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Huellas N.9, Diciembre 1987

BIBLIOTECA DE CL

"La Anunciación a María". Una meditación sobre el drama de Paul Claudel

Susana Torreguitard

La Anunciación a María, Paul Claudel.
Salvar Editores, S.A. / Alianza Edirorial, S.A. - 1971.


«No se llega a ser realmente grande hasta que la vida no nos pone a prueba, rehusándonos tajantemente, sin apelación, algo a lo que as­piramos con todo nuestro ser».

Esta frase, puesta como título de esta introducción, parece no tener que ver con el drama de Claudel; sin em­bargo, está profundamente relaciona­do con la naturaleza del mismo, que es la vida como vocación, donde la pa­labra vocación indica -así como la sorpresa de nuestra existencia a par­tir de la nada que éramos-, una idén­tica sorpresa por la forma y el proyec­to a los que nuestra vida está destina­da. Porque, siempre, lo que llega a ser característico y decisivo en nuestra vida es algo imprevisto (a esto se re­fiere Mounier en su afirmación). Es aquello que decía Jesús en el Evange­lio a propósito de Dios, que es «como un ladrón: llega y entra cuando uno menos lo espera» (cfr. Mt. 24, 42). Esto vale sobre todo para el último pasaje de nuestra existencia, pero es válido también para aquella ocasión destinada a ofrecer a nuestra vida su rostro y su personalidad, es decir, su vocación: algo siempre imprevisto.
La estructura del drama está basa­da sobre dos temas de personajes, profundamente diferentes la una de la otra. La primera está constituida por Anne Vercors, Pierre de Craon y por Violaine; la segunda por Jacques Hury, Elisabeth (la madre) y por Mara. ¿Qué es lo que diferencia radi­calmente a los unos de los otros? Los de la segunda cerna son personajes cuyo ideal es la justicia, así como se entiende normalmente: justicia en cuanto medida propia; esta justicia se convierte en una medida que los blo­quea, los encierra en ellos mismos. ¡A los tres primeros no! Ellos no están definidos por la justicia -una medi­da propia-, sino por algo que, de ma­nera imprevista, irrumpe en la forma de su existencia y hace brotar de ella una medida más grande y sublime; lle­gan así a estar profundamente deter­minados por su relación con la totali­dad y con el cosmos, con la historia y con el mundo.
El primero de éstos es Anne Ver­cors, personaje masculino que es como la raíz de todo el árbol: es un anciano propietario, todo en su casa le va bien, pero está profundamente dolorido, no por algo suyo, sino porque la Iglesia está sin Papa y Francia sin Rey (nos encontramos en una época convencio­nal de finales de la Edad Media: el pueblo aparecía dividido y desconcer­tado, había un anti-papa, y Francia tampoco tenía una referencia política verdadera). Este anciano, a causa de aquella situación, sentía que no podía vivir; entonces, decide ofrecer su vida a Dios, con el fin de que su pueblo pueda caminar sin extravíos: peregri­na a Jerusalén (y aquél que en aque­llos tiempos iba a Jerusalén era muy difícil que regresara: la mayoría de los que lo intentaban, perecía). Ésta es la dimensión que rompe su ser padre, marido, propietario: lo tenía todo, pero su vida era para algo más grande. Aquello más grande a lo que Dios llama, como un ladrón en la noche, sin que el hombre pueda presentirlo an­tes, se manifiesta aún más en Pierre de Craon. Es el artista, el genio, aquél que indicaba el Ideal (memoria y des­tino) al pueblo: era constructor de ca­tedrales, el lugar donde el pueblo des­cubría e identificaba la belleza del Ideal (¡pues sólo el atractivo que susci­ta la belleza puede despertar aquello que es auténticamente humano!), y se ofrecía en alma y cuerpo a esta genia­lidad creativa: por esto, el pueblo le adoraba. Él, gran amigo de Anne -padre de la bellísima Violaine-, un día intentó violarla. Pero Violaine, de­masiado