Va al contenido

Huellas N.19, Abril 1990

CULTURA

Los adversarios de la encarnación

Ignace de la Potterie

En su intervención en el Meeting Para la Amistad entre los Pueblos, el teólogo belga, después de haber trazado la esencia del cristianismo, es decir, el misterio de un Dios-hombre (cf primera parte, en el número anterior de Nueva Tierra), describió las principales negaciones que de ella se han desarro­llado en el curso de la historia. Desde la condenación de Cristo por parte de los judíos hasta la negación contemporánea, pasando a través del paganismo y del gnosticismo. Posiciones todavía presen­tes, que se oponen a la paradoja de la pretensión cristiana.

Para comprender mejor el carácter paradójico de la encarna­ción, es muy instructivo ver tres ejemplos de su rechazo y las razones del mismo: primero por parte de la autoridad judía en tiempos de Jesús, después por parte de los paganos y del gnosti­cismo en la Iglesia antigua y, finalmente, en el mundo moderno.

Para los judíos Jesús era blasfemo.
En el evangelio de Juan, toda la cristología está centrada sobre el tema de la encarnación. Esta automanifestación de Jesús, en la que se revela como Hijo de Dios, constituye a la vez la razón de su condena: «Por esto los judíos buscaban con más ahínco matarle, pues no sólo quebrantaba el sábado, sino que decía que Dios era su Padre, haciéndose igual a Dios» (Jn 5,18). Y durante el proceso ame el tribunal romano; los judíos protestan: «Nosotros tenemos una ley y, según la ley, debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios» (Jn 19,7).
En la controversia que Jesús había mantenido anteriormente con los judíos en el templo, cier­tamente Jesús se había definido a sí mismo como un hombre que dice la «verdad oída de Dios» (Jn 8,40). Para los judíos, preten­der ser el Hijo de Dios era blas­femo y precisamente por este hecho se consumará luego la división entre el cristianismo y el judaísmo, compendiada en la frase del prólogo: «Los suyos no lo acogieron» (Jn 1,11), precisamente a causa de la encarnación.

El sarcasmo de los paganos.
Menos aún podía ser acogida la doctrina de la encarnación por las religiones no cristianas del mundo antiguo.
Uno de los adversarios más decididos del cristianismo fue Celso, un filósofo del siglo II, que probablemente vivió en Roma y que escribió un polémico trata­do contra los cristianos: El dis­curso verdadero, del que Orígenes hace una refutación sistemáti­ca en su Contra Celso. Celso atacó todos los aspectos del cris­tianismo y la mayor parte de sus críticas serán repetidas en siglos sucesivos.
Para Celso, que era de forma­ción platónica, Dios es totalmente inaccesible para el hombre a través de los sentidos corporales: sólo podemos alcanzar a Dios con una especie de iluminación. Ha­blar, como los cristianos, de un Dios que se ha hecho hombre quiere decir proclamar una reli­gión nueva que no tiene sentido. Afirmar la materialidad del Hijo de Dios es simplemente absurdo. Celso escribía: «La afirmación que hacen algunos cristianos de que un Dios o un hijo de Dios ha bajado a la tierra para juzgar a la humanidad, es sumamente vergon­zosa y no hace falta un largo razonamiento para refutarla» (Contra Celso, IV, 2). Más ade­lante trata de ridiculizar la afir­mación de los cristianos: «¿Qué sentido tendría tal descenso a la tierra? (...) ¿Quizá para enterarse de cuanto suceda entre los hom­bres? (...) Pero, ¿no conoce Él todas las cosas? (...) Por lo tanto, las conoce y no las arregla, o bien no tiene la capacidad de arreglarlas con su potencia divi­na» (Contra Celso, IV, 3).
Como se ve, la reflexión a veces sarcástica de Celso no tiene nada de religiosa; es un discurso totalmente secularizado. Atribuye al Dios de los cristianos un senti­miento banal como la curiosidad, o bien la impotencia frente a los desórdenes de este mundo. Ni una palabra sobre la salvación de los hombres; y, obviamente, ni una palabra sobre el amor de Dios hacia nosotros.
Sobre el amor de Dios, el mundo pagano no tenía la más mínima idea. En un contexto así, puramente racional, se comprende incluso la interpretación que Cel­so daba a la doctrina cristiana de la concepción virginal de María en el momento de la encarnación. Para Celso era un cuento. De él viene la narración, repetida duran­te siglos hasta nuestros días, del adulterio de María. Según Oríge­nes, de hecho, Celso relata que la madre de Jesús había sido recha­zada por el artesano con el que se había casado, acusada de adul­terio, convertida en madre por un soldado (cf Contra Celso, 1, 32). Esta leyenda, penosa para los cristianos, demuestra al menos que, fuera del grupo cristiano, era conocido que Jesús no era hijo de José; pero de aquí a la sospecha de adulterio hay bien poco.
En su respuesta, Orígenes replica a Celso con la claridad de los relatos evangélicos. Lucas, por ejemplo, indica claramente el significado de la concepción y del parto virginal de María con estas palabras: «Por este motivo, el niño qué nacerá será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). La concepción virginal de María, es decir, el comienzo de la vida de Cristo no a través de un hom­bre sino por obra del Espíritu Santo, debía manifestar que Jesús no era hijo de José sino Hijo de Dios; este hecho era para el mun­do un signo necesario de la en­carnación de Unigénito de Dios, signo que aún hoy es a veces tratado con ligereza.

