Llegó a México a los 60 años con la tarea de poner orden en el ejercicio de la justicia. Y lo hizo con espíritu misionero. Fue nombrado obispo. Inventó los pueblos-hospitales
LOS INDIOS lo llamaban «tata» (padre). Era jurista, abogado, primer oidor (juez) de la Audiencia de México, reformador, primer obispo de Michoacán, apóstol de los tarascos y chichimecas, promotor de la justicia y del desarrollo de los pueblos indios. Con toda razón Don Vasco de Quiroga es considerado como uno de los padres-apóstoles fundadores de la Iglesia en México. Los obispos latinoamericanos y Juan Pablo II lo recuerdan siempre en sus discursos. Es considerado una de las mayores figuras misioneras de los tiempos modernos.
Don Vasco de Quiroga había nacido entre 1470 y 1478 en Madrigal de las Altas Torres, la misma villa que había visto nacer a la reina Doña Isabel la Católica. El joven Vasco estudió jurisprudencia en Valladolid. Perteneció al cuerpo de Letrados que reemplazó a la nobleza en la Corte de los Reyes Católicos. Todos en la Cancillería de Valladolid, sede de los altos tribunales de justicia españoles de la época, conocían su integridad y entereza de ánimo. Por ello el obispo de Badajoz, encargado por Carlos V para instituir la Segunda Audiencia de México pensó en el jurista castellano. De México llegaban numerosos informes, sobre todo por parte de su obispo Don Juan de Zumárraga, sobre los desórdenes cometidos por los miembros de la primera Audiencia (Guzmán, Matienzo y Delgadillo) contra indios y españoles (incluso habían desposeído y encarcelado a Hernán Cortés).
El obispo mexicano pedía al emperador nuevos jueces, «una persona -escribía- que fuese amigo de Dios y de toda virtud... y que saque de raíz las cizañas y procure hacer justicia». Fue así como a propuesta del obispo de Badajoz fueron nombrados los nuevos jueces: el gran obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal de Santo Domingo como presidente y los licenciados Vasco de Quiroga, Alonso Maldonado, Francisco Ceynos y Juan Salmerón como oidores. Esta Segunda Audiencia mexicana pasará a la historia por su reforma de la justicia y de la vida ciudadana. Formaban parte de ella dos auténticos santos.
Rumbo a México
Los nuevos jueces zarparon de Sevilla rumbo a México el 16 de septiembre de 1530 y llegaron a la ciudad de México a principios del año siguiente. La emperatriz Isabel, en nombre de su marido, les había dado claras instrucciones: debían informar sobre la tierra mexicana, y sobre las cualidades y méritos de sus moradores, apoyar al obispo Fray Juan de Zumárraga en su oficio de protector de indios, luchar inexorablemente contra la esclavitud de los indios, que ya prohibían la leyes del Reino, impedir el amancebamiento de los españoles, ya fuese con españolas o con indias, y favorecer el poblamiento.
Los nuevos jueces cuya misión era la de administrar la justicia y la de supervisar la gestión y el comportamiento de las autoridades civiles procesaron a sus antecesores. Todos los habitantes podían acudir a su tribunal para quejarse de los agravios recibidos. Cortés fue restituido y los tres jueces tiranos condenados y enviados encadenados a España donde expiarían sus culpas.
Don Vasco de Quiroga contaba ya casi 60 años cuando empezó su trabajo en México. Ya en México, tomó conciencia de las vejaciones que sufrían los indios; y en una carta a Carlos V de agosto de 1531 le expuso con claridad lo que habrían de ser sus famosos pueblos-hospitales. El emperador aprobó su proyecto y el maduro oidor puso manos a la obra fundando el primero, el de Santa Fe, a dos leguas de la ciudad de México en 1531. Cuentan los testigos que desde el primer momento su presencia fue como una «cálida presencia de la humanidad de Jesucristo entre los más desvalidos». El magistrado castellano ponía su mano curativa en las llagas sociales que encontraba y lograba crear alrededor de sí lugares humanos de encuentro no contaminados por la violencia y donde la gente comenzaba a gustar la vida cristiana. Nacieron así las famosas experiencias de los pueblos-hospitales que se encuentran en la base de la evangelización del México centro-septentrional.