libre y verdadera, defendién­dose, frenó aquel intento. Pierre había cedido a la tentación y será castigado (como se creía entonces) con la lepra: él saldrá de esta prueba doblemente herido, en el alma y en el cuerpo. Pero su vida cambiará profundamente y de forma imprevista a partir de aquel momento. Ahora él vive sólo para su obra. Antes, su vida se desarrollaba en una normalidad abierta a todo lo po­sible; ahora, su vida coincide con su obra, no puede ni siquiera vivir con la gente, a causa de la lepra; está envuel­to en su capa negra, y aislado -pero dentro de la vida del pueblo-, va ad­quiriendo, a través de la experiencia del dolor y de la renuncia, la totalidad de su fisionomía, esto es, de su voca­ción. Él acepta esta vocación y su vida entera llega a ser, sin comparación, más grande que antes: ahora es cons­ciente y cada piedra de su obra es como un pensamiento suyo y, cada lí­nea, un movimiento de su ánimo.
El último personaje de la terna es Violaine (que encarna la actitud ver­dadera, grande y buena con respecto a la vocación). Es la chica limpia y be­lla, la predilecta del padre, que la en­trega como prometida a Jacques Hury (porque la grandeza de ánimo de Anne Vercors no excluye el modo normal de razonar y decidir de la épo­ca). Falta poco para la boda. Pierre va a ver a Violaine y ella quiere ofrecer­le su perdón (el diálogo que en ese momento se desarrolla -en el prólo­go-, es importantísimo). Pierre: «Y vos sabéis que no soy hombre de fiar», y Violane: «¡No os tengo miedo!», porque tiene miedo quien ya ha cedi­do en su propio corazón. Pierre está triste, a él no se le ha dado ese don de Dios, y habla de su obra -para ésta ha sido creado- y de que nadie elige la tarea que le toca en la vida: «No le concierne a la piedra buscar su lugar, sino al Maestro de obras que la ha es­cogido». Pierre recoge oro para la nueva catedral que está construyendo y Violaine tiene en el dedo el anillo de oro que Jacques le había regalado. En un ímpetu de generosidad se lo ofrece a Pierre. «¿Qué dirá vuestro prometi­do?» «No importa», dice Violaine. Frente a algo más grande lo demás no importa, para ella no constituye un problema. Pero luego, Pierre, como aturdido por una idea -¡porque el genio siem­pre es profeta!- dice: «¿Es esto todo lo que tenéis que darme: una porción de oro que adornaba vuestro dedo?». Y Violaine: «¿No basta para pagar una pequeña piedra?... [¡Leed todo este maravilloso diálogo!]. Incluso Justicia* no era más que una humilde chiquilla hasta el instante en que Dios la llamó a la confesión (al martirio)».
Y así Violaine explica su vida en la obediencia a Dios y a las circunstan­cias. Es aquí donde se abre con toda su fuerza, como hemos anunciado al principio, el tema del drama: la disponibilidad total del hombre a Aquél al que pertenece: «Santidad no es ir a ha­cerse lapidar por los turcos o besar a un leproso en la boca [cosa que enton­ces estaba considerada como la supre­ma expresión de la santidad (cfr. la vida de S. Francisco de Asís)], sino cumplir prontamente la voluntad de Dios, ya sea permaneciendo en nues­tro puesto o subiendo hacia lo más alto».
El diálogo prosigue en un tono apasionado; Violaine manifiesta toda su alegría y la tristeza humana de Pierre de Craon busca su propio cami­no. Violaine, cuando Pierre está a punto de marcharse, dice: «¡Ah, qué hermoso es este mundo y cuán dicho­sa soy!», y Pierre responde: «¡Ah, qué hermoso es este mundo y cuán desdi­chado soy!». Y Violaine, con aquel mismo ímpetu que al ofrecer el anillo -por aquella piedad, por la caridad y el deseo de compartir que, en un co­razón cristiano, hace a la persona de­sear estar íntimamente unida al dolor de todos- se inclina sobre Pierre y le besa en el rostro. Los dos no han visto a Mara que, escondida, había observa­do la última parte del encuentro.