La gnosis: un Cristo dividido.
¿Cuál ha sido, ya en el siglo II, la reacción de los gnósticos frente a la doctrina cristiana de la encarnación? El gnosticismo es un fenómeno extremadamente complejo, que encuentra su raíz en la dualidad del hombre. Se manifiesta en mayor o menor grado en todos los períodos de la historia, hasta hoy día. Debemos limitarnos aquí a un breve bos­quejo. Gnosis, en griego, significa conocimiento, pero para los gnós­ticos era exclusivamente el cono­cimiento de la salvación. El gnos­ticismo era de hecho un dualismo radical entre la materia y el espí­ritu, entre la esfera inferior del mundo y la patria celeste, el pleroma. Para los gnósticos, el hombre es un ser divino, prisionero en la cárcel de la materia, un trozo de oro caído en el fan­go; por esto se siente extranjero en este mundo malvado, porque, como dice un texto gnóstico, «el mal de la ignorancia sumerge todo la tierra» (Corpus hermeti­cum, VIII, 1). La salvación, por lo tanto, consiste en el regreso al paraíso perdido por medio del conocimiento de sí y del propio origen divino.
Según el filósofo Jean Guit­ton, el principio fundamental del gnosticismo es la ley de la diso­ciación, es decir, no aceptar ja­más que, en la existencia tempo­ral, la forma se mezcla con la materia, lo puro con lo impuro, la eternidad con el tiempo, para imaginarse a sí mismo como totalmente puro, libre y eterno, abandonando lo demás al devenir, a la imaginación, al hado (cf Le Christ écartelé, 72-73).
Se comprende fácilmente cuál es entonces la posición de los gnósticos frente a la doctrina de la encarnación. Ya se la puede advertir a través de un indicio literario muy preciso: los gnósti­cos cristianos del siglo II se inspiraron profundamente en el prólogo de Juan; sólo no han podido aceptar jamás un versícu­lo, el 14: «El Verbo se hizo carne». En su sistema, este recha­zo era lógico, dado que, desde su punto de vista, la materia era la «plenitud del mal» (Corpus her­meticum, IV, 4). Su rechazo a aquel versículo implicaba un rechazo total de la encarnación.
Citamos de nuevo a Guitton: «Aplicado al cristianismo, este modo de pensar conduce a negar el elemento histórico y el desarro­llo temporal y, particularmente, a disociar el Cristo simbólico y mítico, a-temporal, conocido por medio de la fe, el único suficien­te y necesario, del Nazareno histórico temporal. Quiere decir hacer de la encarnación algo impensable. Encontramos la mis­ma dificultad y la misma disocia­ción en Arrio, en Nestorio, en muchos pensadores de hoy desde Loisy a Goguel o a Bultmann» (Le Christ écartelé, 73).
La respuesta de los Padres de la Iglesia a este gran desafío del gnosticismo fue muy decidida. Subrayaron con fuerza la impor­tancia de la carne de Cristo para nuestra salvación. Tertuliano escribió su De carne Christi, Ireneo de Lyon, el principal opo­sitor del gnosticismo en el siglo II, demostró repetidamente que la salvación cristiana implica la salus carni (la redención de la carne), con la resurrección y glorificación de los cuerpos tam­bién. En contra de la disociación cristológica de los gnósticos, él enseñaba que el Cristo celeste y el Jesús terrestre son «uno y el mismo»: «Juan proclama un solo Dios omnipotente y un solo uni­génito Jesucristo..., éste es el Hijo de Dios, éste es el Unigénito, éste es el artífice de cada una de las cosas que son suyas y se ha hecho carne y ha puesto su mora­da entre nosotros» (Adversus hoereses, I, 9, 2). Cristo, según la tradición cristiana, ha venido en la carne para salvar al hombre también en la carne.

