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Huellas N.5, Febrero 1987

VIDA DE IGLESIA

Los movimientos eclesiales: Una pri­mavera para la Iglesia

José Miguel García

Una de las características del ac­tual período postconciliar es la apa­rición y llamativa expansión de los movimientos eclesiales. Estos son una realidad suscitada por el Espí­ritu Santo «para promover -afirma­ba el Papa en Loreto el 11.4.85- la comunidad eclesial y la capaci­dad de presencia apostólica de la Iglesia» (n.6). El mismo Juan Pa­blo II los ha propuesto reiterada­mente como motivo de esperanza para la Iglesia: «Muchas veces, so­bre todo durante mis viajes por Ita­lia y por varios países del mundo, he tenido ocasión de reconocer la grande y prometedora floración de movimientos eclesiales, y los he se­ñalado como un motivo de esperan­za para toda la Iglesia y para los hombres» (A los sacerdotes de Co­munión y Liberación, 12.9.85, Nueva Tierra -NT-, n.1).
Sin embargo, esta nueva reali­dad eclesial no siempre es acogida favorablemente. Con frecuencia se oyen juicios negativos o condena­torios de los movimientos eclesia­les, y a veces se les plantean obje­ciones y dificultades por parte por parte de los organismos o instituciones eclesiales, llegándose a negarles la posibilidad de una expre­sión en las estructuras oficiales, para reducirlos a ser una realidad mar­ginal en la Iglesia. El mismo Pre­fecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe se hacía eco de es­tos problemas que afloran ante la presencia de los movimientos ecle­siales: «Lo asombroso es que todo este fervor no es el resultado de pla­nes pastorales oficiales ni oficiosos, sino que en cierto modo aparece por generación espontánea. La con­secuencia de todo ello es que las ofi­cinas de programación -por más progresistas que sean- no atinan con estos movimientos, no concuer­dan con sus ideas. Surgen tensio­nes a la hora de insertarlos en las actuales formas de las instituciones, pero no son tensiones propiamen­te con la Iglesia jerárquica como tal. Está forjándose una nueva genera­ción de la Iglesia, que contemplo esperanzado. Encuentro maravillo­so que el Espíritu sea, una vez más, más poderoso que nuestros proyec­tos y juzgue de manera muy distin­ta a como nos imaginábamos» (cfr. Informe sobre la fe, p. 50 ss.).
Hay algo que debemos subra­yar en lo dicho por el cardenal Rat­zinger: las tensiones, los problemas no surgen en relación con la jerar­quía, es decir, con la estructura fun­dante de la Iglesia, sino con las ofi­cinas burocráticas, con los progra­mas pastorales gestados en ellas, con las actuales formas de las insti­tuciones administrativas. Unas ins­tituciones que en los últimos años se han burocratizado de una forma alarmante. Burocracia que sofoca la iniciativa personal, que pretende dictar hasta los últimos pormeno­res de la realidad pastoral. Baltha­sar, en una entrevista aparecida en el periódico italiano Avvenire, con­sideraba este crecimiento desorbi­tado de la burocracia eclesial co­mo uno de los mayores peligros de la Iglesia de hoy. «Jesús ha desig­nado para un servicio -dice este teólogo católico- siempre a perso­nas, jamás a instituciones. De la es­tructura fundante de la Iglesia for­man parte las personas de los obis­pos, no las oficinas burocráticas. ¡Nada hay más grotesco que pen­sar en un Cristo que quisiera insti­tuir comisiones! Debemos redescu­brir una verdad católica: en la Igle­sia, todo es personal, nada debe ser anónimo. Por el contrario, actual­mente muchos obispos se esconden detrás de estructuras anónimas. Co­misiones, subcomisiones, grupos y oficinas de todo tipo... Documentos, papeles que no son leídos y que de todos modos no tienen ningu­na importancia para la Iglesia viva. La fe es más simple que todo esto». La Iglesia, nos dice el Concilio Vaticano II, es «signo e instrumen­to de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género huma­no» (Lumen Gentium -LG-, 1). Pero si la Iglesia es signo e instrumento de salvación, es decir, es pre­sencia misteriosa y medio eficaz de la comunión íntima con Dios, Uno y Trino, y de unidad entre los hom­bres, lo es en Cristo, lo es porque hace presente a Cristo, porque es sacramento de Cristo. Los hombres participan de la salvación al unirse a Cristo. El es nuestra salvación, pues en Él tenemos acceso al Padre, en Él entramos en comunión con el Padre y en Él los hombres alcanzan su unidad originaria. Pero este Cris­to, como hemos dicho, se hace presente hoy en la Iglesia. Cristo, en­contrable y actuante en esta reali­dad visible que es la Iglesia, atrae a todos los hombres a sí Un 12, 32. Y lo realiza a través de la fuerza de su Espíritu. Es el Espíritu Santo de­rramado en nuestros corazones el que nos introduce en el amor tri­nitario, en la vida divina, y el que unifica a los hombres dispersos por el pecado; una «unidad salutifera» (LG 9) que anhela y tiende a su perfecta manifestación.
