No te fíes de la natural división de la sociedad entre gente de bien y bribones, porque a Dios le interesan unos y otros, y aprovecha la bondad de unos y la maldad de otros para conducirlos al mismo fin
Querido orugario:
Ya que, dentro de no mucho tiempo, tú y los de tu generación heredaréis el Infierno, quiero sugerirte, desde mi viejez, algunas precauciones que sólo la edad puede enseñarte y de cuya importancia no tardarás en darte cuenta. Yo mismo tuve un tío a cuyos consejos debo mi fulgurante carrera. Te confieso que en un principio no tenía ganas de seguirle; después, sin embargo, tuve que darme cuenta, a pesar mío, de una verdad que ahora mismo te cuento. Es verdad que hemos sido nosotros los que enseñamos a los hombres que la ligazón con el pasado es un peso que hay que quitarse de encima; es verdad que les hemos convencido de que olviden, de que vivan al día, según lo que llaman la inspiración del momento, es decir, según la comodidad inmediata; y es verdad que de este modo les hemos hecho más estúpidos, menos conscientes, más vulnerables. Tú, por tu parte, guárdate de hacer lo mismo. Nosotros, si bien enseñamos a olvidar, no olvidamos nunca; es más, debemos mantenernos siempre vigilantes.
Tu generación es despierta, activa, ambiciosa. Pero conviene estar atentos.
Hace falta mucho para ganar completamente un alma y no hay que fiarse de los primeros logros: ¡sería un error fatal! Hasta que no hayamos estrangulado ese tipo de temblor que a veces se da incluso en los corazones más crueles, ese sentimiento de miseria y necesidad del que a veces no carece -créeme- ni un asesino, hasta entonces no podremos decirnos vencedores.
No es fácil entender lo que es un hombre. Tu puedes inducir a un individuo a que mate a una, dos, tres, diez, mil personas y a que lo haga del peor modo posible -como los que matan por el mero gusto de matar. Pues bien, ni siquiera entonces -ni siquiera entonces ¿me entiendes?- la partida está ganada.
Por lo tanto, en lugar de hacer body-building o seguir cursos de marketing y otras teorías en nuestras universidades, es bueno aprender, sin demasiadas teorías, un poco de sana política. Hace falta política para poder entrar en los corazones humanos. Por eso, quiero darte algún consejo, nacido no de la genialidad que hay dentro de mi cabeza sino, más modestamente, de los cabellos blancos que hay sobre ella. Si sigues lo que te digo, estoy convencido de que te será provechoso.
La primera norma política, y quizás la más importante, es ésta: no hay reservas de caza. Los hombres siempre han tenido la costumbre de dividir el mundo en buenos y malos. Ahora bien, que ésta es una opinión propia de simples es bastante evidente.
Pero ¡atención! no está dicho que un simplón deba ir al Infierno. El Paraíso está lleno de simplones que, mientras nos mofábamos de ellos, se nos han escurrido entre los dedos. La división entre buenos y malos no nos favorece, del mismo modo que difícilmente somos favorecidos por la naturaleza humana... Se trata de una división natural y, por lo tanto, debe sospecharse de ella. Graba bien en tu mente que nosotros no tenemos una reserva de caza (los «malos»). Dios también es astuto. Asignándonos los malos, es como si dijese: éstos ya son vuestros. De este modo él puede ocuparse de salvar a los buenos sin que le molestemos; y, aprovechándose de nuestra seguridad, termina por salvar también a los malvados.
No te fíes de la natural división de la sociedad entre gente de bien y bribones, porque a Dios le interesan unos y otros, y aprovecha la bondad de unos y la maldad de otros para conducirlos al mismo fin.
¡He aquí por qué hace falta la política! También nosotros debemos hacer lo mismo: aprovechamos la bondad de los buenos (y la maldad de los malos) para atraparles aquí abajo, sin mucha ceremonia, y concluir la partida cuanto antes (el tiempo, en efecto, trabaja en contra nuestra).
Pero por ahora es suficiente; oigo tocar la campanilla: su Majestad nos convoca a consejo. Mañana retomaremos la lección. Mientras tanto, reflexiona sobre lo que te he escrito y hazme saber qué piensas de ello; me encantará poder aclararte todos los puntos oscuros y eliminar todas las perplejidades. A propósito, quiero revelarte ahora mismo un secreto: Su Majestad espera mucho de ti y tiene en mente confiarte un encargo muy importante. Por eso me ha pedido a mí, tu tío, que te instruya. Y yo no puedo más que sentirme orgullosos de ello. Un abrazo.
Tu queridísimo tío.
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