Neo-paganos y neo-gnósticos.
Nos preguntamos ahora cómo se manifiesta hoy el rechazo de la encarnación. En nuestros días parece que se pueden distinguir dos tendencias opuestas, más o menos parecidas a las del mundo antiguo e igualmente peligrosas: el neopaganismo materialista y el neo-gnosticismo.
El paganismo moderno es fruto del positivismo y del estoi­cismo: ve en Cristo sólo al hom­bre Jesús, bajo el aspecto exclusi­vamente histórico, sociológico y humanitario. Baste aquí con citar dos títulos elocuentes de autores católicos: El hebreo Jesús. Una explosión de humanidad, de Gro­llenberg, y El horizonte humano. La propuesta de Jesús, de Mateas y Camacho. En esta perspectiva horizontalista no existe ya la dimensión trascendente de Cristo; Jesús puede estar todavía presente en nuestra vida, pero sólo como maestro de ética y de compromi­so social. El cristianismo es redu­cido a una especie de moralismo, ha desaparecido el misterio.
La corriente neo-gnóstica es justamente la opuesta a la ante­rior. Para no pocos esta tendencia manifiesta el vacío, el absurdo ante la «disolución contemporá­nea» (Samek Ludovici); es un intento de responder a la «agonía del sentido» (Rouse) que caracte­riza a nuestro tiempo. Muy opor­tunamente escribía Luciano Pelli­cani: «En un mundo cada vez más secularizado, los hombres advierten la necesidad de subrep­ticios ideales para llenar el vacío dejado por la crisis de las religio­nes tradicionales y que satisfagan exigencias metafísicas que de otra manera quedarían frustradas». Bajo cualquiera de sus máscaras -prosigue-, la gnosis «promete la misma cosa: una especie de liberación de la esclavitud o de la banalidad de lo cotidiano» (I rivoluzionari di professione. Teo­ria e prassi dello gnosticismo moderno).
Como síntomas de esta situa­ción de vacío se pueden citar el fenómeno trágico de la droga, el brotar de las sectas cristianas y la atracción ejercida por las religiones orientales. Y es de resaltar también lo que ha sido denomina­do como «el despertar de la falsa mística». En el mundo de los científicos es necesario señalar la llamada «gnosis de Princeton», en los Estados Unidos. De los gran­des pensadores modernos han sido contados entre los gnósticos el filósofo Hegel, el psicoanalista Jung y el exegeta Bultmann.
Para el gnóstico moderno, como para el antiguo, la encarna­ción no puede tener sentido nin­guno: los textos que hablan de ella -dicen- usan un lenguaje mítico. En la exégesis bultmania­na hay una ruptura completa entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe. El Jesús prepascual, el de la historia, es tan sólo un buen hebreo que permanece irrelevante para el creyente. Pero el Cristo de la fe corre el riesgo real de reducirse a un mero símbolo espiritual. Según Bultmann, el cristianismo se ha desarrollado de hecho después de la Pascua, bajo el influjo de la apocalíptica judai­ca por una parte y bajo el influjo de las religiones místéricas y de la gnosis por otra. Pero, entonces, ¿se puede seguir hablando de cristianismo auténtico? Comparando estas dos grandes corrientes contemporáneas -la neo-pagana de tipo cientificista y la neo-gnóstica- se puede decir que ambas, como la gnosis anti­gua, «dividen a Jesús»: el secula­rismo ve sólo al Jesús hombre, la falsa mística hace de él un mito. Pero la fe cristiana rechaza esta disociación completa de lo divino y de lo humano en Jesús porque, si hay en él dos naturalezas, hay sin embargo una sola persona. El cristianismo, por consiguiente, mantiene tanto el realismo del hecho histórico de la encarnación de Cristo en el seno virginal de María, como el misterio presente en el hombre Jesús, porque en la realidad física del hombre Jesús habita la persona divina del Hijo de Dios. Por esto concluimos con una cita de Vladimir Soloviev, en La leyenda del Anticristo. La respuesta del staretz Juan al Em­perador suena como una profesión de fe: «¡Insigne soberano! Para nosotros lo más querido del cris­tianismo es Cristo mismo, Él y todo lo que proviene de Él, pues­to que sabemos que en Él habita corporalmente la plenitud de la divinidad».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página