CUANDO LA JUSTICIA SE HACE INCOMPRENSIBLE
La hermana Mara es el primer personaje de la otra terna que entra en escena. Estaba enamoradísima de Jacques, el prometido de Violaine. ¿¡Por qué Jacques debía de casarse con Violaine y no con ella!? (pensa­ríamos también nosotros, al igual que Mara). ¡No es justo!...: ésta es la jus­ticia a la que nos referíamos antes. Mara estaba llena de rencor, de odio y de envidia. Es precisamente éste el se­pulcro en que llega a convertirse el lí­mite cuando no es acogido: pero úni­camente el límite puede ser acogido si está en relación con algo más grande, con algo a lo que uno pertenece. Mara odiaba a su hermana y la había visto besar a Pierre; corre a decírselo a Jac­ques: «Violaine te ha traicionado». Pero Jacques, un poco turbado, sigue fiándose de Violaine, pues la amaba demasiado. Entonces la hermana, para que él se derrumbe definitivamente, le dice: «Ya no tiene el anillo que tú le regalaste»; sin embargo Jacques no se deja vencer.
He aquí la segunda parte realmen­te importante del drama: el diálogo entre Jacques y Violaine, uno de los diálogos de amor más hermosos de toda la literatura universal. Violaine se había dado cuenta de que había con­traído la lepra. Pero no como una pena, no como una penitencia -en­tendida ésta como un castigo (tal era el caso de Pierre de Craon)-, sino pe­nitencia en cuanto expiación y ofreci­miento de la vida por el dolor del hombre y del mundo. Ella se había sa­crificado por el dolor de aquel hom­bre (así como su padre se había sacri­ficado por el dolor de la Iglesia y del mundo). Este ímpetu genial -¡pues la genialidad suprema es el amor!­- es el fenómeno por el cual el Misterio que nos constituye penetra furtivo (como un ladrón) en nuestra vida y nos pide más. Esto es lo humano. Y no la justicia de Mara, ni siquera la justicia de Elisabeth (la madre) -el segundo personaje de la otra terna-, que estaba de parte de Mara porque la veía sufrir, llorar todo el día. La ma­dre también decía: «¡no es justo!», y no quería que Anne, su marido, se fue­se a Jerusalén; le parecía una locura: «Todo va bien, ¿por qué te marchas? Es incomprensible». ¡Es la justicia!
Violaine, en cierto momento del diálogo con Jacques, que parecía nor­mal y muy bello, cambia de tono y dice: «Si me entrego a vos, ¿sabréis cuidar de vuestra pequeña que os ama? Basta que me entregue comple­tamente a vos, y el resto es asunto vuestro y no mío» Empieza a intro­ducir una palabra que habría compro­bado de modo supremo si Jacques la amaba de verdad o no. Se trataba de decidir si Jacques hubiera tenido con­fianza en ella así como conviene a un amor entero, o si él hubiese cedido al ver la aparente evidencia, si hubiese cedido a la justicia. Pues la prueba del anillo se podía superar, la prueba de la acusación de traición se podía supe­rar, pero ¡la lepra era demasiado evi­dente (era, según la justicia de la épo­ca, la prueba evidente del castigo de Dios)! Frente a aquella prueba, ¿ha­bría sabido creer en ella hasta ese punto? ¡Hubiera tenido que ser tan gran­de como ella!
Violaine: «¡Ah, qué grande es el mundo y qué solos estarnos en él!». Ella estaba junto a Jacques; sin embar­go, siente que lo que le define es el mundo entero: en esta percepción, el hombre es tocado por el Misterio al tomar él conciencia de la nada que es. (Sigue el diálogo). Jacques: « No, Vio­laine, yo no soy monje, ni letrado, ni beato (es decir: «no me hagas discur­sos difíciles»); yo trabajo la tierra, no hay que pedirme que comprenda lo que está por encima de mí ... A cada uno lo suyo, en esto consiste la justi­cia». Jacques está definido por la jus­ticia, por su medida! Violaine: «Pero yo no os amo porque esto sea justo; y, aunque no lo fuera, os seguiría aman­do igual o más aún». Y aquí empieza a derrumbarse lo que Jacques se había construido: «No os comprendo, Vio­laine». «No puede -sigue Violaine- ­hablarse de justicia entre nosotros, sino solamente de fe y de caridad. Ale­jaos de mí cuando aún estáis a tiem­po». Jacques: «No comprendo Violai­ne». Y así cada vez más: «No os com­prendo», «¡qué extrañas palabras son éstas!», «no comprendo».«Pero os amo». Violaine había intentado per­suadir a Jacques antes, para liberarle así de la gran prueba. Pero luego cambia su acritud: ¡porque si Jacques, a pe­sar de todo, ha dicho «os amo», en­tonces estará dispuesto a vivir con ella realmente una unidad que es de otro mundo, una unidad infinita: si él tam­bién ha llegado hasta ese punto, al punto de quererla y amarla sin poder poseerla («¡Oh Jacques, no seremos marido y mujer en este mundo!»), en­tonces es algo del otro mundo. Violai­ne: «Entonces no conviene ya que re­serve nada y que guarde más para mí este grande, este inefable secreto... ¡Conoce, pues, esta carne que tanto has amado!».