Ahora bien, el Espíritu es dado a la persona. El don es algo perso­nal, no impersonal. O sea, no se da a las colectividades o las estructu­ras administrativas, y es la persona, como nos recordaba el Papa en Por­tugal, la que construye la Iglesia; la persona tocada y cambiada por el Espíritu. Son las personas trans­formadas por la redención las que manifiestan la Iglesia como una rea­lidad atrayente. La fuerza persua­siva de la Iglesia no viene de los or­ganigramas, de los edificios o de los despachos organizativos, sino de las personas transfiguradas por Cristo. «La verdad, la belleza y la paz que se encuentran en Cristo Redentor» se manifiestan, se encuentran en la comunidad cristiana, que «es el am­biente de la existencia redimida del hombre, ambiente fascinante don­de todo hombre encuentra la res­puesta a la pregunta del significa­do para su vida: Cristo, centro del cosmos y de la historia» (Juan Pa­blo II, Discurso dirigido al movi­miento de Comunión y Liberación en su treinta aniversario, 29.9.84, NT, n.1).
Pero si en la Iglesia todo es per­sonal, si la Iglesia es construida por la persona transformada por el Es­píritu, las diversas instituciones ad­ministrativas deben estar subordi­nadas a ésta, deben estar a su ser­vicio. Hacerse fin de sí mismas, no sólo sería un error sino una aberra­ción. La gracia objetiva del encuen­tro con Cristo, que es la finalidad de la Iglesia, no se da a través de realidades impersonales o anóni­mas, sino por medio de encuentros con personas específicas. No es la eficacia organizativa o la eficiencia burocrática de las comisiones, sub­comisiones y oficinas lo que cons­truye la Iglesia, sino el encuentro con personas que viven la fe, el en­cuentro con una persona identifica con Cristo. Por eso, creemos tiene razón el cardenal Ratzinger al recor­darnos que en la Iglesia lo impor­tante no son los instrumentos o las estructuras nuevas que se levanten, sino el Espíritu que actúa a través de la persona. Por eso, la verdadera reforma no está en erigir nuevas, modernas y sofisticadas estructuras. «Lo que necesita la Iglesia para res­ponder en todo tiempo a las nece­sidades del hombre es santidad, no 'management' (cf. Informe sobre la fe, p. 61 ss.). La cuestión, volvemos a repetir, no son las instituciones o estructuras eclesiales, sino la perso­na. El problema es de contenido de mensaje y de experiencia que se proponga, no de organización: la pasión porque el acontecimiento cristiano se extienda, porque Cristo sea conocido y abrazado, que el hombre llegue a ser hombre nue­vo, esto es lo decisivo.
No se entiendan nuestras pala­bras como una condena indiscrimi­nada de las estructuras eclesiales ad­ministrativas. Aun reconociendo que no forman parte de la estruc­tura fundante de la Iglesia ( = jerar­quía), sería ingenuo pensar que po­demos prescindir de ellas. Pero sí quisiéramos recordar que su efica­cia no es debida al montaje o a los proyectos-programas, sino a la vi­vacidad de la fe de las personas que las constituyen. Y esto que decimos es válido para toda institución ecle­sial, incluso para aquellas multise­culares, como pueden ser la parro­quia y la diócesis. En realidad, aun­que esta verdad no sea considerada en ningún proyecto pastoral, es al­go reafirmado por la experiencia co­tidiana. Con frecuencia tenemos posibilidad de constatar cómo esta parroquia es una realidad viva, mientras que aquélla está muerta. La diferencia no se halla en que aquélla tiene una gran riqueza de medios o un organigrama perfecto y ésta no. No pocas veces suele ser lo contrario. La causa de esta situa­ción está en las personas, en los sa­cerdotes que construyen la comu­nidad parroquial, en la vivacidad de fe de sus miembros, en su en­trega apasionada a la misión que se les ha confiado. Y lo mismo podría­mos decir a nivel de las diócesis.
