Fragmentos del diálogo sobre el lema de esta edición con el cardenal Matteo Zuppi, presidente de la Conferencia Episcopal Italiana
Bernhard Scholz: ¿Por qué el hombre necesita esta pasión para vivir?
Card. Zuppi: Dicen que la nuestra es la generación de las pasiones tristes. En realidad, las pasiones tristes son las más cargadas de agitación por el yo, bulímicas del yo; y el individualismo las ha sometido a una amplificación digital. Por el contrario, la pasión por el hombre me permite descubrirme a mí mismo al encontrarme con los demás, “abre” el individualismo al encuentro con el prójimo: no un encuentro demostrativo, que me sirve para demostrar algo, sino generativo, creativo. La pasión no sale de un laboratorio. Por todas partes hay “técnicos de laboratorio” que nos dicen: «cuidado, no hagas esto...», siempre tienen algo que decir, porque cuando la vida no sale de un laboratorio, a veces se ensucia, se cometen errores. Esa pasión es lo que me permite salir de mí mismo para descubrir quién soy, precisamente porque me encuentro con otros. Eso es la pasión por el hombre. Algo de lo que todos tenemos necesidad, una necesidad enorme. Hace tiempo se hablaba de la desertificación espiritual –creo que no hemos mejorado mucho–, pero debemos interpretarla mejor como sed de esa agua que es la pasión por el hombre. Que luego se presenta a veces con formas complicadas, a veces imposibles, mediante encuentros imposibles. Me impresiona cómo habla Giussani de Pasolini –hablamos de los años 60 y no es que Pasolini estuviera muy bien visto que digamos en el mundo católico– reconociendo en él la búsqueda de lo más íntimamente humano. Porque él intuía una pregunta profunda que coincidía con el deseo de Pasolini, y sabía reconocerla. Sin embargo, a veces nos rasgamos las vestiduras pensando que ya no queda nada, solo desierto... Si tenemos esa pasión, la podemos reconocer independientemente de las formas que adopte. De lo contrario los “técnicos de laboratorio” enseguida vendrán a decirnos: «no, eso no funciona, no se corresponde con lo que indica la etiqueta, con el itinerario previsto…». La inmensa pasión que movía a Giussani le permitía reconocer la pasión de los demás, aunque estuviera oculta, por lo profunda que era, y lo hacía de manera muy libre, como debe ser.
Scholz: ¿Cómo nació en usted esa pasión?
Zuppi: Siempre por un encuentro. Mis padres eran creyentes, con dos formas de fe muy distintas, por sus orígenes, pero complementarias. Mi padre era de Roma: una fe afectiva. Mi madre era de cerca de Milán: digamos que un poco más esencial. Luego me encontré con gente de la comunidad, de los inicios de la comunidad de San Egidio, que me dijo: oye, nos vemos para rezar juntos antes de ir a clase. ¿Rezar? Gracias, pero ya tengo a mi padre y a mi madre… Pero aquello me hizo descubrir algo nuevo, me di cuenta de que la oración no era algo repetitivo, lejano, hereditario al fin y al cabo, sino algo que podía encontrar yo. Luego tuve otro encuentro, con la periferia digamos, con las grandes periferias de Roma, con aquel “tercer mundo”, como se decía entonces, oculto en la ciudad. A finales de los 60, más de cien mil personas vivían en chabolas en Roma. Así empezó la comunidad de San Egidio y así fue mi encuentro con un evangelio vivo, un evangelio que tocaba todo en la vida, era una pasión que sentía y que me abría a apasionarme por otros.
Scholz: El filósofo francés Jean Paul Sartre escribió en 1943 un libro famosísimo, 'El ser y la nada', donde afirma: «Emborracharse en soledad es lo mismo que conducir a los pueblos, el hombre es una pasión inútil». Justo lo contrario de lo que estamos diciendo. ¿Cómo es posible que el hombre llegue a ser tan infiel, que llegue a descuidar tanto su experiencia, alejándose tanto de sí mismo que llegue a afirmar algo así?
