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Huellas N.17, Junio 1989

REVISIONES

Parecido a 1789 sólo existe Hitler, entrevista al profesor Pierre Chaunu

Un aula en la Sorbona de Pa­rís. Fuera, un enero templado. Dentro empieza la primera clase del año 1989. En la cátedra está el profesor Pierre Chaunu, una de las autoridades en la historia moder­na, miembro del 'Institut de Fran­ce', con unos sesenta títulos en su activo.
Empieza con un tono sarcásti­co: «Ésta es la primera clase del año: vosotros sabéis que en el 89 se celebra determinado número de aniversarios importantes». Y em­pieza a enumerar una lista de he­chos históricos, científicos, econó­micos pero ni siquiera dice una pa­labra a propósito de la Gran Con­memoración, la que entusiasma a Francia desde hace ocho años. «¿He olvidado algo?», pregunta el profesor Chaunu burlonameme: «No, no me parece que haya nada más que recordar de importancia».
Ha sido el Gran Aguafiestas del bicentenario de la Revolución. Brillante, mordaz, preparadísimo, acaba de publicar un libro de fue­go, La révolution declassée, donde hace añicos el mito de la Revolu­ción del 89 y sobre todo el confor­mismo de los intelectuales de pa­lacio y la retórica del régimen de este bicentenario. Sus mismos ad­versarios no se atreven a contes­tarle: incluso Max Gallo, obtorto colla, le ha reconocido como «un óptimo historiador». Es práctica­mente invulnerable al no ser ni ca­tólico ni reaccionario (en efecto es protestante y liberal). Existe una larga tradición liberal de áspera crítica a la Revolución, que empie­za ya desde el final del mismo siglo XVIII con el inglés Edmund Burke. Sin embargo, Chaunu ha ido más allá. Ha conducido la in­vestigación de algunos jóvenes y brillantes historiadores franceses entre documentos y dossiers hasta ahora censurados por la historio­grafía oficial, y de todo esto han salido libros explosivos, descon­certantes, como el de Reynald Se­cher sobre el genocidio de Vandea. Entrevistamos a Chaunu en su casa de Caen.
P.: Profesor, su libro ha sali­do en Francia en marzo; desde al­gunos años Vd. se ha rebelado al coro de los intelectuales y a las presiones del poder político al desafiar la legitimidad de todas estas celebraciones. ¿Por qué?
P.Ch.: Es una máscara inde­cente, una operación política que explota las tonterías que la escue­la de Estado enseña sobre la Re­volución. Piense en las bétises (tonterías) del ministro de Cultura, Lang: «El 89 marca el paso de tas tinieblas a la luz». Pero, ¿¡qué luz!? Estamos conmemorando la revolución de la mentira, del robo y del crimen. Pero sobre todo en­cuentro desconcertante el hecho de que, en el umbral del 92, inclu­so todo el resto de Europa festeje una época donde nosotros nos comportamos como unos agreso­res de todos nuestros vecinos, al haber saqueado media Europa y provocado millones de muertos. ¿Qué hay que festejar? Y sin em­bargo aquí, en Francia, cada día hay una celebración, el 3 de abril, el 5, el 10. Es grotesco.
P.: De todas formas ha sido un acontecimiento que ha cam­biado la historia.
P.Ch.: Desde luego, igual que la peste negra de 1348; sin embar­go, nadie la festeja. Le pregunté a un periodista alemán: ¿por qué vosotros los alemanes no festejáis el nacimiento de Hitler? Aquél dio un salto sobre la silla. ¿No es qui­zás lo mismo?
P.: Diga la verdad: Vd. se ha convertido en un reaccionario. ¿No puede soportar la moder­nidad?
P.Ch.: Yo soy liberal, con una cierta simpatía por la ilustración alemana e inglesa. Sin embargo, es ésta precisamente la gran mentira que parece imposible poder extir­par: tú estás en contra de la Re­volución, por tanto estás en con­tra de la modernidad, estás a favor de la lámpara de petróleo y del co­che de caballos. Al contrario. Yo estoy en contra de la Revolución Francesa precisamente en cuanto que estoy a favor de la moderni­dad, a favor de la penicilina, de la vacuna contra la viruela. ¿Por qué no festejamos a Jenner que, con su descubrimiento, desde el siglo XVIII hasta hoy ha salvado más de mil millones de vidas huma­nas? Éste es el progreso. La Revo­lución, por el contrario, ha deteni­do el camino hacia la modernidad; ha destruido en pocos años gran parte de lo que se había hecho en mil años. Y Francia, que hasta 1788 estaba en el primer puesto en Europa, desde la Revolución ja­más se ha vuelto a levantar.
