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Huellas N.19, Abril 1990

TESTIMONIOS

Caridad, una dimensión del trabajo

Giorgio Vittadini

Giorgio Vittadini es el presidente de la Compagnia delle Opere. Este es su testimonio, ofrecido en el Congreso de todas las obras de la caridad nacidas de la experiencia del movimiento, que tuvo lugar en Milán a finales de Enero de este año.

Hace algunos años, en la revista Epoca (semanario laicista italiano de amplia difusión, n.d.t.), el periodista Ricciardetto, al con­tar un encuentro que había tenido con Madre Teresa de Calcuta, escribía textualmente: «He encon­trado a una santa, pero yo tengo que ocuparme de política. Por tanto, ¿qué me importa?».
Este es precisamente el modo con que normalmente se afronta el tema de la caridad; ésos son santos -decimos- pero luego en la vida pasamos, porque tenemos que vivir, tenemos que ir tirando. Y esta mentalidad es tan fuerte que va convirtiendo la caridad en una estructura social; la caridad llega a ser un sector del que se ocupan algunos, hasta el punto de que se está pensando en una especie de censo de voluntariado; así, para poder asistir a la abuela enferma, tendremos que pregun­tarnos si estamos inscritos en este censo, si no tendremos que renunciar. Hace falta afirmar, en cambio, que la caridad afecta a la vida cotidiana.
Para vivir un gesto de caridad con una razón adecuada, hace falta que ese gesto «valga la pena», es decir, que responda a la pregunta que más veces plantea el Evangelio: «¿De qué te sirve?» Don Giussani escribía hace treinta años, en El sentido de la caritati­va, el panfleto que ha formado a todo el movimiento en la dimen­sión de la caridad: «Cuando suce­de algo grande en nosotros, nos sentimos empujados a comunicar­lo a los demás. Cuando vemos a otros que está peor que nosotros nos sentimos impulsados a ayu­darles con algo nuestro. Esta experiencia es tan original, tan natural, que está en nosotros antes incluso de que seamos conscientes de ella y que nosotros la llamamos, justamente, ley de la existencia».

Algo grande
Quiero contar cómo «algo grande» se ha revelado en mi vida y en la de muchos amigos míos. Hace quince años, en la Universidad, hasta nosotros, que participábamos en la experiencia del movimiento, hacíamos discur­sos sobre un proyecto de Univer­sidad: la medicina nueva, la filo­sofía nueva, la caridad nueva..., libros, volúmenes, enciclopedias. Hablábamos y estábamos tan comprometidos que ni siquiera teníamos tiempo para seguir los cursos de Don Giussani. Nosotros ya conocíamos la fe y aquellos cursos eran un poco como la clase de religión que, como suce­de siempre, todos dicen que es útil pero luego nadie va. Hasta que sucedió, en nuestra comuni­dad, que alguien quedó literal­mente fascinado por el modo que se hablaba de Cristo en aquellos cursos: así nació un grupito de personas que miraban y aprendían de aquella relación.
Parecía algo insignificante y sin embargo, aquellas personas empezaron a descubrir «algo grande», volvieron a descubrir algo que nosotros ya no veíamos: nuestras necesidades. La necesi­dad de quien no tenía piso, de quien no tenía dinero para com­prar los libros, de quien no enten­día las clases. Empezamos a responder naturalmente a nuestras necesidades y a vivir la caridad entre nosotros: recogíamos los apuntes, vendíamos los libros a mitad de precio, íbamos a buscar los pisos para los que venían de fuera. Empezó una caridad coti­diana y normal, que paulatina­mente se amplió, porque no éra­mos sólo nosotros los que necesi­tábamos de los apuntes. Sin así quererlo nació una cooperativa universitaria, la CUSL (Coopera­tiva Universitaria Studio e Lavo­ro), que trabajaba no porque se hubiera planteado el tema de la caridad, sino sencillamente porque tenía algo que comunicar: el encuentro hecho y la vida que había engendrado. Hoy esta coo­perativa tiene 120 mil socios en toda Italia y cada día, sólo en Milán, hay 800 universitarios que gratuitamente dan horas de su tiempo para ayudar a los demás.
El punto de partida ha sido aquello que cada uno había reci­bido. Y aquello que cada uno ha recibido «vale la pena» darlo a los otros.