Zuppi: Lamentablemente es muy posible. Diría que hay muchas variantes. El hombre digital es una última variante que estamos empezando a ver y entender. ¿Cómo es posible? Es posible porque el mal existe y nos aísla. No debemos acostumbrarnos al horror de la guerra, la deshumanización, mirar a los demás como si no tuvieran nada que ver conmigo, como si su sufrimiento no interpelase a mi vida. El mal nos separa de los demás. En este sentido, yo diría que la pasión por el hombre es justo lo contrario de la idea que destila el mal, esa tendencia a ser tú mismo afirmándote por encima de los demás, despreciando a otros. Es una idea de vida que yo calificaría de “pornográfica”, vista como prestación, vitalismo o afirmación de uno mismo que acaba siendo ofensiva para la debilidad y la fragilidad, llegando así al descarte, como diría el Papa, como si ya no sirvieras para nada. Aunque a veces se intente decir de manera más elegante, pero ya no sirves, ya no tienes valor. Creo que esto es fruto del mal. Somos la generación que más tiene respecto a las generaciones anteriores, pero es una generación vacía de amor, llena de personas tristes. Como diría el Salmo, «el hombre no comprende en la opulencia, es semejante a las bestias». Vivimos en la opulencia pero no hemos comprendido mucho más, de hecho comprendemos mucho menos.
Scholz: Usted se ha referido varias veces al cambio cultural provocado por la digitalización. Me permito leer una breve cita del famoso científico Derrick De Kerckhove, que participó en el Meeting del año pasado y dijo: «Desde Cambridge Analytica, deberíamos haber intuido hasta qué punto las opiniones públicas están fuertemente influenciadas por algoritmos, pero por otro lado son esos mismos algoritmos los que crean divisiones, corrientes de fake news y en consecuencia tendencias polarizadas que radicalizan a la opinión pública». Eso es lo que está pasando. Pero luego va más allá: «El nivel cognitivo y crítico se está rebajando debido al impacto de los medios digitales. Las redes sociales han puesto en el centro del debate las emociones y opiniones, de consumo más fácil que el pensamiento crítico, que ya no se desarrolla. Estamos ante la mayor crisis epistemológica de la historia. Al mundo digital no le interesa ni el significado literario ni el sentido». Y termina su diagnóstico con una pregunta que me gustaría hacerle a usted. «La cuestión sigue abierta, ¿cómo puede pasar el hombre de la cultura alfabética a la digital manteniendo íntegro su yo?».
Zuppi: Antes me refería al hombre digital, a la inteligencia artificial y a cómo incide la navegación digital en todos nosotros. Esa incidencia resulta evidente en muchos casos: yo busco una cosa y, quién sabe por qué, al cabo de un tiempo me siguen llegando cosas parecidas que quieren captar mi atención llevándome a otra parte. Los algoritmos siempre influyen en nuestra vida y muchas veces confiamos en ellos porque, en el fondo, con pasiones tristes o con escasa pasión por el otro –por el Señor o por los demás, van muy unidas–, llega un momento en que es bueno confiar, aunque sea en un algoritmo. Me parece que nos enfrentamos a un gran desafío. Creo que la reflexión de estos días os ayudará a entender esa pasión que os ha alcanzado, que os ha implicado y que ahora vivís, y también servirá para reavivarla. En realidad, el cristiano es alguien que ve porque mira con pasión. Cuando no hay pasión, no te das cuenta de nada. O bien –como el hombre digital– te das cuenta de todo, pero lo amortiguas, sin vincularte a nada porque todo se reduce a un consumo y al final todo está en función de mi bienestar. Cuando uno tiene pasión por el hombre parece que la vida de complica... pero aquí no veo tanta gente triste. Muchos de vosotros os habéis complicado la vida, hacéis caritativa de mil formas... Pero lo cierto es que llevar esa vida complicada, en vez de dedicarse a ir al estadio o a ver la televisión, os ha hecho descubrir un mundo, ha abierto multitud de respuestas, es una experiencia que se convierte en inteligencia. Es decir, uno se complica la vida pero en realidad vive con más pasión, y eso nos permite descubrir quiénes somos, quién soy, por qué existo y lo mucho que puedo hacer.
