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Huellas N.5, Febrero 1987

NUESTROS DÍAS

Afganistán; pero no solo

Alber­to Llabrés y José Luis Restán

Una nación en el ojo del ciclón. Situada entre Irán, Pakistán, India, China y la U.R.S.S., su propia geografía la ha colocado en una encrucijada de tensiones ideológicas, étnicas y religiosas. Nadie había escuchado apenas hablar de ella.
Pero un día, Occidente supo que Afganistán existía y por un tiempo, sólo por un tiempo, atendió la voz que se levantaba en ese país perdido. Luego, el olvido: un espeso silencio cubre la lucha de aquel pueblo destinada a pudrirse en la oscura recámara de las guerras olvidadas.


El 27 de diciembre de 1979 el mundo se despertaba con una no­ticia estrepitosa: varias divisiones del ejército soviético habían cruza­do la frontera montañosa de Afga­nistán y tomado el control de los centros urbanos y las principales vías de comunicación. Los partes oficiales de la URSS, afirmaron que se trataba de cumplir un pacto de­fensivo con el «fiel amigo afgano», amenazado interiormente por ele­mentos reaccionarios, y en el exte­rior por fuerzas imperialistas. Según estos comunicados habría sido el propio presidente Amín el que so­licitó la intervención armada del poderoso vecino. Pero Amín nun­ca pudo explicarlo, porque murió asesinado en extrañas circunstancias ese mismo día, y veinticuatro ho­ras después, era sustituido por Ba­brak Karmal.
En realidad, los hilos de la po­lítica afgana se movían desde Mos­cú a partir del golpe de estado mi­litar que había derrocado a la mo­narquía, en abril de 1978, instau­rando una República Popular de corte socialista. A la URSS le inte­resaba impermeabilizar su fronte­ra en una zona fuertemente convul­sionada por la ebullición del inte­grismo islámico; no en vano mu­chas repúblicas asiáticas de la URSS, están pobladas por musul­manes que no han asimilado el mo­delo marxista-leninista más que co­mo una estructura formal impues­ta por el poder. Por otro lado, es­tratégicamente, el dominio del te­rritorio afgano abría un pasillo ha­cia el Indico, cuya importancia en caso de conflicto regional sería vi­tal para la URSS.
La práctica habitual de colocar gobiernos-títeres se había mostrado ineficiente en poco más de año y medio. Las continuas luchas intes­tinas, motivadas por diferencias ideológicas de matiz, pero sobre to­do por enfrentamientos de etnias y clanes rivales, habían convencido al tutor de la nueva república, de la necesidad de dominar la situación sentándose en la propia capital, Ka­bul.
En un principio, la condena in­ternacional fue contundente, aunque el invasor la recibió como pura retórica imperialista. Todos miraron ese trozo de tierra árida y monta­ñosa, cuya única originalidad pare­cía consistir en haberse convertido en el último escenario de la parti­da de ajedrez que jugaban los gran­des de la tierra.
El gobierno Carter vivía sus ho­ras más bajas, Jomeini consolidaba su poder en Irán, y en la URSS, la era Breznev tocaba a su fin. ¿Qué puede pasar?, se preguntaba un Occidente adormecido, apenas preocupado por otra cosa que sus cuentas corrientes. Por un momen­to aquello parecía interesante, ha­bía que volver la mirada a ese lu­gar perdido.
En Afganistán no hay junglas como las de Indochina, pero sí es­carpadas montañas con nieves per­petuas, capaces de proteger un mo­vimiento de guerrillas que golpean puntualmente, mediante la táctica del sabotaje y la emboscada, para volver luego a sus bases. Las páginas de los diarios se llenaron de fotos estereotipadas mostrando indivi­duos tocados de turbante y con pantalones bombachos, portando al cuello largas cintas de balas y en la mano pesadas armas de fuego de la más variada procedencia.
Poco más se supo (a nivel de gran público) sobre la llamada «re­sistencia afgana». En realidad, la «resistencia» es un conglomerado de grupos cuyo denominador común más inmediato es el deseo de expul­sar al invasor soviético. Por lo de­más, oscilan entre un moderado oc­cidentalismo y un integrismo radi­cal islámico.
Muchos se han preguntado có­mo es posible que este puñado de rebeldes, en su mayoría campesinos analfabetos, haya podido mantener en jaque durante siete años a uno de los ejércitos más poderosos de la Tierra. La pregunta se hace aún más aguda, si pensamos que los apoyos internacionales que en la práctica han recibido, son más bien tibios y escasos. Tan sólo Pakistán, por ra­zones de interés político y por soli­daridad islámica, ha prestado una colaboración eficaz acogiendo en su territorio a miles de refugiados, y permitiendo que la guerrilla se or­ganice y asiente sus bases.
El capítulo de las reacciones in­ternacionales es uno de los más aleccionadores de este conflicto. Occidente apenas ha pasado de las condenas verbales, e incluso los EE UU, administrados ahora por Reagan, han sido reacios a prestar una colaboración sustanciosa. Para la Liga Árabe, este tema que afec­ta de forma tan directa su sensibi­lidad, no ha sido objeto de interés prioritario. El Irán de Jomeini, que por vecindad y por cultura debía ser uno de los más claros adalides de la resistencia afgana, tenía asuntos más importantes de los que ocuparse.
Este escenario es resultado de la política realizada en función de las ideologías, de los intereses particu­lares, de la temperatura del am­biente internacional.
Pero si la política dictadas en las cancillerías del mundo, muestra a las claras su indigencia ética, su ma­quiavelismo disfrazado de diploma­cia, y su rapacidad; no es menos preocupante la reacción de la opi­nión pública, hábilmente conducida por los mass-media. No se han visto en las calles o en las universi­dades, algaradas como las ocurridas durante la guerra del Vietnam. La imagen de los vietcong debía repre­sentar una estética más acorde con el gusto de aquella juventud con­testataria, que la que presentan los mujahidin afganos ante los ojos de un Occidente aburrido, prisionero de su propia contradicción: un con­formismo burgués por un lado, y un subconsciente colectivo que sigue identificando palabras como «progreso», «liberación» e «ideal», con las banderas de lo que vaga­mente podría llamarse izquierda re­volucionaria.
En cualquier caso, Occidente está enfermo; se mueve a golpe de sentimentalismo, y luego olvida. En nombre del equilibrio de pode­res, o para reforzar otros frentes que interesan más al conjunto de la par­tida, es conveniente entregar a su suerte a ese puñado de combatien­tes que como un nuevo David, de­safía al gigante que usurpa su sue­lo.
Han pasado siete años, y aun­que la resistencia mantiene sus en­claves en las montañas y golpea es­porádicamente, el ejército rojo apuntala el edificio de la adminis­tración títere afgana. Ahora Gorba­chov puede pensar tranquilamen­te la posibilidad de reducir el con­tingente de su tropas, e incluso re­tirarlas en un próximo futuro; en cualquier caso será su conveniencia la que marcará esa fecha.
Pero no será fácil que cuaje el reconocimiento popular a un régi­men asentado en una filosofía que le es profundamente extraña, que ignora su tradición cultural y reli­giosa, y sobre todo, que ha colabo­rado con el invasor en la represión y el exterminio de los defensores de la libertad nacional.
Para la propaganda soviética, sus tropas sólo están en Afganistán empeñadas en obras de beneficen­cia. Cultivan los campos, constru­yen escuelas y hospitales..., y man­tienen entrañables relaciones con la población. Tan sólo rompe este idi­lio la acción de bandidos que ase­sinan y destruyen: los mujahidin. En definitiva, el tratamiento infor­mativo que la URSS da a la resis­tencia afgana, no es diferente del que daban los medios de comuni­cación nazis en la Segunda Guerra Mundial.
Y pensamos: ¿no llegará quizás el día que Occidente, a fuerza de olvidar lo que no le gusta e intere­sa, asuma como propia esa versión? Quizás así podría descansar tran­quilo y mirar para otra parte. To­do ha sido un simple sueño; hay que ver la película de hoy.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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