Retrato del Meeting con el escritor y dramaturgo francés Eric-Emmanuel Schmitt, que ha estado por primera vez en Rímini
Eric-Emmanuel Schmitt es un hombretón enorme. Asoma por un pasillo y llega al luminoso hall del Grand Hotel con paso decidido y una sonrisa seductora. Enseguida le digo que tengo la sensación de que le conozco desde hace años, le enumero los libros suyos que he leído y le muestro mi entusiasmo por su generosa producción, unas veces en cine, otras en teatro, otras en estéreo, como aquel CD que acompañaba su obra Mi vida con Mozart. Es un sueño hecho realidad: me encuentro con un autor que no solo es uno de los grandes de la literatura contemporánea, sino un escritor auténtico, narrador de historias fantásticas, llenas de preguntas muy verdaderas. Con esa manía de hacer preguntas. Para mí, para muchos de nosotros, es un autor del “corazón”, prolífico y ecléctico. Un hombre que ha vendido decenas de millones de copias de sus libros, miembro destacado del jurado del Premio Goncourt y, en definitiva, del Olimpo de la cultura mundial. Tendría todos los motivos para ignorarme y sin embargo, como suele pasar con las grandes personalidades, es de una humildad desarmada y desarmante.
Nos cruzamos algún que otro mail la primavera pasada gracias a una intuición de Marco Aluigi, del Meeting de Rímini, y al empeño de dos directivos del mundo editorial italiano, Sandro Ferri, un jefe de edición estupendo, y Lorenzo Fazzini, responsable de la Libreria Editrice Vaticana. Schmitt aceptó ir al Meeting con una hermosa carta de respuesta a la invitación que le enviamos con nuestros amigos de Rímini («Compartimos los mismos valores. Y una visión del mundo basada en el respeto a los demás, el diálogo y la reflexión»). Sin duda, le atrajo la idea de un diálogo sobre literatura como expresión del carácter irreductible del ser humano. Pero sobre todo le convenció, y es lo primero que me dice, la idea de conversar con el escritor Daniele Mencarelli, después de leer su libro Tutto chiede salvezza. Dice Schmitt: «Me ha parecido precioso. Son historias muy humanas y bien contadas. Me encantaría tener un diálogo público con él porque percibo cierta afinidad. Afortunadamente, ayer acabé, antes de salir de Bruselas, el tercer volumen de la historia de la humanidad que estoy escribiendo. Tenía pendiente entregarlo y ya lo he hecho».
Nos sentamos en una mesita del Grand Hotel y llega también Mencarelli. Al margen de las barreras lingüísticas, entre los dos da comienzo un intercambio muy profundo. En juego hay mucho más que la preparación del encuentro en el Meeting. Schmitt habla del trabajo en el que está inmerso. «Toda mi vida he querido escribir esta obra para contar la historia de la humanidad novelada, a través de personajes fuertes, vitales y creíbles. Como repito a menudo, me considero un optimista trágico. La humanidad no habría progresado sin el mal. Se lo quiero decir al público de Rímini».