Scholz: La pasión por el hombre que tenía Giussani era una pasión profundamente educativa. Educar hoy a los jóvenes parece mucho más difícil que hace diez o veinte años. ¿Qué quiere decir tener una pasión educativa en este momento histórico?
Zuppi: Muchos están aquí porque han conocido a alguien. No sé si es cierto que hoy es más difícil. Cuando pienso en lo cabezota que era hace 50 años... Por ejemplo, la ideología, ciertas simplificaciones un poco milenarias, el dogmatismo de aquella época... no creo que fuéramos más fáciles y domesticables. Luego encontramos algo que nos cambió, nos habló, nos tocó, una pasión que nos ayudó a entender lo que no entendíamos y a encontrar lo que buscábamos. Ahora, tal vez, no hagan falta tantas lecciones, nuestros jóvenes necesitan testigos, gente creíble, auténtica, que hace lo que dice, que tiene pasión, que sueña, ancianos que sueñan. Entonces los jóvenes también sueñan y en el gran "examen" de la vida intentan salir del laboratorio del que hablábamos antes, o de miles de interpretaciones, para poder vivir. Eso es lo que creo que hace falta. Y también que dejen de multiplicarse las instrucciones de uso y consumo para empezar a ayudarnos a usar y jugar el bellísimo juego de la vida.
Scholz: Usted quería citar algo…
Zuppi: La traca final. Es algo que me llamó mucho la atención de Giussani en su biografía. Durante uno de sus primeros viajes en 1960-61, don Giussani conoció a un grupito de misioneros del PIME en Santana, una pequeña ciudad fluvial en el Amazonas, cerca de Macapá. Uno de aquellos sacerdotes era el padre Angelo Biraghi, «grande y gordo». Una tarde le dijo: «Acompáñame en un tramo de la visita pastoral a las comunidades del interior». Dice Giussani: «Vi que lo decía con un aire un poco socarrón, un poco irónico, pero yo dije que sí. Fui con él y en un momento dado, después de algunas horas de coche, se acababa la carretera y el coche tenía que volver atrás, porque empezaba allí un pantano que se tardaba ocho horas en atravesar, y ya se hacía de noche (había una nube de mosquitos que te hinchaba la cara)». En ese momento el padre Biraghi le dijo: «Mira, estaba bromeando, vuélvete». Entonces el padre misionero «se puso unas botas que le llegaban hasta la cintura, y comprendí enseguida por qué me había hablado así: empezó a entrar en aquel fango hasta las caderas, en el que se tardaba un minuto en avanzar un metro. Yo estaba allí viendo cómo se alejaba y él se volvía hacia atrás, me saludaba, sonreía con la sonrisa socarrona del primer día. Era tarde, allí el sol se pone en un cuarto de hora, así que ya oscurecía y se le veía un poco lejos, rodeado justamente por la nube (de insectos, se entiende). Su primera meta, después de ocho horas, era un seringueiro que trabajaba en aquella zona de la selva extrayendo goma de los árboles». Una persona. «Giussani no lo olvidará en toda su vida. “Cuento siempre a mis amigos este detalle; habré estado allí al menos media hora sin moverme pensando: ¡Pero mira lo que es el cristianismo! Es este hombre que arriesga su piel por uno (¡uno!), por ir a ver a uno al que no conocía antes y al que posiblemente no iba a ver más en su vida”». En aquel instante tuvo «la percepción viva de que el cristianismo nace precisamente como amor al hombre».
Eso es lo que lo deseo para mí y para vosotros: esa misma pasión.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón