Conversación desarrollada en el encuentro «Una cultura para la Familia», organizado por el Sindicato de las Familias, en Milán a últimos de 1986.
El hombre puede aprender a vivir su pertenencia a un Destino último sólo a través de la guía y la compañía de otros hombres. La familia es el primer factor de este
descubrimiento fundamental para la dignidad de la persona.
TODO ES LUGAR DE EDUCACIÓN EN LA PERTENENCIA
Cada relación, cada impacto con la realidad, es un acontecimiento para profundizar en el ser; es un paso en el camino de aquella adhesión y ensimismación con el ser, en que consiste el crecimiento de la persona. Pues la persona es relación con el ser, es pertenencia al misterio, es relación con el infinito.
Fuera de esta pertenencia al misterio, fuera de esta relación determinada con el ser, la persona deja de comprenderse a sí misma, queda a merced de todo lo que sucede, como la hoja frágil y caduca que recordaba el antiguo poeta. Así también la comunidad, fuera de la pertenencia al misterio, se reduce a una especie de conjunto de individuos aislados, como granitos de polvo dentro de una polvareda, en una soledad sin fin.
Una poesía de Ciudakov, poeta clandestino ruso del Samizdat, define como un peligro que nos incumbe a todos, aquella situación que él acusa ya como normal en el hombre ruso: «Cuando gritan ¡un hombre al agua!, el transatlántico, grande como una casa, se para al instante, y aquel hombre es sacado del mar con los cables; pero cuando en el agua está el alma del hombre, es decir, cuando él se hunde en el horror y en la desesperación ni siquiera su propia casa se para, sino que se aleja».
Como una hoja, como un granito de polvo: quien no reconoce pertenecer a Dios es (así dice el primer Salmo de la Biblia) como «paja que se lleva el viento». O bien está definido por la ubris, por la violencia; esto es, la afirmación de sí mismo según la reacción provocada por los impactos con la realidad.
Sólo la pertenencia es la que establece la unidad de la persona; aquí, en efecto, todo se encauza y confluye hacia el destino para él que estamos hechos, destino que es origen lleno de tensión y de deseos, alfa y omega, principio y fin. Como dice Roland Barthes en sus Fragmentos de un discurso amoroso: «Si yo acepto mi dependencia es porque ella constituye para mí un medio para dar sentido a mi pregunta».
LA FAMILIA ES EL LUGAR DE EDUCACIÓN EN LA PERTENENCIA
En la familia resulta evidente cómo la persona fluye de un antecedente que la constituye por entero. En la familia es evidente que el elemento fundamental del desarrollo de la persona está en la recíproca pertenencia, conjugada de dos factores, el hombre y la mujer. Y es en la familia donde la verdadera pertenencia se revela como libertad: la verdadera pertenencia es libertad. Pues la libertad es aquella capacidad de adhesión (hasta la ensimismación y la asimilación) que se hace posible por un lazo. El primer aspecto de la libertad es afirmar un lazo, de otro modo la persona no crece porque ya no asimila más; pero es un lazo que pasa a través del momento de la responsabilidad. Un momento extraño, en cierto sentido, porque es precisamente la imitación del infinito, es el punto donde se vive la relación con el infinito: la responsabilidad plasma el lazo según la conciencia del destino, y según la conciencia de los deseos que el destino, en cuanto origen, suscita dentro de ella.
La familia entonces, es el lugar de educación en la pertenencia, porque en ella resulta evidente que el origen del hombre es una presencia ya existente, y que su desarrollo se asegura por la pertenencia a dos factores: pertenencia «conjugada», lazo plasmado en la responsabilidad.
UNA CONDICIÓN FUNDAMENTAL
Para educar en este sentido de la pertenencia, que define a la persona humana, hace falta casi un proceso de ósmosis, o para emplear otra metáfora, un «reflejo ejemplar». Es decir, esa educación en la pertenencia acontece si la conciencia de pertenecer a otro se trasluce en los padres: cuando en los padres se vislumbra la conciencia de que el propio yo es pertenencia, la conciencia de que la esencia de la propia persona consiste en pertenecer a otro (tanto que sin esta pertenencia, la propia consistencia personal caería en la nada). Bien, esta misma conciencia es la que se trasmite a los hijos. No a través de discursos: pues sin aquella «tensión osmótica» y sin aquel «reflejo ejemplar», los discursos no hacen más que establecer obstáculos en la propia conciencia de quien los escucha. En lugar de abrir camino, la palabra, sin esa condición fundamental que hemos dicho se convierte en obstáculo.
