Hemos publicado muchas veces testimonios de Rose, una chica del movimiento de Uganda. Esta es su última experiencia, sobre el trabajo con los enfermos de SIDA en el hospital de Kampala. Es un documento impresionante de cómo puede actuar un sujeto humano cambiado.
El encuentro con los enfermos de SIDA despierta en mí el deseo y la esperanza de felicidad, porque ellos son signo de algo más grande y esto produce en mí la voluntad de donarme por completo a lo que he encontrado.
Un día, la enfermera jefe me pidió que fuera a amortajar cadáveres de ex-enfermos de SIDA, abandonados en el tanatorio del hospital. En un primer momento me pregunté por qué se me había elegido expresamente a mí, cuando había muchas chicas más fuertes que yo. Ellas se habían negado a ir. Al principio estaba asustada, luego cogí las sábanas y fui («Viva la memoria de Cristo en todo lo que hacéis») y pedí a mi amiga Eugenia que me acompañase. Ella aceptó y yo le expliqué por qué iba: porque estas personas nos pertenecen, son la presencia de algo más grande que nosotros. Cuando llegué a la puerta del tanatorio, vi los cadáveres desnudos y fue muy doloroso para mí experimentar cómo le está concedido al mal destruir el cuerpo de nuestros seres queridos. Me hicieron recordar la experiencia de dolor de María y de Juan al pie de la cruz.
Entramos, revestimos los cadáveres y volvimos más alegres que antes, viviendo el misterio con alegría. Muchas personas se preguntaron por qué habíamos salido de aquel lugar tan contentas y tan en paz. De un modo o de otro, supimos contarles nuestra alegría por vivir la memoria de Cristo en el trabajo que hacemos.
Ahora atiendo a las mujeres. La mayor parte de las enfermas tiene SIDA y casi todas han sido abandonadas por sus parientes. Sin comida, sin amor, sin apoyo. Ellas mismas se consideran inútiles. Nosotras estamos siempre a su lado, dándoles alivio, dejándoles hablar libremente de sus problemas y, posiblemente, salvándolas. Gracias a esto he tenido la oportunidad de proponerles el movimiento y asegurarles que nos pertenecen, que sus problemas son también los nuestros. Dios nos ha creado para una felicidad infinita y esta felicidad no cambia porque algunos tengan el SIDA: nuestra grandeza sigue siendo la misma. Que tengamos o no el SIDA es para nuestro bien, aunque no logremos entender inmediatamente el significado, a causa de nuestra ceguera.
Estos enfermos se preguntan también por qué los demás les abandonan, incluso sus mismo parientes, con excepción de nosotros. Nosotros hablamos con ellas libremente y nos preguntan siempre por qué nosotros no las abandonamos como todos. Les aseguramos que nos pertenecen.
Una enferma me dijo: «Enfermera, tu compañera viene y nos mira con desprecio y nos pone la inyección como si tirara una lanza a un animal. Tú, sin embargo, nos pinchas delicadamente, sin temernos. ¿Por qué?». Le contesté: «Porque tú eres alguien muy importante para mí, tú me perteneces. Tú eres la presencia de algo más grande». Aquella mujer se alegró mucho y, cuando estoy de guardia, me cuenta con libertad todos sus problemas. El padre Tiboni dice que la llamada que el movimiento hace para llegar a ser maduros en la fe significa apropiarse para uno mismo, personalmente, de todo aquello que se encuentra en el movimiento; personalizarlo, convertirlo en algo nuestro como si fuera una nueva naturaleza y un nuevo nacimiento, para ser verdaderos hijos y no sólo unos discípulos. Por eso yo repito siempre a mis amigos que no tengan miedo a nada, porque nada ocurre por casualidad en nuestra vida.
Rose
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