Va al contenido

Huellas N.10, Febrero 1988

NUESTROS DÍAS

Dos pueblos sin tierra, una tierra sin pueblos

Guadalupe Arbona y Fernando de Haro

Día 8 de diciembre de 1987: un camión del ejército israelí atropella a un palestino. Los conflictos entre dos razas estallan. La tranquilidad en Tierra Santa sólo era apariencia. La violencia se manifiesta a partir del día 9: manifestaciones convocadas por palestinos de los territorios ocupados -Gaza y Cisjordania- se suceden. ¿Cuál es el origen y el fin de este conflicto? ¿ Es posible el entendimiento entre judíos y palestinos?

Las últimas manifestaciones callejeras son acontecimientos es­pontáneos, que no han instigado las organizaciones de liberación (tipo Organización para la Libera­ción de Palestina [OLPJ, Frente de Liberación Popular [FLPJ y sus ra­mas). Los protagonistas de la re­vuelta son jóvenes que han nacido y vivido en la Palestina ocupada y desean la libertad de su pueblo.
Palos, piedras y quemas de neu­máticos son los instrumentos de combate. El ejército israelí (uno de los de mayor cualificación tecnoló­gica), arremete sin ningún tipo de escrúpulo: disparos de bala, gases lacrimógenos y, más tarde, unida­des blindadas y helicópteros.
Hoy somos testigos de un con­flicto que no cesa. A los jóvenes se han unido todas las generaciones.
Los días más conflictivos han sido los viernes (día santo para los mu­sulmanes). Hay que aclarar que la fuerza árabe está dividida en cris­tianos y musulmanes. Los segun­dos han tenido un papel más acti­vo por el renacer del Islam. Entre los palestinos que tradicionalmen­te se han visto más afectados por el proceso de secularización, hay una revitalización de la fe en Alá: se construyen nuevas mezquitas; se utiliza la llamada a la oración como consigna para la rebelión: «Aláh Akbar», Dios es grande.
Israel no se ha detenido ante lo sagrado e incluso ha profanado mezquitas. Mientras en Nablus, Gaza y Cisjordania se combatía, en las calles de Jerusalén se han suce­dido las huelgas secundadas por insurrecciones de árabes notables (los árabes residentes en el Esta­do de Israel). En Jordania, donde el 70% de la población es palesti­nia, han tenido eco los gritos que claman por la libertad. Pero, ¿qué libertad se reclama? Todo es con­fuso. La OLP, fuertemente secula­rizada, aprovecha los disturbios para hacerse más fuerte en el due­lo de terrorismo que mantiene con Israel. Hoy no se puede decir que goce del apoyo popular. Su inten­ción es aprovecharse de la situa­ción: realizar sus objetivos a par­tir de una petición que en princi­pio es justa.
Igual hacen pequeñas organiza­ciones terroristas que presionan con sus rehenes desde el Líbano.
Poco a poco se despierta la opi­nión internacional. Los gobiernos de Alemania, Francia, España e incluso EE UU condenan la acti­tud israelí.
El número de muertos asciende. En la política interior israelí se acallan las discusiones: tanto el «likud» (la coalición tradicionalista y nacionalista de Beguin) como las fuerzas laboristas y progresistas forman una piña en torno al go­bierno que ha decidido ser inflexible: «no estamos dispuestos a concederos nada, ni tenéis nada que esperar». «Cada foto y cada reportaje televisado es perjudicial para Israel»; son declaracio­nes de Isaac Shamir, primer mi­nistro israelí, que demuestran su férrea postura.
A principios de 1988, el Con­sejo de Seguridad de la ONU condena las deportaciones. Es signifi­cativo que los EE UU no hayan usado, como hacen habitualmente en las condenas a Israel, el veto. Los procedimientos judiciales que han provocado las deportaciones no han respetado los mínimos de­rechos de los acusados.