Mencarelli le pide que explique mejor qué quiere decir cuando habla de la ignorancia como virtud, y yo añado mi recuerdo del entonces cardenal Joseph Ratzinger que justo en Rímini habló de la “gnosis” como uno de los mayores peligros de la fe. La cara de Schmitt se ilumina y dice que el saber humano es falaz cuando pretender poseer algo. «Desde los filósofos de la antigüedad, la verdadera sabiduría va ligada a la conciencia de la ignorancia. La fe no es un saber demostrativo, sino más bien una forma de abandono confiado de la ignorancia. Por eso yo distingo entre enigma y misterio. El enigma no me interesa. El misterio es insondable e inagotable. De ahí el carácter irreductible del ser humano, lo que nos hace hermanos es la pregunta. No dejar de hacerse las preguntas últimas, sobre la vida y la muerte. La sociedad nos propone hoy sustitutivos para la felicidad. La Biblia los llama ídolos y en este momento de la historia vivimos sumidos en ellos». Mencarelli le interrumpe, cita a Camillo Sbarbaro, un gran poeta italiano, y dice: «La felicidad viene del dolor, de la herida, a veces de la incapacidad para mantenerse en pie ante el abismo del mal y la nada». La cuestión de la fe anima la discusión y Schmitt sigue contando con total libertad: «Cuando publiqué El Evangelio según Pilato, se me acercó una famosa periodista de Le Monde. Era seguidora mía y el libro le había gustado mucho, pero estaba preocupada. Me dio un consejo: “No debes decir que eres creyente porque corres el riesgo de que te metan en una burbuja, una especie de contenedor donde acaban confinados los escritores católicos”. Le respondí que en esa burbuja tal vez podría encontrarme con Charles Péguy o George Bernanos… Hoy es diferente. Han pasado veinte años y el clima ha cambiado, también en Francia, que vive obsesionada por el laicismo. El catolicismo como vaga tradición del pasado también puede resultar muy útil en términos de marketing, como demuestran algunos de mis colegas con éxito. Sigo siendo un creyente agnóstico, lleno de dudas y preguntas. Todo empezó una noche de Gracia en el desierto, como cuento en mi libro La noche del fuego. Yo era ateo, hasta esa noche. No buscaba a Dios, pero él vino a mi encuentro».
La cultura contemporánea soporta mal el eclecticismo, el enfoque poliédrico de un relato. Mencarelli dice que su segunda novela ha inspirado una serie en Netflix. Schmitt explica cómo llevó al cine algunas de sus obras (El señor Ibrahim y las flores del Corán, Odette, una comedia sobre la felicidad, Pequeños crímenes conyugales, Cartas a Dios). «Mi receta es fácil: siempre me refiero a mis personajes, me remito a ellos para entender qué camino hay que tomar, qué hacer. Hay que tener en cuenta que el relato escrito siempre será superior a su reducción para la pantalla. Porque deja que el lector, con su fantasía e imaginación, complete el itinerario que la obra sugiere». Nuestra conversación llega al acto creativo, el momento más decisivo en la historia de un artista. Schmitt confiesa: «Escribí El señor Ibrahim en solo cuatro días, de corrido. A veces creo que solo se trata de escuchar algo que ya existe, que crece y se desarrolla en nuestro interior. Como pasa con la música». Nuestro escritor francés se graduó en Filosofía en la Normale de París, y en Música en el Conservatorio de Lyon. Pero su abuelo era un artesano huérfano al que Schmitt observaba en su minucioso trabajo todos los días. «Para mí la escritura es eso: cincelar pacientemente, día tras día, volver sobre las frases ya escritas. Mejorar, volver a empezar de cero una y otra vez. Lo he visto hacer desde pequeño y creo que esas dos actitudes, saber escuchar atentamente y elaborar con paciencia, deben caminar juntas». Andrea Moro, lingüista y neuropsiquiatra en la Universidad de Pavía, conoció a Schmitt hace unos años y su encuentro en el Meeting fue muy cálido. Así lo recuerda Moro: «Mi teoría sobre Schmitt es que es uno de los pocos escritores contemporáneos que sabe usar la sintaxis como hacían los latinos. Se lo dije muchas veces. Tal vez solo le iguala Marguerite Yourcenar. Me refiero a la estructura sintáctica, que recalca ciertos modelos de la literatura clásica». Le pregunto a Schmitt si se considera un “papista”, como el cantante lírico del film El festín de Babette. «Actualmente el papa Francisco es una figura muy apreciada también por los que no se consideran cristianos o por gente atea. A veces tengo la sensación de que ha liberado al cristianismo de esa jaula que habían construido a su alrededor».
Al salir del recinto nos cruzamos con el padre Mauro Lepori, abad general de la orden cisterciense. No se conocen, pero Lepori se acerca a saludar al escritor y le dice: «En el convento leemos mucho sus libros». Schmitt se conmueve por un instante. Qué pequeño es el mundo y qué grande es Dios.
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