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Huellas N.6, Abril 1987

PALABRA DEL PAPA

María en el tercer milenio

«La Iglesia fija sus ojos sobre Ti como en el modelo propio. Los fija, en particular, en este periodo en el que se dispone a celebrar el acontecimiento del tercer milenio de la era cristiana. A fin de prepararse mejor a esta solemnidad, la Iglesia dirige sus ojos a Ti, que fuiste el instrumento providencial del que se sirvió el Hijo de Dios para convertirse en Hijo del Hombre y dar comienzo a los tiempos nuevos.
Con esta intención la Iglesia quiere celebrar un año especial dedicado a Ti, un año mariano que, comenzando en el próximo Pentecostés, se terminará al año siguiente, con la fiesta grande de tu Asunción al cielo. Un año que toda diócesis celebrará con iniciativas particulares, orientadas a profundizar tu misterio y a favorecer la devoción hacia Ti en un renovado compromiso de adhesión a la voluntad de Dios, siguiendo el ejemplo ofrecido por Ti: Esclava del Señor.
» (de la homilía pronunciada por el Santo Padre, en la misa del día 1 de enero de este año, solemnidad de Santa Maria, Madre de Dios).
Estas palabras ofrecen la clave para poder leer en profundidad las razones que han llevado al Papa a poner a toda la Iglesia en una actitud de particular devoción mariana, que se desarrollará a través del «tejido del año litúrgico» y de la «geografía de los santuarios». Es una actitud que siempre ha caracterizado los momentos decisivos de la historia cristiana. Y en esta expectante y misteriosa vigilia del tercer milenio se percibe que la decisión de las decisiones es poner al mundo en estado de Gracia.
Hacia este fin se dirige el Año dedicado a la Madre de Jesús y Madre de la Iglesia.
M.V.

Nadie como María puede introducirnos en el misterio divino y humano de Cristo «Redemptor Hominis»
María es Madre de la Iglesia, porque en virtud de la inefable elección del mismo Padre Eterno y bajo la acción particular del Espíritu de Amor, ella ha dado la vida humana al Hijo de Dios, «por el cual y en el cual son todas las cosas» y del cual todo el Pueblo de Dios recibe la gracia y la dignidad de la elección. Su propio Hijo quiso explícitamente extender la mater­nidad de su Madre -y extenderla de manera fácilmen­te accesible a todas las almas y corazones- confiando a ella desde lo alto de la Cruz a su discípulo predilec­to como hijo. El Espíritu Santo le sugirió que se que­dase también ella, después de la Ascensión de Nues­tro Señor, en el Cenáculo, recogida en oración y en espera junto con los Apóstoles hasta el día de Pente­costés, en que debía casi visiblemente nacer la Iglesia, saliendo de la oscuridad. Posteriormente todas las ge­neraciones de discípulos y de cuantos confiesan y aman a Cristo -al igual que el apóstol Juan- acogieron es­piritualmente en su casa a esta Madre, que así, desde los mismos comienzos, es decir, desde el momento de la Anunciación, quedó inserida en la historia de la salvación y en la misión de la Iglesia. Así, pues, todos nosotros, que formamos la generación contemporánea de los discípulos de Cristo, deseamos unirnos a ella de manera particular. Lo hacemos con toda adhesión a la tradición antigua y, al mismo tiempo, con pleno res­peto y amor para con todos los miembros de todas las comunidades cristianas.
Lo hacemos impulsados por la profunda necesidad de la fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, si en esta difícil y responsable fase de la historia de la Iglesia y de la humanidad advertimos una especial necesidad de dirigirnos a Cristo, que es Señor de su Iglesia y Señor de la historia del hombre en virtud del misterio de la Redención, creemos que ningún otro sabrá introducirnos como María en la dimensión divi­na y humana de este misterio. Nadie como María ha sido introducido en él por Dios mismo. En esto con­siste el carácter excepcional de la gracia de la Materni­dad divina. No sólo es única e irrepetible la dignidad de esta Maternidad en la historia del género humano, sino también única por su profundidad y por su radio de acción en la participación de María, imagen de la misma Maternidad, en el designio divino de la salva­ción del hombre, a través del misterio de la Reden­ción.
Este misterio se ha formado, podemos decirlo, bajo el corazón de la Virgen de Nazaret, cuando pronun­ció su fiat. Desde aquel momento este corazón virgi­nal y materno al mismo tiempo, bajo la acción parti­cular del Espíritu Santo, sigue siempre la obra de su Hijo y va hacia todos aquellos que Cristo ha abrazado y abraza continuamente en su amor inextinguible. Y por ello, este corazón debe ser también maternalmente inagotable. La característica de este amor materno que la Madre de Dios infunde en el misterio de la Reden­ción y en la vida de la Iglesia, encuentra su expresión en su singular proximidad al hombre y a todas sus vi­cisitudes. En esto consiste el misterio de la Madre. La Iglesia, que la mira con amor y esperanza particularí­sirna, desea apropiarse de este misterio de manera ca­da vez más profunda. En efecto, también en esto la Iglesia reconoce la vía de su vida cotidiana, que es to­do hombre.
El eterno amor del Padre, manifestado en la his­toria de la humanidad mediante el Hijo que el Padre dio «para que quien cree en Él no muera, sino que tenga la vida eterna», este amor acerca a cada uno de nosotros por medio de esta Madre y adquiere de tal modo signos más comprensibles y accesibles a cada hombre. Consiguientemente, María debe encontrar­se en todas las vías de la vida cotidiana de la Iglesia. Mediante su presencia materna la Iglesia se cerciora de que vive verdaderamente la vida de su Maestro y Se­ñor, que vive el misterio de la Redención en toda su profundidad y plenitud vivificante. De igual manera la misma Iglesia, que tiene sus raíces en numerosos y variados campos de la vida de toda la humanidad con­temporánea, adquiere también la certeza y, se puede decir la experiencia de estar cercana al hombre, a to­do hombre, de ser «su» Iglesia: Iglesia del Pueblo de Dios.
(Redemptor Homini,22)



En la «Dives in Misericordia» la Madre del Salvador es· presentada como la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina
Además María es la que de manera singular y ex­cepcional ha experimentado -como nadie- la mise­ricordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia parti­cipación en la revelación de la misericordia divina. Tal sacrificio está estrechamente vinculado con la Cruz de su Hijo, a cuyos pies ella se encontraría en el Calva­rio. Este sacrificio suyo es una participación singular en la revelación de la misericordia, es decir, en la ab­soluta fidelidad de Dios al propio amor, a la alianza querida por Él desde la eternidad y concluida en el tiempo con el hombre, con el pueblo, con la humani­dad; es la participación en la revelación definitivamen­te cumplida a través de la Cruz. Nadie ha experimen­tado, como la Madre del Crucificado, el misterio de la Cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente jus­ticia divina con el amor: el «beso» dado por la miseri­cordia a la justicia. Nadie como ella, María, ha acogi­do de corazón ese misterio: aquella dimensión verda­deramente divina de la Redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su fiat definitivo. María, pues, es la que conoce más a fondo el mis­terio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Ma­dre de la misericordia: Virgen de la misericordia o Ma­dre de la divina misericordia; en cada uno de estos tí­tulos se encierra un profundo significado teológico, porque expresan la preparación particular de su alma, de toda su personalidad, sabiendo ver primeramente a través de los complicados acontecimientos de Israel, y de todo hombre y de la humanidad entera después, aquella misericordia de la que «por todas las genera­ciones» nos hacemos partícipes según el eterno desig­nio de la Santísima Trinidad.
Los susodichos títulos que atribuimos a la Madre de Dios nos hablan, no obstante, de ella, por encima de todo, como Madre del Crucificado y del Resucita­do; como de aquella que, habiendo experimentado la misericordia de modo excepcional, «merece» de igual manera tal misericordia a lo largo de toda su vida te­rrena, en particular a los pies de la cruz de su Hijo; finalmente, como de aquella que a través de la parti­cipación escondida y, al mismo tiempo, incompara­ble en la misión mesiánica de su Hijo ha sido llamada singularmente a acercar los hombres al amor que Él había venido a revelar: amor que halla su expresión más concreta en aquellos que sufren, en los pobres, los prisioneros, los que no ven, los oprimidos y los pe­cadores, tal como habló de ellos Cristo, siguiendo la profecía de Isaías, primero en la sinagoga de Nazaret y más tarde en respuesta a la pregunta hecha por los enviados de Juan Bautista.
Precisamente, en este amor «misericordioso», ma­nifestado ante todo en contacto con el mal moral y fí­sico, participaba de manera singular y excepcional el corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Re­sucitado -participaba María-. En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial ap­titud para llegar a todos aquellos que aceptan más fá­cilmente el amor misericordioso de parte de una ma­dre. Es éste uno de los misterios más grandes y vivifi­cantes del cristianismo, tan íntimamente vinculado con el misterio de la encarnación. «Esta maternidad de María en la economía de la gracia -tal como se expresa el Concilio Vaticano II­perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que man­tuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cie­los, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los do­nes de la salvación eterna. Con su amor materno cui­da a los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean con­ducidos a la patria bienaventurada».
(Dives in Misericordia,9)