P.: Pero, ¿Vd. puede demos­trarlo?
P.Ch.: Verá, hace treinta años contribuí a fundar la historia eco­nómica cuantitativa, y hoy, con los modelos econométricos, cada cual puede llegar a estas mismas con­clusiones; son hechos y números. Todas las curvas de crecimiento de mi país se estancan en la Revolu­ción. Francia era un país con vein­tiocho millones de habitantes, el más desarrollado, creativo, evolu­cionado, con trend (influencia) en los más avanzados: la Revolución, junto a la devastación del aparato productivo, ha provocado un abis­mo de dos millones de muertos, una caída de generaciones que ha llevado al derrumbamiento econó­mico. En la producción media por cabeza Francia e Inglaterra, los países más desarrollados del mun­do, tenían respectivamente, en 1780, un índice de 110 y de 100. Ahora bien, en 1815, Francia ha­bía caído a un nivel de 60 frente al 100 de Inglaterra, que desde en­tonces ya no ha tenido rivales. Ha sido el precio de la Revolución.
P.: Explíquenos al menos un motivo.
P.Ch.: Alrededor del 93 -y durante años- Francia empezó a vivir con el 78 por ciento del co­bro del capital y con el 22 por ciento sobre los impuestos y las rentas, que no eran reinvertidas sino gastadas, quemadas y robadas para enriquecer la Nomenklatura. Fue un derroche espantoso, un empobrecimiento histórico. Cuan­do Chateaubriand volvió a Fran­cia, en 1800, tuvo una intuición fulminante: «Es extraño: desde que me fui han dejado de pintar ventanas y puertas». Cuando las ventanas están sin barnizar y los retretes no funcionan puedes estar seguro de que ha habido una re­volución.
P.: Sea como sea, la Revolu­ción ha abierto de par en par el pensamiento humano.
P.Ch.: ¡Oh, santo cielo! Pero si fue una impresionante destruc­ción de inteligencias y de riquezas. Si Vd. corta la cabeza a Lavoisier el fundador de la química moderna, a los 37 años, la pérdida para la humanidad es enorme. Multi­plique este caso por cien veces. ¿Cómo acabó toda la élite científi­ca e intelectual? Los que no emi­graron fueron degollados. U na pérdida enorme. Y, ¿sería ésta la conquista de la civilización? El 43 por ciento de los franceses, en 1788, sabía firmar, sabía escribir. Después de la Revolución se des­ciende al 39 por ciento, porque se habían sustraído los bienes a la Iglesia (que durante siglos había educado al pueblo) y se los habían repartido a la Nomenklatura. Y las iglesias fueron transformadas en cuchitriles y los tesoros de­vastados.
P.: Es verdad: destrozaron las estatuas de Notre Dame, destru­yeron Cluny, y casi todas las igle­sias románicas y góticas...
P.Ch.: Vuelvo a repetir: robo, mentira y crimen, ésta es la ver­dadera trilogía de la revolución, que ha destrozado Europa. Los franceses están convencidos de que la democracia ha nacido en el 89 y que la humanidad les ha imi­tado. ¡Es una locura! En realidad la única revolución que habría que festejar sería la inglesa de 1668: de allí vino el sistema representativo y el gobierno parlamentario, el Es­tado liberal que toda Europa ha imitado.
P.: Pero algo bueno debe ha­ber habido: por ejemplo la De­claración de los derechos del hombre y del ciudadano.