Jacques ve la lepra y, de pronto, vuelve la espalda a Violaine: todo el diálogo sigue así de espaldas. Y mien­tras antes era «no comprendo», «no comprendo», y luego «sí, Violaine, os amo... os amo», ahora es «No, Violai­ne», «no, Violaine», «infame Violai­ne», «maldita Violaine». Violaine se marcha a la caverna de piedra de los leprosos.
Jacques Hury -el último persona­je de la segunda terna- es un perfec­to hombre de bien, honrado, fuerte, trabajador, pero cuando la prueba in­tente romper su medida (la justicia), él manifiesta roda su mezquindad. Es decir, se hubiera rebelado si alguien le hubiera dicho «tú no amas a Violaine», pero no la amaba. Porque el amor es algo más grande que aferrar el cuer­po, o ser fiel a una imagen de mujer pensada por nosotros. Es un camino junto a algo más grande, y es una ta­rea, una función para algo más gran­de. Todo lo que no está abierto a lo más grande no es realmente humano. Y, sin esto, el límite se convierte en una cárcel y luego en un sepulcro. Jacques se casa con Mara. Tienen una niña que luego muere. Mara va, empujada por el remordimiento -casi como si la muerte de su niña fuese una venganza de Violaine-, a ver a su hermana y echa a la niña muerta en sus brazos. Violaine aferra la niña en su seno y de su pecho sale una gota de leche que hace resucitar a la niña muerta. Y se la devuelve a Mara, que corre a su casa sin pensar en nada más que en su niña (¡porque esta es la justicia!). Pero la pequeña ahora tiene los ojos del mismo color que los de Violaine, y el ser profundo de Jacques comienza a despertar a cau­sa de este hecho y empieza a com­prender lo que él no había sido nunca en su vida. Entonces Mara no puede más, pues incluso el don de la niña que le había sido devuelta le quita al ma­rido, ya que Jacques está continuamen­te polarizado y atraído por aquellos ojos, que son los ojos de Violaine.
Mara, entonces, vuelve al lugar donde se encontraba su hermana para ma­tarla. Pierre de Craon encuentra a Vio­laine que se está muriendo, la coge -él, que cuando quiso tocarla había sido castigado, ahora es el único que puede tocar aquel cuerpo leproso (porque todo en este drama se contra­pone maravillosamente en una sime­tría de perfección estética absoluta)-, y la lleva a su casa. Mientras tanto, Anne Vercors había vuelto vivo de Je­rusalén y, al ver el cuerpo de Violai­ne, exclama: «Este es el tiempo en que las mujeres y los recién nacidos go­biernan a los sabios y a los ancianos! ¡He aquí que me he escandalizado como un judío porque la faz de la lgle­sia está oscurecida!... Pero mi hija Vio­laine fue más sabia. ¿Es acaso el vivir el objeto de la vida? ¡No vivir, sino morir, y no fabricar la cruz sino subir a ella y dar lo que tenemos con ale­gría! ¡Ésa es la alegría, ésa es la libertad, ésa es la gracia, ésa es la juventud eterna!... ¿Qué vale el mundo compa­rado con la vida? ¿Y de qué sirve la vida, sino para darla? ¿Y por qué ator­mentarse cuando es tan simple obe­decer?».
¿Acaso el fin de la vida es vivir?, ¿acaso el fin del amor a una mujer es amar a una mujer? ¿acaso el fin de te­ner hijos es tener hijos? ¿acaso el fin de tener una carrera, un trabajo... es tener una carrera, un trabajo?
No vivir, sino morir, y dar lo que tenemos con alegría. Cómo dar lo que tenemos con alegría, esto, Dios nos lo hará ver a cada uno de nosotros.



* Justicia es el nombre de una mártir cristiana cuya tumba había sido hallada en las excavaciones realizadas para cimentar la nueva catedral que Pierre de Craon ha­bía empezado a construir.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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