Derecho a la vida o derecho al aborto: uno de los problemas más debatidos hoy en España. Es mucho lo que a través de este dilema se pone en juego. A menudo se quiere hacer del aborto el símbolo de la auténtica modernización del país -¡es su desafío!-, el campo de batalla entre progreso y oscurantismo intolerante
(religioso, conservador ... ). ¿En base a qué se definen estos términos? En el fondo, la cuestión sólo es una: ¿Es la vida un valor absoluto, o es un valor relativo que puede sacrificarse en nombre de otros valores?
LA PALABRA DE LA CIENCIA
Para una consideración correcta del problema del aborto es imprescindible -en primer lugar- tener en cuenta lo que dice la ciencia a propósito de la vida intrauterina del niño no nacido. Nadie mejor que ella puede determinar qué es lo que hay y qué sucede dentro del seno materno.
La vida de cualquier ser humano comienza con el encuentro de dos células sexuales: el óvulo y el espermatozoide. El óvulo fecundado -en el que apenas transcurridas 24 horas comienza una prodigiosa multiplicación celular- posee ya desde el principio el mensaje genético que le prefigura y que guiará todo su desarrollo. Lo que somos cada uno de nosotros (color de la piel y del cabello, sexo, aspectos de nuestra personalidad, etc.) estaba ya contenido en ese mensaje de vida y de humanidad que se genera en el momento de la fecundación.
La estructura genética y cromosómica de cada nuevo individuo es única e irrepetible. El embrión, por lo tanto, tiene una personalidad absolutamente diferenciada de la de la madre que lo contiene, y dirige -además- su propio desarrollo: es él -y no la madre- quien produce las hormonas necesarias para suspender el ciclo menstrual, quien produce la bolsa amniótica, el cordón umbilical y la placenta. Es él quien decide qué alimentos tomar y en qué medida tomarlos de la sangre materna. El embrión lleva impreso en sí la naturaleza del ser humano: contiene en número todas las características del hombre maduro y está dotado de una individualidad definida. Lo único que necesita es ser ayudado, del mismo modo que lo necesita un recién nacido o toda forma de vida humana indefensa.
El posterior desarrollo del embrión es un perfeccionamiento procesual del mensaje inicial contenido en el óvulo fecundado. A la cuarta semana el embrión tiene un cuerpo minúsculo: cabeza diferenciada, corazón latente, extremidades y cerebro esbozados. Es en este momento, tras un retraso de dos semanas en la menstruación, cuando la mujer puede comprobar la realidad de su embarazo.
A las ocho semanas, las manos, los pies, los órganos y el cerebro están ya presentes y, en adelante, sólo necesitarán desarrollarse. El sistema nervioso ya funciona y el feto es capaz de moverse y de sentir: percibe los sonidos del cuerpo de la madre e incluso su voz. No es difícil de imaginar que una sensación tan primaria como el dolor pueda ser capaz de sufrirla. A las doce semanas los rasgos del rostro ya están bien definidos y los órganos genitales externos a punto de diferenciarse.
En cuanto al desarrollo del cerebro, no hay solución de continuidad entre la vida fetal y la primera infancia. En su proceso de continuo desarrollo, el nacimiento sólo supone un cambio en el modo de respirar y de nutrirse. No hay ningún tipo de salto cualitativo.
¿Cuándo puede considerarse entonces al feto como un ser humano? O lo que es lo mismo, utilizando la terminología de los abortistas, ¿cuándo es posible decir que la portentosa potencialidad que encierra un embrión ha entrado en acto? La única respuesta posible es decir que desde su concepción; el embrión no es solamente un conglomerado celular del tamaño de una bellota y parásito de su madre (como señala Jesús Mosterín en El País, 18/10/86). El embrión es un cuerpo maravillosamente ordenado, que desde el primer instante lleva impreso el carácter humano y que no pierde nada de su individualidad por el hecho de pasar sus primeros meses de vida en el seno materno. Conviene además no olvidar que si tal «parásito» existe es porque es el fruto de una acción humana libremente realizada.
La ciencia demuestra, por lo tanto, que no hay nada que pueda decirse del feto, que no pueda aplicarse al recién nacido. Solamente el hecho de ser, todavía más débil e indefenso.