María es tipo de la Iglesia. Con ella el Espíritu «Dominum et vivificantem» invoca la venida de Cristo
La Iglesia persevera en oración con María. Esta unión de la Iglesia orante con la Madre de Cristo for­ma parte del misterio de la Iglesia desde el principio: la vemos presente en este misterio como está presente en el misterio de su Hijo. Nos lo dice el Concilio: «La Virgen Santísima... , cubierta con la sombra del Espí­ritu Santo... , dio a la luz al Hijo, a quien Dios consti­tuyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno»; ella, «por sus gracias y do­nes singulares,... unida con la Iglesia... , es tipo de la Iglesia». «La Iglesia, contemplando su profunda san­tidad e imitando su caridad... , se hace también ma­dre» y «a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad since­ra». Ella (la Iglesia) «es igualmente virgen, que guar­da... la fe prometida al Esposo».
De este modo se comprende el profundo sentido del motivo por el que la Iglesia, unida a la Virgen Ma­dre, se dirige incensantemente como Esposa a su divi­no Esposo, como lo atestiguan las palabras del Apo­calipsis que cita el Concilio: «El Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: "¡Ven!"». La oración de la Igle­sia es esta invocación incesante en la que «el Espíritu mismo intercede por nosotros»; en cierta manera él mismo la pronuncia con la Iglesia y en la Iglesia para que, por su poder, toda la comunidad del pueblo de Dios, a pesar de sus múltiples ramificaciones y diver­sidades, persevere en la esperanza: aquella esperanza en la que «hemos sido salvados». Es la esperanza esca­tológica, la esperanza del cumplimiento definitivo en Dios, la esperanza del Reino eterno, que se realiza por la participación en la vida trinitaria. El Espíritu San­to, dado a los Apóstoles como Paráclito, es el custo­dio y el animador de esta esperanza en el corazón de la Iglesia.
En la perspectiva del tercer milenio después de Cris­to, mientras «el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Je­sús: "¡Ven!"», esta oración suya conlleva, como siem­pre, una dimensión escatológica destinada también a dar pleno significado a la celebración del gran Jubi­leo. Es una oración encaminada a los destinos salvífi­cos hacia los cuales el Espíritu Santo abre los corazo­nes con su acción a través de toda la historia del hom­bre en la tierra. Pero al mismo tiempo, esta oración se orienta hacia un momento concreto de la historia, en el que se pone de relieve la «plenitud de los tiem­pos», marcada por el año dos mil. La Iglesia desea prepararse a este Jubileo por medio del Espíritu Santo, así como por el Espíritu Santo fue preparada la Virgen de Nazaret, en la que el Verbo se hizo carne.
(Dominum et vivificantem,66)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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