En las tierras de Michoacán
En 1533 Don Vasco de Quiroga tuvo que enfrentarse con uno de los mayores desastres creados por la arrogancia de sus antecesores de la primera Audiencia en las tierras de Michoacán, donde el rey de los tarascos había sido condenado a muerte. Sus habitantes se habían dispersado por los montes y rechazaban todo contacto con los recién llegados españoles. El trabajo de los misioneros franciscanos resultaba inútil. El nuevo oidor llegó a la antigua capital tarasca Tzintzuntzan en compañía de un escribano, un alguacil y un intérprete. Recorrió montes y cañadas, visitó poblados y campamentos indígenas. El oidor sin armas ni soldados despedía una atracción irresistible. Invitaba a los indios a reunirse en los pueblos-hospitales que él iba fundando garantizándoles defensa y seguridad. Quería que aquellos pueblos hospitales fueran una visible y atractiva irradiación del Evangelio. «Encarnaban un noble ideal de fraternidad humana y cristiana, un ideal de trabajo en común y reparto equitativo de los bienes, de educación humana y cristiana y de formación de hábitos de economía y trabajo» (Paulina Castañeda). El oidor se había convertido en administrador de la justicia, defensa del indio, promotor de su progreso, fundador de pueblos y sobre todo en apóstol laico. Pertenece a esta época su famosa Información en Derecho (1535) contra la esclavitud y en defensa de los derechos de los indios. Don Vasco nos testimonia cómo los indios sacrificaban a sus prisioneros de guerra, o los vendían como esclavos perpetuos y cómo existía entre ellos una especie de autoventa perpetua desconocida en Europa. Sólo una verdadera experiencia cristiana podía cambiar aquella situación y cambiar también los abusos de algunos conquistadores.
Por ello el obispo de México, Zumárraga, quería crear una nueva gran diócesis que se encargase de la evangelización de aquellas regiones del centro-norte de México (Michoacán). Ésta fue erigida por Paulo III en 1534. Pero no se encontraba un obispo dispuesto a enfrentarse con tan ardua empresa. Los dos primeros elegidos no habían aceptado, ¿quién podía entonces fundarla mejor que aquel reconocido apóstol seglar? Zumárraga lo propuso al Emperador y él lo aceptó. Había sido nombrado en 1536 y será consagrado diácono, sacerdote y obispo en 1538 por el mismo Zumárraga. El laico con corazón de apóstol llegaba a convertirse así en sucesor de los apóstoles. Contaba entre 64 y 67 años.
El «tata-obispo»
Estableció su sede primero en la vieja Tzintzuntzan y más tarde en la encantadora Pátzcuaro. El Señor le concedería todavía 28 años de apostolado fecundo. Aquí fundó un colegio-seminario en 1542 donde convivían españoles e indios que se enseñaban mutuamente la propia cultura y lengua.
La enseñanza era gratuita; la vida comunitaria, los resultados excelentes. Hacia 1576 más de 200 sacerdotes y otros tantos religiosos, ex colegiales de aquel centro, predicaban el Evangelio en las lenguas indígenas. Fundó también el colegio universitario (luego Universidad de San Nicolás de Hidalgo) de Tiripitio, dirigido por uno de los más ilustres profesores de Salamanca, el agustino Alonso de la Vera Cruz, que nos ha legado numerosas obras escritas en México.
El nuevo obispo tenía dos ideas fijas en su cabeza: «crear poblaciones nuevas de indios» como lugares tangibles de una nueva humanidad regenerada por Jesucristo, y «plantar un género de cristianos a las derechas (de pies a cabeza), como primitiva Iglesia», como él escribe.
