Día 8 de diciembre de 1987: un camión del ejército israelí atropella a un palestino. Los conflictos entre dos razas estallan. La tranquilidad en Tierra Santa sólo era apariencia. La violencia se manifiesta a partir del día 9: manifestaciones convocadas por palestinos de los territorios ocupados -Gaza y Cisjordania- se suceden. ¿Cuál es el origen y el fin de este conflicto? ¿ Es posible el entendimiento entre judíos y palestinos?
Las últimas manifestaciones callejeras son acontecimientos espontáneos, que no han instigado las organizaciones de liberación (tipo Organización para la Liberación de Palestina [OLPJ, Frente de Liberación Popular [FLPJ y sus ramas). Los protagonistas de la revuelta son jóvenes que han nacido y vivido en la Palestina ocupada y desean la libertad de su pueblo.
Palos, piedras y quemas de neumáticos son los instrumentos de combate. El ejército israelí (uno de los de mayor cualificación tecnológica), arremete sin ningún tipo de escrúpulo: disparos de bala, gases lacrimógenos y, más tarde, unidades blindadas y helicópteros.
Hoy somos testigos de un conflicto que no cesa. A los jóvenes se han unido todas las generaciones.
Los días más conflictivos han sido los viernes (día santo para los musulmanes). Hay que aclarar que la fuerza árabe está dividida en cristianos y musulmanes. Los segundos han tenido un papel más activo por el renacer del Islam. Entre los palestinos que tradicionalmente se han visto más afectados por el proceso de secularización, hay una revitalización de la fe en Alá: se construyen nuevas mezquitas; se utiliza la llamada a la oración como consigna para la rebelión: «Aláh Akbar», Dios es grande.
Israel no se ha detenido ante lo sagrado e incluso ha profanado mezquitas. Mientras en Nablus, Gaza y Cisjordania se combatía, en las calles de Jerusalén se han sucedido las huelgas secundadas por insurrecciones de árabes notables (los árabes residentes en el Estado de Israel). En Jordania, donde el 70% de la población es palestinia, han tenido eco los gritos que claman por la libertad. Pero, ¿qué libertad se reclama? Todo es confuso. La OLP, fuertemente secularizada, aprovecha los disturbios para hacerse más fuerte en el duelo de terrorismo que mantiene con Israel. Hoy no se puede decir que goce del apoyo popular. Su intención es aprovecharse de la situación: realizar sus objetivos a partir de una petición que en principio es justa.
Igual hacen pequeñas organizaciones terroristas que presionan con sus rehenes desde el Líbano.
Poco a poco se despierta la opinión internacional. Los gobiernos de Alemania, Francia, España e incluso EE UU condenan la actitud israelí.
El número de muertos asciende. En la política interior israelí se acallan las discusiones: tanto el «likud» (la coalición tradicionalista y nacionalista de Beguin) como las fuerzas laboristas y progresistas forman una piña en torno al gobierno que ha decidido ser inflexible: «no estamos dispuestos a concederos nada, ni tenéis nada que esperar». «Cada foto y cada reportaje televisado es perjudicial para Israel»; son declaraciones de Isaac Shamir, primer ministro israelí, que demuestran su férrea postura.
A principios de 1988, el Consejo de Seguridad de la ONU condena las deportaciones. Es significativo que los EE UU no hayan usado, como hacen habitualmente en las condenas a Israel, el veto. Los procedimientos judiciales que han provocado las deportaciones no han respetado los mínimos derechos de los acusados.
¿Por qué hay una incapacidad de diálogo?; ¿por qué la violencia parece ser el único camino? La cuestión no es sencilla. Hemos de remontarnos a principios de siglo y a una figura: Herzl, fundador del sionismo, que trabaja a dos bandos. Por un lado, consigue el apoyo de Europa para la creación de un Estado donde puedan vivir los judíos; por otro, los alienta a que compren tierras en Palestina. Hezrl llega a pedirle al sultán Abdul Hamid que le venda Palestina a cambio de enderezar sus finanzas y pagar sus deudas.
El sionismo va consolidándose. Comienza la llegada de judíos a Tierra Santa bajo el mandato británico, llegada que se hace masiva tras la Segunda Guerra Mundial. Son masas de personas que han sufrido los horrores de la guerra y del antisemitismo nazi. Los países europeos y los EE UU conviven con este movimiento y con sus objetivos. En parte por sentimientos de compasión debidos al genocidio y en parte por dar solución al conflicto de un pueblo sin tierra.
Llegamos a 1948. El sionismo consigue que la comunidad internacional le reconozca el derecho a constituirse como Estado de Israel. El territorio se divide: Jerusalén Oriental, Gaza y Cisjordania bajo titularidad árabe; el resto, israelí. Hasta aquí parece que no se ha hecho otra cosa que justicia. Pero el rostro del sionismo tiene una semilla de exclusivismo desde su nacimiento. Lo más doloroso es que no respeta la historia. Israel es un Estado moderno, secularizado, incapaz de reconocer las identidades nacionales nacidas y desarrolladas en Tierra Santa. En su filosofía hay un principio: sólo podemos sobrevivir negando a los otros. Es falso que recuperan la tradición del pueblo elegido. Un dato: en la entrada de Jerusalén hay una pintada en la que se lee: «El sionismo es contrario al judaísmo». Los que quieren ser fieles a la ley, los judíos ortodoxos, no quieren reducir su religión a un nacionalismo en el que todo esté justificado. La petición no es respetada: Israel, apoyándose en la teoría de las fronteras seguras, desde el mismo año de la resolución de la ONU, comienza a extenderse. En 1967, realiza una conquista relámpago: la «Guerra de los Seis Días». Ocupa Jerusalén Oriental, Cisjordania, Gaza y el Sinaí. A partir de ese momento, para mantener el dominio sobre los territorios, se utiliza el terrorismo de estado, la venganza injustificada, presiones en la política interna de los países occidentales... La arremetida actual contra los palestinos es justificada por el gobierno israelí con los mismos argumentos de entonces: la necesidad de la defensa como país en guerra. En Gaza viven actualmente 8.000 personas por m2 de las que el 70% tiene menos de 19 años. Entre las 15 aglomeraciones humanas que existen, sólo tres tienen alcantarillado y la mitad de la población duerme sin techo. Al año se consumen 3 millones de m3 de agua no potable. «Esta tierra no puede seguir siendo teatro de violencia, enfrentamientos e injusticias con los consiguientes padecimientos de las poblaciones» (Juan Pablo II). Al pueblo palestino se le niega el derecho a tener una tierra y se le somete a tales condiciones de opresión que es imposible que reconstruyan su identidad nacional. Pero no podemos hacer de los palestinos un mito de ingenuidad. O manipular sus reivindicaciones, como hace la demagogia de izquierdas en Occidente, que vuelve a inventarse la revolución (Vietnam, Nicaragua, Corea) que ella nunca tuvo.
La presión viene de fuera, pero existe también entre ellos el exclusivismo. Los palestinos alejan sus pasos de la verdadera libertad. Olvidan práctica, que no teóricamente, aquello que da la identidad a un pueblo, lo que le capacita para un verdadero progreso: recuperar el tejido rico de la tradición basada en el sentido religioso. Verificar esta tradición es lo que puede reconstruir un pueblo y desarrollar su creatividad. Por el contrario, los palestinos de hoy se aferran a unas reivindicaciones que no son propositivas.
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