Si nosotros aplicáramos nuestra autoconciencia hasta el fondo; si reflexionáramos sobre nosotros mismos hasta el fondo, en cuanto adultos y no ya como niños, ¿qué evidencia nos impresionaría más que cualquier otra? Esta: que en este determinado momento, en este instante yo no me estoy haciendo por mí mismo. Yo no me hago por mí mismo. Por tanto en este determinado momento, soy como un chorro que sale de un manantial. Así que decir «yo» con plena conciencia (no podemos más que emplear esta palabra, que es la más digna y la más humana del vocabulario) es decir «tú». Yo, en este instante, no tengo evidencia más grande que el hecho de que soy «tú-que-mehaces».
Sin adentrarse en esta experiencia uno no puede comprender de verdad lo que es rezar. Sólo en el acto de pedir está la conciencia que tenemos de nosotros mismos hasta el fondo, esto es, la conciencia del reconocimiento del Tú al que pertenecemos: Padre Nuestro. Dice la Biblia: «Tan Pater, nemo», nadie es Padre así. Porque el padre natural da la salida inicial a la criatura mientras que el Padre, que es el Ser al que pertenecemos, nos da la vida en cada instante, me está dando la vida ahora como en el primer instante. Por eso yo estoy totalmente hecho por Él, le pertenezco totalmente, así que incluso «los cabellos de vuestra cabeza están contados», como dice el Evangelio.
Pero sobre todo, en esa percepción y en esa transparencia de conciencia, brota la experiencia más estimulante, más consoladora y más fascinante de la vida: es la experiencia de la total gratuidad por el hecho de que yo existo. No hay nada más estimulante y más fascinante que esto: el hecho de que existo implica la bondad original, aquella bondad fundamental e ineludible del Ser, y por tanto el aspecto de don de positiva riqueza que es el ser para todo aquél a quien da la vida.
Es precisamente en esta experiencia de la gratuidad donde aquella «tensión osmótica», de la que hemos hablado antes, y donde aquel «reflejo ejemplar» pueden realmente acontecer. Hay una característica de gratuidad en el temperamento del padre y de la madre que se necesita para que se realice la educación. Es en la experiencia de la gratuidad donde el proceso de educación en la pertenencia puede darse entre padres e hijos.
Esta experiencia tiene en cierto modo dos vertientes. La primera es la gratuidad hacia el ser, hacia Dios; es la gratitud hacia el que da la vida, hacia Aquél del que la vida está hecha, que se convierte en gratitud hacia el hijo concebido. Yo creo que los defectos más graves de a personalidad pueden depender de la falta de gratitud con la que un padre o una madre han esperado o recibido a un hijo. Porque la gratitud hacia aquél que nace, es el estupor ante la gratuidad del ser, es la transparencia de la conciencia de pertenecer totalmente.
La segunda vertiente es el estupor, la maravilla con la que se traduce y concreta, el sentido de la gratuidad plena en la relación entre el hombre. y la mujer. Sin este sentido profundo de gratuidad (y por tanto de estupor y de maravilla) del uno hacia el otro, la educación en la pertenencia se hace difícil, porque aquella transparencia de la que hemos hablado no existe. La relación entre los dos sólo es un peso, porque carece de gratuidad: si falta entre el hombre y la mujer esa percepción de gratuidad en la presencia del uno respecto del otro, entonces el «reflejo ejemplar» tarda o llega con más dificultad.
Dice el Evangelio: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Ahora bien, amarse a sí mismo no es amar las propias reacciones (como normalmente ocurre: esto es egoísmo); amarse a sí mismo es amar el propio destino. Por eso no se puede amar a la propia mujer o al propio marido, al otro, sin amor a su destino (que es idéntico al mío).