P.Ch.: Aquello fue el engaño más perverso. Las dos constitucio­nes más democráticas que se han hecho son la soviética de Stalin de 1936 y la de los degolladores fran­ceses de 1793. Sus frutos son horrorosos. Por el contrario, el país que ha fundado la libertad, In­glaterra, nunca tuvo constitucio­nes. ¡Yo, las Declaraciones me las paso por...! Y, por otra parte, li­bertad, fraternidad e igualdad no existen más que delante de Dios. Le voy a decir que el mejor juicio sobre la Declaración de los dere­chos del hombre lo formuló Fus­telle de Coulange, el más grande de los historiadores franceses del siglo XIX y mi predecesor en la Academia de ciencias morales y políticas. Él dijo: estos principios tienen mil años, quizá la Declara­ción los formula de un modo algo abstracto. Pero una cosa nueva hay: han 'vendido' unos principios antiguos como si fueran un descu­brimiento suyo y los han usado como un arma en contra del pasa­do. Y esto es perverso.
P.: La consecuencia política de la Filosofía de las Luces, ¿ver­dad?
P.Ch.: No, Ilustración ha ha­bido en toda Europa. Kant desde luego no era inferior a Voltaire. Sin embargo, la Revolución la ha habido sólo aquí. No se puede en absoluto creer que los franceses fuesen los únicos que pensaran en Europa. Por tanto, no existe nexo histórico. Es también una mentira hablar de fatalidad histórica, como algo inevitable. La persecución en contra de la Iglesia y el proyecto de desenraizar el cristianismo de Francia tuvo como primera causa unos intereses financieros y no cuestiones metafísicas.
P.: Explíquenos esto, profe­sor.
P.Ch.: En el siglo XVII todos los Estados europeos tenían insti­tuciones representativas. Francia sin embargo, poco a poco, las dejó caer en desuso. Por esto se convir­tió en una especie de paraíso fis­cal, porque -como es sabido- no se pueden aumentar los impuestos sin instituciones representativas. Un ejemplo: la presión fiscal en­tre 1670 y 1780 en Francia perma­nece en un índice 100, mientras que en Inglaterra sube desde 70 hasta 200 en proporción. Francia se encuentra así con que tiene un Estado moderno, un ejército mo­derno, cuatrocientos cincuenta mil hombres, una potencia de prime­ra plana, pero con recursos finan­cieros al borde de la bancarrota, porque para poder sostenerlos como Inglaterra habría tenido que aumentar los impuestos en un 100 por cien.
P.: Por tanto los que están llamados a hacer frente a la situa­ción son los representantes del pueblo, los Estados generales.
P.Ch.: Sí; pero lo que pasa es que los representantes elegidos constituyen la asamblea más gran­de de enajenados que la Historia jamás haya visto. Irresponsables. Desenfrenados sólo en las pretensiones, pues nadie quería hacerse cargo de los sacrificios (baste de­cir que entre los diputados del Tercer estado había un banquero, 30 empresarios y 622 abogados sin causa). No entendían nada de eco­nomía, sólo tenían claro que los que tenían que pagar eran los otros. Así empezaron a buscar lo que podían confiscar: en primer lugar suprimen el diezmo de la Iglesia, que nadie del pueblo pedía suprimir porque significaba quitar las subvenciones a las escuelas y a los hospitales. Luego se confiscan los bienes del clero, donados a la Iglesia a lo largo de los siglos, que sin embargo sumaban solamente el siete u ocho por ciento de las tierras. Se empieza a difundir la idea de que la Iglesia esconde sus tesoros, se confiscan los bienes de las abadías.
P.: Y a esta operación se le da también una máscara ideológica.
P.Ch.: Claro. Se impone la Constitución civil del clero, pues sin modificar y emancipar la es­tructura de la Iglesia no habrían podido robar. Los bienes de la Iglesia, que desde siglos mantenía escuelas y hospitales, son acapara­dos por una banda de ochenta mil familias de ladrones, nobles y bur­gueses, de derecha y de izquierda: ¡es por esto por lo que todavía hoy en Francia la Revolución es into­cable! Porque fue un Gran Robo con ventaja para la clase dirigen­te. El robo necesitaba de la men­tira y de la persecución porque no era fácil imponer el abuso a los cu­ras y al pueblo. Por esto se quiso imponer el juramento a los curas y quien no juró fue asesinado. La Revolución ha sido una guerra de religión.
P.: Y en Vandea, ¿qué pasó?