El sujeto
Todo esto uno lo descubre haciendo; se descubre que el sujeto que actúa va creciendo y llega a ser más el mismo. Una persona que ha aprendido este modo de actuar, no necesariamen­te hace cosas distintas de las que hacen los demás, sino que es distinta en todo lo que hace. Un ejemplo para entender: un obrero amigo nuestro se encontró sin trabajo; normalmente, cuando uno está sin trabajo, se queja o está enfadado. Este amigo comprendió, por el contrario, que lo más importante que tenía era el encuen­tro que había hecho y que, a la hora de afrontar su necesidad, no podía hacerlo sin dar testimonio de aquél encuentro. Fue así como nacieron los Centros de solidari­dad, un modo de afrontar juntos la demanda y la oferta de trabajo. Quien tenía posibilidades de tra­bajo las ofrecía a otros. Hoy estos Centros son 120; se han convertido en estructuras que trabajan también con asociaciones, empresariales. Pero el origen fue éste: cuando un hombre descubre su necesidad, en lugar de quejarse o desesperarse, pone en juego el encuentro que ha hecho y, esto produce una inteligencia capaz de crear estructuras.
Hoy se acostumbra a decir que hay trabajo para todos. No es verdad. Porque si uno es minus­válido nadie le da trabajo. Y hay muchísimas personas así: las hay que tienen problemas mentales, pero no tan graves como para tener que ser asistidas; las hay que acaban de salir de la cárcel o que han salido del túnel de la droga. Estas personas o encuen­tran un puesto de trabajo donde se las acoja y donde haya alguien dispuesto a perder el tiempo con ellas, o se convertirán en margi­nados.
La estructura fundamental de la vida es el trabajo y si uno no trabaja por más que se le asista seguirá siendo un pobre hombre. Y la respuesta no es la asunción obligatoria: a menudo esto significa asumir a unas personas y luego dejarlas en un rincón, delante de una pared, hasta que se le dice: «quédate en casa, pues el dinero te lo vamos a seguir dan­do». Al contrario, hace falta que alguien, mientras lleva a cabo una empresa, tenga el coraje de asu­mir personas y de enseñarles un oficio y que pierda tiempo y dinero para esto. Quien ha estado en la cárcel diez años ya no sabe trabajar. Lo mismo quien tiene un problema mental. Estas personas deben tener la posibilidad de trabajar en un lugar donde haya gente que acepte perder tiempo con ellas. De otro modo, la mar­ginación llegará a ser total y continua. He aquí lo que se nece­sita: empresarios que acojan al «último» deseando que se con­vierta en «penúltimo», que estén a su lado. Es un problema de conversión: que uno que haya empezado una empresa para ganar dinero llegue a descubrir que la caridad es la verdadera dimensión por la que merece la pena llevar a cabo una empresa. No se puede separar la caridad del trabajo y de la empresa.

Los negocios.
Otro ejemplo significativo. Durante muchos meses hemos asistido a los violentos ataques en contra de obras ligadas al Movi­mento Popolare. Un caso emble­mático ha sido el de La Cascina de Roma (una empresa de restau­ración que sirve muchos comedo­res universitarios y escolares de la ciudad de Roma, n.d.t.). Han acusado a esta empresa de hacer negocios. Pero vamos a dejar las cosas claras. La Cascina ha dado trabajo a quinientos jóvenes que eran todos marginados potencia­les. ¿Es esto un negocio o una obra de caridad? ¿Es un negocio -como han hecho algunos em­presarios del Norte de Italia- ­invertir dinero en el Sur (notoria­mente subdesarrollado, n.d.t.) construyendo empresas y consi­guiendo que muchos jóvenes no tengan que emigrar y puedan aprender un trabajo, cuando habrían podido llevar tranquilamente su dinero a los bancos suizos?
Sólo una cultura maniquea puede confundir obras de caridad y negocios. El problema es el encuentro que se hace y cómo este encuentro se vive en lo coti­diano, construyendo obras de caridad.
Por descontado, ninguno de nosotros carece de pecado origi­nal ni está exento del peligro de transformar una obra, incluso la que ha nacido de la caridad, en un negocio para el provecho propio. Por eso hace falta tener una compañía que pueda contes­tarnos, recordarnos el sentido de una obra empezada. La Compañía de las obras ha nacido para esto: para que sea posible construir una compañía en la construcción de una obra.

El Estado debe...
¿Qué es lo que quisiéramos del Estado? Uno, si está conven­cido, hace las obras sea como sea, aun sin tener un duro. Es tradición del mundo católico construir obras sin las subvencio­nes estatales ni cargos al presu­puesto general, sino independiente y libremente. Pero hay un principío que debe respetarse: si yo llevo a cabo un servicio que libera al Estado de construir una estructura costosa e ineficiente, no pido al Estado que me dé dinero, pero por lo menos pretendo no tener que pagar dos veces los impuestos.
He leído la vida de San Vi­cente de Paúl. Su historia es parecida a la nuestra: al principio, era un sacerdote al que le gustaba la carrera, estaba junto a los nobles de entonces. Hasta que, al visitar las posesiones de la gran dama a la que asistía, se topó con la necesidad, con la pobreza absoluta. Y entendió que su experiencia cristiana tenía que pasar a través de aquella necesidad. Así empezó su obra. En la Guerra de los Cien Años, el Cardenal Ri­chelieu -esto es, el poder de entonces- le confió a él toda la gestión de la asistencia a los pobres. El modo mejor para solu­cionar el problema era -y es hoy- confiarlo a las manos de quien es capaz de hacerlo. Que el Estado reconozca a quien es capaz. Es inútil inventar cosas cuando ya hay alguien que las está haciendo. Es una aplicación inmediata del principio de subsi­diaridad, fundamento de la doctri­na social de la Iglesia.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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