Pero existe otro aspecto más de la gratuidad: es la conciencia de la tarea común. Entre los dos aspectos, es decir, el amor al destino y la tarea común, el más fácilmente presente, el más considerable cuantitativamente es el segundo, aunque el primero sea el más radical y decisivo. Sin la gratuidad dada por la conciencia de la tarea humana la relación no dura y todo se deshace como una hoja muerta, o se convierte en ubris, en violencia. La tarea, en efecto, es el confluir de todo hacia el destino común.
¿QUE ACTITUD HACE FALTA TENER CON EL HIJO?
Deberíamos repetir una vez más: gratuidad es la palabra dominante, en absoluto abstracta, por la que nos soportamos y por la que todavía gozamos en la vida.
Se trata ante todo de una gratitud por la generación, esto es, por la aceptación completa de la pertenencia del hijo. Y en segundo lugar por la devolución del hijo al Otro, a Aquél del que el hijo está constituido y al que pertenece de forma total, de modo que esta pertenencia llegue a constituir la propia personalidad. En suma, es la actitud de la adhesión por parte de los padres, a aquello que constituye la persona del hijo, la relación con el Ser, con Dios.
Siempre recuerdo una de las impresiones más grandes que tuve en mis primeros años de sacerdocio. Todas las semanas venía una señora par confesarse, pero de pronto dejó de venir. Después de un mes volvió y me dijo: «no he venido porque ha nacido mi segunda hija». Y antes incluso de que yo pudiera decirle «felicidades», ella siguió diciendo: «si usted supiera la impresión que he tenido justo en el momento en que me he dado cuenta de que ella se separaba de mí; no pensé 'es un niño', o 'es una niña', sino 'mira, empieza a irse'».
El hijo se va; es lo mismo que decir «el hijo crece», pues pertenece a Otro. En este proceso la actitud originaria de gratuidad puede, vivir la separación como ocasión de reconocimiento de que el propio hijo es algo distinto (siempre es distinto respecto de lo que uno se imaginaba y cada momento lo hace llegar a ser distinto). El «hijo distinto» es precisamente el signo de que pertenece a Otro.
Sin embargo, si no se sigue este proceso con gratuidad, nace el rencor: cuanto más se va el hijo, tanto más un rencor, más o menos consciente pone al padre en la soledad. La pertenencia del hijo al padre se reclama de un modo recriminador y se encierra en un esquema imaginado por éste.
EL METODO PARA EDUCAR EN LA PERTENENCIA
El método que representa todo el proceso educativo se puede resumir en una palabra: experiencia. Que el hijo pueda realizar la experiencia del vivir, la experiencia del propio yo. Es la experiencia lo que hace que pertenecer a otro no sea una alienación y por eso asegura la identidad, de modo que la pertenencia a otro es la identidad propia. Este proceso educativo, que se llama experiencia, tiene un dinamismo:
a) La tradición asimilada. La pertenencia de los padres en su concreción asimilada, es decir la propuesta. El primer aspecto de la educación es la propuesta y ésta es la propia tradición asimilada.
b) Llevar de la mano, es decir la introducción en una realidad concreta que el hijo pueda asimilar. Este segundo punto es sin duda el más delicado, porque debe identificar aquel ámbito que constituya la posible asimilación para el hijo.
c) La hipótesis de trabajo. Se trata de un trabajo humano, por eso se propone una hipótesis de significado. Es la tradición como razón: tradición no sólo asimilada, sino también asimilada en sus razones, en su sentido y valores.
d) El riesgo. Este aumenta, está destinado a aumentar siempre. Precisamente porque la pertenencia es lazo y responsabilidad a la vez, el espacio de la responsabilidad salva la santidad y la humanidad del lazo. Asegura la verdadera pertenencia, por lo cual la propuesta, el llevar de la mano y la hipótesis de trabajo como significado, todo esto debe ser ofrecido y realizado con delicadeza, o con discreción hacia aquella libertad que se está desarrollando, hacia la responsabilidad del hijo. No creo que, excepto en la muerte, haya momentos tan dolorosos para unos padres en el acompañar a su hijo, como los de dejarle a su propia responsabilidad.
e) La compañía estable. Es decir la fidelidad. Dios es fiel. San Pablo hace notar que Dios permanece fiel incluso si nosotros le traicionamos. Por lo tanto una compañía estable con los hijos, una fidelidad a ellos, discreta, siempre pronta a intervenir, atenta. Una compañía que llega al perdón, hasta el infinito.
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