UNA CULTURA SIN CORAZÓN
Si esto es lo que dicta la naturaleza, ¿por qué no se la respeta? ¿ Por qué se relativiza la vida? ¿ De dónde nace la dificultad, la incapacidad y la indiferencia que impiden reconocer la vida del otro?
El origen está en la pretensión del hombre que -al no reconocer ningún absoluto que no sea él mismo- trata de erigirse en criterio de sí y de la realidad, a la que manipula a su gusto, según sus propios intereses, opiniones o reacciones. La consecuencia es que vivimos en un mundo cada vez más incapaz de ser humano. Porque es inhumana una cultura que -reduciendo la razón- no es capaz de captar y adherirse a la realidad según el significado que ella misma dicta: el feto es un individuo de la especie humana, ¡una vida humana!, y no hay ninguna razón jurídica, social o política que, siendo fiel a la realidad, pueda negarla... Pero se niega. Conviene entonces recordar aquella famosa frase de Saint Exupery: «Este es mi secreto. Es muy sencillo: sólo se ve con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos».
De este modo se avanza hacia una imagen de sociedad que, en nombre de la tolerancia y de una pretendida idea de libertad, reconoce cada vez menos valores positivos comunes, en base a los cuales construir una verdadera convivencia. ¿Qué clase de libertad es la que tiene necesidad de negar a otro para afirmarse a sí misma? La mentalidad abortista tiene su fundamento en aquella concepción de la libertad que desliga al hombre de cualquier dependencia objetiva y convierte en criterio fundamental de actuación el propio interés personal. Es la institucionalización del individualismo: si el único fin consiste en el bienestar personal, toda afirmación de algo que comporte dolor y sacrificio es automáticamente rechazada, supone una agresión para mi comodidad, para mi libertad: «Habrá circunstancias en que (el embarazo imprevisto) representará partir por la mitad la vida de una mujer, o arruinar su carrera profesional, o lo que sea» (Jesús Mosterín, cfr. El País, 18-10-86).
Semejante involución, ¿por qué no ha de llevar poco a poco a la eliminación del subnormal, del débil, del loco o de toda persona «socialmente indigna»? Desde el momento en que el valor absoluto de la vida es negado en un solo aspecto, entramos en la senda a través de la cual es posible llegar a cualquier forma de violencia y de vejación contra el ser humano.
LA FALACIA DE LA TOLERANCIA
Precisamente por esto, porque en el tema del aborto se ponen en juego los fundamentos mismos de una sociedad, no es posible reducirlo a un problema de conciencia personal. Es confuso y mistificatorio basarlo en una cuestión de tolerancia social y política. «En estas cuestiones nadie tiene derecho a imponer su modo de ver las cosas» ha escrito recientemente J. Sádaba. «La ley debe reconocer los derechos de los afectados. No impone nada a los que no están de acuerdo», se oye en muchas ocasiones.
Se olvida aquí que el problema del aborto interesa necesariamente a todo ciudadano de un estado que reconoce como uno de sus fines primordiales (según se afirma en la carta europea de los derechos del hombre) la defensa del derecho a la vida y de la integridad física y
psíquica de sus súbditos. Es una cuestión de deber cívico hacer valer los propios derechos -independientemente de cualquier consideración religiosa o moral- siempre que se pretende violar la misión del estado de defender el bien común de la sociedad. La aceptación del aborto no sólo conlleva la desprotección total de una vida humana inocente e indefensa, sino que supone -se quiera o no- el fenómeno efectivo de su destrucción.
Se exceden los límites de lo meramente individual cuando se pretende hacer que el estado apoye el derecho del más fuerte para suprimir al más débil. La objeción al aborto no es, pues, un totalitarismo. Es totalitaria, sin embargo, la postura de quienes -basados en un equívoco concepto de tolerancia- quieren hacer valer sus intereses personales sobre el bien común. Porque -repitámoslo una vez más- se atenta contra el bien común, cuando se considera lícito el derecho de unas personas a disponer de la vida de otros seres humanos. Como dijo Juan Pablo II en su viaje a España: «Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad» (21-11-82).