¿Por qué hay una incapacidad de diálogo?; ¿por qué la violencia parece ser el único camino? La cuestión no es sencilla. Hemos de remontarnos a principios de siglo y a una figura: Herzl, fundador del sionismo, que trabaja a dos ban­dos. Por un lado, consigue el apo­yo de Europa para la creación de un Estado donde puedan vivir los judíos; por otro, los alienta a que compren tierras en Palestina. Hezrl llega a pedirle al sultán Ab­dul Hamid que le venda Palestina a cambio de enderezar sus finan­zas y pagar sus deudas.
El sionismo va consolidándose. Comienza la llegada de judíos a Tierra Santa bajo el mandato bri­tánico, llegada que se hace masiva tras la Segunda Guerra Mundial. Son masas de personas que han sufrido los horrores de la guerra y del antisemitismo nazi. Los países europeos y los EE UU conviven con este movimiento y con sus ob­jetivos. En parte por sentimientos de compasión debidos al genocidio y en parte por dar solución al con­flicto de un pueblo sin tierra.
Llegamos a 1948. El sionismo consigue que la comunidad inter­nacional le reconozca el derecho a constituirse como Estado de Israel. El territorio se divide: Jerusalén Oriental, Gaza y Cisjordania bajo titularidad árabe; el resto, israelí. Hasta aquí parece que no se ha he­cho otra cosa que justicia. Pero el rostro del sionismo tiene una se­milla de exclusivismo desde su na­cimiento. Lo más doloroso es que no respeta la historia. Israel es un Estado moderno, secularizado, in­capaz de reconocer las identidades nacionales nacidas y desarrolladas en Tierra Santa. En su filosofía hay un principio: sólo podemos sobrevivir negando a los otros. Es falso que recuperan la tradición del pueblo elegido. Un dato: en la entrada de Jerusalén hay una pin­tada en la que se lee: «El sionis­mo es contrario al judaísmo». Los que quieren ser fieles a la ley, los judíos ortodoxos, no quieren redu­cir su religión a un nacionalismo en el que todo esté justificado. La petición no es respetada: Is­rael, apoyándose en la teoría de las fronteras seguras, desde el mismo año de la resolución de la ONU, comienza a extenderse. En 1967, realiza una conquista relámpago: la «Guerra de los Seis Días». Ocu­pa Jerusalén Oriental, Cisjordania, Gaza y el Sinaí. A partir de ese momento, para mantener el domi­nio sobre los territorios, se utiliza el terrorismo de estado, la vengan­za injustificada, presiones en la política interna de los países occi­dentales... La arremetida actual contra los palestinos es justificada por el gobierno israelí con los mis­mos argumentos de entonces: la necesidad de la defensa como paí­s en guerra. En Gaza viven actualmente 8.000 personas por m2 de las que el 70% tiene menos de 19 años. Entre las 15 aglomeraciones hu­manas que existen, sólo tres tie­nen alcantarillado y la mitad de la población duerme sin techo. Al año se consumen 3 millones de m3 de agua no potable. «Esta tierra no puede seguir siendo teatro de vio­lencia, enfrentamientos e injusti­cias con los consiguientes padeci­mientos de las poblaciones» (Juan Pablo II). Al pueblo palestino se le niega el derecho a tener una tierra y se le somete a tales condi­ciones de opresión que es imposi­ble que reconstruyan su identidad nacional. Pero no podemos hacer de los palestinos un mito de inge­nuidad. O manipular sus reivindi­caciones, como hace la demagogia de izquierdas en Occidente, que vuelve a inventarse la revolución (Vietnam, Nicaragua, Corea) que ella nunca tuvo.
La presión viene de fuera, pero existe también entre ellos el exclu­sivismo. Los palestinos alejan sus pasos de la verdadera libertad. Ol­vidan práctica, que no teóricamen­te, aquello que da la identidad a un pueblo, lo que le capacita para un verdadero progreso: recuperar el tejido rico de la tradición basada en el sentido religioso. Verificar esta tradición es lo que puede re­construir un pueblo y desarrollar su creatividad. Por el contrario, los palestinos de hoy se aferran a unas reivindicaciones que no son pro­positivas.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página