Todas las tareas o cargos eclesia­les tiene como única finalidad ha­cer presente a Cristo, luz de las gen­tes. Que la Iglesia se haga cada vez más transparente. Ninguna respon­sabilidad o tarea eclesial está al margen de su ser sacramental, es decir, de su hacer presente a Cris­to. Todo, por tanto, debe llevarnos a una mayor adhesión a Cristo y de este modo, a ser signos transparen­tes de Su Presencia. Pero esto sólo es posible por la gracia sacramen­tal, que como nos recordaba el Pa­pa, encuentra su forma expresiva, su modalidad operativa, su concreta incidencia histórica a través de los carismas, a través de los nuevos do­nes del Espíritu, que permiten a la Iglesia «estar presente de forma nueva y adecuada a la sed de ver­dad, de belleza, de justicia que Cristo va suscitando en el corazón de los hombres, y de los cuales Él mismo es la única, satisfactoria y cumplida respuesta» (Juan Pablo II, Discurso dirigido a los sacerdotes de Comunión y Liberación, 12.9.85, NT, n.1).
Un carisma, por tanto, es la ac­tuación histórica concreta de aque­lla pedagogía con la que Dios rea­viva y conduce el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y le permite ser lu­gar de encuentro con Cristo para el hombre actual. No se entienda lo que estamos diciendo de un modo más o menos impersonal. Tratemos de ser concretos. El carisma es una modalidad mediante la cual el Es­píritu desarrollando el don del bau­tismo (= gracia sacramental) en una persona, la hace mover, la ilu­mina, la enciende, la sustenta. El carisma es un don que hace que la gracia de los sacramentos sea un acontecimiento espiritual, que per­mite a la persona vivir su misión en la Iglesia. Pero este carisma, este don del Espíritu, no baja del cielo, sino que llega a través del encuentro con una persona, con una comunidad. Es un encuentro lo que toca a la per­sona. Es a través de un encuentro como el Espíritu vivifica la fe reci­bida en el bautismo, como la gra­cia sacramental se hace operativa, como la fe llega a ser una realidad capaz de cambiar la vida y no una mera adhesión a unos gestos insti­tuidos. Y este encuentro personal normalmente es contagioso, es de­cir, crea afinidad. Es por esta afini­dad como el carisma se dilata y li­ga a las personas entre sí, crea una comunión de personas. Esta es la naturaleza de un movimiento. Y el movimiento, es decir, esta afinidad engendrada por el carisma, esta amistad, esta comunión de perso­nas, está destinado a dar a cada uno apoyo para su tarea objetiva en la Iglesia. «Por tanto, un auténtico movimiento como un alma vivifi­cante dentro de la Institución, no es una estructura alternativa a la misma. Es, en cambio, fuente de una presencia que continuamente regenera su autenticidad existen­cial e histórica» (Juan Pablo II, Dis­curso dirigido a los sacerdotes de Comunión y Liberación, 12.9.85, NT, n.3). Un movimiento no es una conexión organizativa, una es­tructura como alternativa a otra es­tructura, sino un acontecimiento espiritual que hace a la persona que participa en él vivir la institución eclesial, que le hace posible y más fácil el cumplimiento de la tarea que le ha sido confiada, que le im­pulsa a vivir la misión.
Con lo que llevamos dicho po­demos salir al paso de una acusa­ción que con frecuencia se hace a los movimientos: que la afirmación del carisma propio rompe la uni­dad, crea división en la Iglesia. En realidad, si esto sucediera, sólo pue­de deberse a dos motivos: porque el carisma es falso, es decir, no ha sido reconocido por la autoridad jerárquica (sobre esto volveremos más adelante) o porque se es infiel al ca­risma. De otro modo, esto no pue­de suceder. Pues si el carisma renueva a la Iglesia, hace eficaz, ope­rativa la gracia sacramental, «se con­vierte en un instrumento privilegia­do para una personal y siempre nueva adhesión al misterio de Cris­to» (Juan Pablo II, Discurso a los sacerdotes de Comunión y Libe­ración, 12.9.85, NT, n.3), es jus­tamente la fidelidad al carisma lo que llevará al creyente a una más profunda y perfecta unión con Cris­to y, por tanto, con todos los demás creyentes. Por eso, Su Santidad no duda en exhortar: «Renovad conti­nuamente el descubrimiento del carisma que os ha fascinado y él os conducirá más potentemente a ser servidores de aquella única potes­tad que es Cristo Señor» (Juan Pa­blo II, Discurso dirigido a los sa­cerdotes de Comunión y Libera­ción, 12.9.85, NT, n.3).