P.Ch.: El pueblo se rebeló para defender su fe. El Directorio quería imponer el servicio militar obligatorio (fue una invención suya, pues hasta entonces sólo los nobles iban a la guerra y por la contribución de la sangre estaban exentos de los impuestos). En el mismo día cerraron todas sus igle­sias. Los campesinos vandeanos se rebelaron: «Más vale morir para defender nuestra libertad». Impu­sieron a los nobles, muy refracta­rios, que encabezasen el ejército católico de Vandea y se fueron a la masacre, porque su preparación era muy desproporcionada en comparación con la del ejército de Clébert. Así, Vandea fue aplastada sin piedad. Pero quisiera recordar que bajo los estandartes del Sagra­do Corazón lucharon también los batallones de los pueblos protes­tantes de Vandea. Católicos, pro­testantes y hebreos afrontaron juntos la guillotina, por ejemplo en Montpellier, para defender la libertad.
P.: Pero en Vandea no termi­nó así.
P.Ch.: Ése es el capítulo más horroroso. En diciembre de 1793, el gobierno revolucionario ordena exterminar a la población de las 778 parroquias. «Hay que matar a las mujeres para que no procreen y a los niños porque llegarían a ser futuros bandoleros». Esto fue lo que escribieron. Firmado por el ministro de la Guerra de entonces, Lazare Carnot. El general Clébert rehusó ejecutar aquella orden: «Pero, ¿por quién me tomáis? Yo soy un soldado, no un carnicero». Entonces enviaron a Turreau, un inútil, alcoholizado, con una arma­da de cobardes.
P.: ¿Fue la masacre?
P.Ch.: Nueve meses más tar­de el general Hoche, nombrado comandante, llegó a Vandea. Se quedó horrorizado. Escribió una carta memorable y admirable al gobierno de la Convención: «Ja­más en mi vida he visto algo tan atroz. ¡Habéis deshonrado la Re­pública, habéis deshonrado la Re­volución! Pongo en conocimiento vuestro que a partir de hoy haré fusilar a todos aquéllos que obe­dezcan vuestras órdenes». ¿Qué fue lo que vio? Doscientas cin­cuenta mil personas masacradas en una población de seiscientos mil habitantes, pueblos y ciudades arrasados, mujeres y niños horro­rosamente despedazados. En Ev­reux y en Les Mains se guillotina­ban a decenas por ser culpables sólo de haber nacido en Fontaine du Campte. Ésta fue la matanza vandeana. ¿Es esto lo que fes­tejamos?
P.: Fue un escándalo, en 1983, cuando Vd. por primera vez usó la palabra matanza acu­sando a la Revolución. ¿Por qué?
P.Ch.:
Los hechos hablan por sí solos. Nadie ha sabido negarlos. Y no hay nada que pueda justifi­car aquel horror. Pero, antes de mí en 1894, fue un revolucionario so­cialista, Babeuf, el que denunció «el pueblicidio de Vandea» (en un libro irrepetible que nosotros he­mos vuelto ahora a editar). No hay ninguna diferencia entre lo que hizo el gobierno revoluciona­rio en Vandea y lo que hizo Hit­ler. O mejor, hay una diferencia. Hitler era listo y nunca dio por es­crito la orden de eliminar a los he­breos. Éstos del 89, además de ase­sinos, eran también tontos y die­ron la orden por escrito e incluso a publicaron en Le Moniteur.
P.: Hay ciertas persecuciones que consolidan la fe de un pue­blo. Pero ésta francesa parece ha­ber borrado la cristiandad.
P.Ch.:
Sí, es así. Durante quince años se hizo imposible la transmisión de la fe; una genera­ción entera. Piense que Michelet fue bautizado a los 20 años y que Víctor Hugo nunca supo si había sido bautizado o no. Las iglesias cerradas; los curas asesinados u obligados a quitarse el hábito y ca­sarse, o deportados y desterrados. De veras, yo no comprendo cómo hoy los católicos pueden celebrar la Revolución. Una cosa es el per­dón y otra es solidarizarse con los verdugos renegando de las vícti­mas y los mártires. Concibo que la Iglesia pueda tener miedo, al ha­blar mal de la Revolución, de pa­recer antimoderna, de oponerse a la modernidad. Yo creo que es al revés. Yo estoy orgulloso de que haya sido un país protestante como Inglaterra el que haya ofre­cido asilo a los curas católicos per­seguidos. En efecto, no existe li­bertad más fundamental que la li­bertad religiosa.


(Traducción de II Sabato, del 29 de abril de 1989)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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