ser sometido al examen y al consenso. (...) Es legítimo sospechar que la preocupación por una verdad racional última, en el fondo, exprese una preocupación autoritaria. Los creyentes no tienen necesidad de las verdades racionales últimas para vivir su fe ya que está fundada en la revelación de Jesús».
(Gianni Vattimo, La Stampa, 17 de octubre de 1998)
«Pero el pensamiento del Papa, que recorre todo su documento, es la pérdida de sentido: el hombre moderno ha perdido el sentido de la vida, la vida se ha quedado sin sentido, es decir, se ha convertido en una no-vida, en vez del sentido ha quedado la nada. "Sólo la fe ... ", dice Wojtyla. La fe, sin embargo, es como el valor de don Abbondio (ndt.: un personaje de Los novios de Manzoni): "El valor, quien no lo tiene, no se lo puede dar a sí mismo". Por lo tanto, el problema permanece: ¿se puede vivir una vida carente de sentido?
Nietzche y, antes que él, Leopardi, basaron en la ilusión el sentido de la vida y, por consiguiente, la vida misma. ¿No es una ilusión también la fe? Sin embargo, ayuda vivir; ¡ya lo creo que ayuda! Creyentes y no creyentes, somos todos supervivientes en virtud de la ilusión, aferrados a nuestras representaciones. Nuestra mente las crea como fuegos artificiales que, por artificio, compiten con las estrellas y nos representan una verdad que existe sólo porque nosotros la pensamos».
(Eugenio Scalfari, La Repubblica, 18 de octubre 1998)
«Esta encíclica parece volver al pasado, a un pasado lejano, que creíamos ya, para el interés común, sepultado. (...) ¿Por qué mezclar conceptos diferentes y lejanos? ¿Por qué querer volver a ligar la fe y la razón como en la época lejana de santo Tomás? (...)
Para la religiosidad laica no existe el miedo a infiernos ni a mortales desesperaciones, no tenemos la sensación de que el horizonte se estreche, no se sufre por vergüenza o por constricciones, sino que tenemos plenitud de esperanza y alegría de vivir. Las iglesias ofrecen todavía más porque alargan la vida al más allá, a lo eterno. Pero son caminos diferentes que pueden ser paralelos. Es más fácil para los laicos comprender a los hombres de fe que no al contrario».
(Giancarlo Lunati, La Repubblica, 21 de octubre de 1998)
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