UNA EMANCIPACIÓN QUE NO EMANCIPA
Las argumentaciones que normalmente utilizan los partidarios del aborto no hacen sino demostrar la mentalidad egoísta e individualista que la sociedad de consumo radical-burguesa hace hoy habitual. La batalla por el aborto libre se ha convertido en uno de los pilares básicos para la consecución de la emancipación de la mujer. Ahora bien, si se analiza de cerca uno de los slogans fundamentales, « ... el útero es mío y hago con él lo que me da la gana», es fácil ver reflejados en él los principios fundamentales de la propiedad burguesa. El feto es considerado como un objeto propiedad de la madre. El criterio prioritario a la hora de decidir sobre la vida del hijo es el interés personal, aunque éste se camufle bajo una capa de necesidad. Es un triunfo más de la concepción consumista burguesa de la vida, cuyas consecuencias configuran, en muchos aspectos negativamente, nuestra sociedad. Por otra parte, el paso del feto objeto a la consideración del hijo objeto es muy pequeño: el modo con que se concibe hoy al embrión humano se proyecta inevitablemente en múltiples formas de entender la relación madre-hijo. Dentro de esta lógica se halla inmersa la consideración de las motivaciones socio-económicas como causa para abortar. Parece ser que así se evitarían los privilegios de aquellas mujeres que, poseyendo suficientes recursos económicos, pueden abortar sin ningún problema en el extranjero. El cuarto supuesto no soluciona el problema y manifiesta la verdad de la lógica que venimos denunciando: en los países occidentales en los que este supuesto es legal, la mayoría de las mujeres que se acogen a él (el 70% en Italia) son mujeres casadas, con una edad media de 30 años y para las que el embarazo no entraña especiales dificultades. Muchas de ellas abortan en el primer año de matrimonio.
Además, la aceptación de este supuesto manifestaría la falta de voluntad del estado para afrontar el problema, porque evita así la tarea de planificar seriamente otro tipo de respuestas (económicas, sociales, educativas) a la situación de embarazo de una persona necesitada, cuyo coste sería sin duda mayor. El aborto no es en ningún caso la respuesta a la situación de necesidad de un grupo de personas. Con la ley, los únicos beneficiados son aquellas personas para las cuales el aborto clandestino no es un problema.
La petición del aborto libre lleva también pareja una concepción de la sexualidad que -al no estar abierta a acoger una nueva vida y asumir el compromiso recíproco que comporta un posible embarazo- queda reducida exclusivamente a sus dimensiones fisiológicas. De este modo nos aproximamos a un estilo de vida completamente machista. Al rechazarse la maternidad, la mujer se convierte cada vez más en un objeto de consumo sexual. El gran beneficiado del aborto libre es el varón, porque así puede descargarse de todas las responsabilidades ante un hecho, el embarazo, que no es casual, sino fruto de una relación que hace igualmente responsables a dos personas.
Otro aspecto a considerar, que hoy no es dudado por nadie, está en las consecuencias nocivas para la vida de la mujer que el aborto puede acarrear, y no sólo físicas sino también psicológicas. Por ello, hay que decir sin ningún temor que el aborto es un ultraje contra la mujer, un atentado a su dignidad.
Estas tres últimas consideraciones ponen al descubierto la importancia de luchar por una auténtica prevención del aborto, tanto a nivel educativo como asistencial. Este debería ser el auténtico papel de los centros de planificación familiar. Normalmente éstos -imbuidos por la mentalidad abortista no son lugares en los que a través de una auténtica educación para la vida se ayude a sobrellevar (aportando soluciones) los riesgos de un embarazo imprevisto. Prueba de ello es que en los países donde el aborto es libre no existe una cultura capaz de facilitar su prevención: el aborto es el medio anticonceptivo más eficaz y utilizado.
CONCLUSIÓN
La única solución digna y eficaz al problema del aborto pasa por la difusión de una cultura colectiva e individual capaz de valorar al hombre en todos los momentos de su existencia. De aquí surgirá una auténtica prevención y una auténtica solidaridad: capacidad de acogida y sacrificio, respeto incondicional a la vida humana.
Pero un respeto así a la vida, una apertura total a la realidad, sólo es posible si se reconoce que nosotros no somos dueños de ella.
Una toma en consideración seria del problema del aborto reclama nuestra responsabilidad en el compromiso por la creación de una cultura más humana, una cultura que reconozca su dependencia original.
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