La fundación de los llamados por él pueblos-hospitales respondía a una necesidad inmediata de aquellas poblaciones. Los indios vivían en dispersión y abandono. Era necesario «reducirlos» y congregarlos en pueblos-comunidades (convocarlos a una comunión fundada en la pertenencia a Cristo y a su Iglesia; de aquí el nombre ya en uso de «reducciones»). Se facilitaría así su educación «en toda buena orden de policía (gobierno de la población) y con santas y buenas y católicas ordenanzas». El obispo-apóstol se proponía así defender su humanidad frecuentemente ultrajada por costumbres ancestrales deprimentes y por la codicia de algunos conquistadores. Quería además así evitar la extinción de la estirpe, crear una cadena de comunidades solidarias y demostrar que el Evangelio no era una vieja utopía. La pertenencia a Jesucristo tenía que salvar su vida concreta y poder darles así «un tal orden y estado de vivir, escribe Don Vasco, en que los naturales para sí y para los que han de mantener sean bastantes y suficientes (en estos nuevos pueblos-comunidades) ... se conviertan bien como deben, y vivan y no mueran ni perezcan como mueren y perecen».
Los pueblos-hospitales
La primera experiencia de los pueblos-hospitales creados por Don Vasco como centros de caridad cristiana y de desarrollo humano datan de 1531. Los dos primeros los fundó cuando todavía era oidor: el primero en la ciudad de México; el segundo en Páztcuaro. Nombrado obispo promoverá su fundación en cada población.
«Hospital» significaba un lugar humano y cristiano de acogida para sanos y enfermos, donde ninguno se sentía ni inútil ni extranjero. En el centro de un gran patio rectangular se levantaba una iglesia abierta por los lados. A los lados se extendían las salas de los enfermos imposibilitados para que pudiesen seguir los oficios divinos. Cada pueblo-hospital contaba con huertos anexos para el cultivo con sus respectivas habitaciones. Se llamaban «familias» porque albergaban a las familias que acudían al hospital o prestaban en él sus servicios. Además tenía otros campos o «familias rústicas» más grandes para siembras y ganadería, como patrimonio del pueblo-hospital.
Estas repúblicas de los pueblos-hospitales, como las bautizó Don Vasco, se regían por unas «Reglas y Ordenanzas para el buen gobierno de los hospitales» redactadas por él. Preveían el casamiento de los jóvenes, el modo de evitar la pereza juvenil, cómo sembrar, reparar los edificios, qué cosa sembrar y criar, «qué manera se tenga para que en años estériles no falte bastimiento»; la fabricación de vestidos para que cuesten poco, sean buenos y sirvan a todos; «cómo se recreen y no se pierda tiempo sin provecho», «cómo se averigüen las quejas y pleitos»; «que haya limpieza espiritual y corporal», etc.
En estos pueblos-hospitales todo era común: trabajo y beneficios. Todos cooperaban al trabajo de construcción de las «familias» particulares y todos cooperaban a la construcción de los edificios comunes. El trabajo común era obligatorio y duraba 6 horas al día y los niños estaban obligados a acudir al campo al menos dos veces por semana para que, como rezan las Constituciones de Don Vasco «a manera de regocijo, juego y pasatiempo», aprendieran a manejar los instrumentos de labranza, mientras que las niñas debían ejercitarse en los «oficios mujeriles dados a ellas y adaptados y necesarios al pro y bien suyo y de la república del hospital».
En cada pueblo-hospital había dos escuelas de catecismo y dos bautisterios. Por ello, como escribió el fiel compañero de Don Vasco, Cristóbal Cabrera, les «conviene perfectamente el título, por demás insigne e ilustre, que él les puso de Santa Fe». Estos pueblos-hospitales fueron el núcleo alrededor de los cuales se fueron congregando los indios tarascos y tantos otros, sobre todo menesterosos, para encontrar en ellos no sólo abrigo, medicinas, cuidado y salud, sino también un lugar humano libre y digno para vivir que nacía de la experiencia de pertenecer a Jesucristo y a su Iglesia.
El antiguo oidor, el «tata obispo» de los indios michoacanos, murió el 14 de marzo de 1565 en la ciudadhospital de Uruapan, durante una visita pastoral. Así escribe de él el padre Castañeda, uno de los mejores historiadores del episcopado latinoamericano: «el pueblo mejicano aún sigue recordando a aquel hombre bueno, jurista y reformador; pastor y guía; empresario y místico; pacífico y luchador; castellano, indio y criollo; un hombre con corazón de pastor y no encomendero, que no tuvo otra pasión sino liberar a los indios de su ignorancia y miseria; un obispo, a quien nunca llamaron ilustrísimo señor, sino sólo y sencillamente, «Tata Vasco».
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