Por otra parte, a veces, quienes acusan de este modo a los movi­mientos parten de una concepción deficiente del carisma, como si és­te fuese una genialidad puramen­te humana y no un don del Espíri­tu. O lo que es lo mismo, no con­sideran a los movimientos como «el don de sí que el Espíritu hace a la Iglesia» (J. Ratzinger) o como una respuesta del Espíritu que permite a la Iglesia estar de modos nuevos y adecuados a las necesidades de los tiempos (Juan Pablo II), sino como meras organizaciones humanas o estructuras de poder. Pero esto supondría concebir a la Iglesia como una simple estructura humana y no como una realidad viva guiada por el Espíritu.
También se suele poner en du­da la eclesialidad de los movimien­tos por su no integración en las es­tructuras diocesanas. No hay que olvidar que las estructuras diocesa­nas han sido creadas para acoger, valorar y promover lo que nace en la Iglesia, es decir, están al servicio de las realidades vivas suscitadas por el Espíritu, no al revés; ya que en­tonces se convertirían en un poder dictatorial. Además, la eclesialidad de los movimientos no es concedi­da por las estructuras diocesanas, si­no que viene de un reconocimien­to por parte de la autoridad jerár­quica, que es la que tiene el don del discernimiento y de la ordena­ción de todos los carismas al bien común de la Iglesia. En efecto, las dos dimensiones fundamentales que garantizan la eclesialidad de los movimientos son, la referencia constante al propio obispo y la apertura fraterna a todas las otras experiencias eclesiales, estimándo­las afectuosamente y con voluntad de colaboración (Juan Pablo II, Dis­curso en Loreto, 11.4.85, n.6).
Por añadidura, la ausencia de los movimientos en las estructuras eclesiales no siempre es debido a un deseo expreso de aquéllos. A veces, la causa está en el rechazo expreso o en las condiciones inadmisibles que son impuestas por las personas que dirigen las distintas institucio­nes eclesiales. Por desgracia, no es infrecuente encontrarse con párro­cos, delegados o vicarios, incluso obispos, que prohiben o impiden una presencia organizada de los movimientos en las distintas insti­tuciones de las que son responsa­bles, si éstos no renuncian a su ca­risma, si pretenden tener una iden­tidad propia dentro de las mismas. Imponer a los movimientos un ser y un hacer que no les son propios es no respetar ni acoger los carismas suscitados por el Espíritu.
Con todo, no quisiéramos ne­gar el peligro que existe en los mo­vimientos de encerrarse en sí mis­mos. Balthasar en una entrevista publica en la revista italiana 30 GIORNI en noviembre del 85, afirmaba: «En los nuevos carismas hay frecuentemente puntos débiles y riesgos de desviación. Me refiero de modo particular a los movimientos que tienen una tendencia a ce­rrarse en sí mismos. Es una cosa que noto. Hay ejemplos extremos que no quiero nombrar; hay otros que, habiendo comenzado como verda­deros movimientos católicos, se cie­rran cada vez más». Este peligro de cerrarse en sí mismos, de llegar a ser casi sectas, será atajado -como se­ñala Balthasar- cuando los movi­mientos se proyecten hacia la mi­sión, cuando «derriben los bastio­nes», cuando vivan para el fin que han nacido: hacer llegar hasta los confines del mundo la buena noti­cia de salvación, hacer presente la Iglesia en todos los ambientes.
Somos conscientes de haber planteado aspectos que necesitan una mayor profundización. Nues­tro artículo no pretende ser exhaustivo, sino iniciar una reflexión y un diálogo. Y así como comenzamos citando a Su Santidad Juan Pablo II, permítasenos terminar con unas palabras suyas dirigidas al movi­miento de Comunión y Liberación en su treinta aniversario; aunque no sólo a él, sino a toda la Iglesia. Di­cen así:
«Cristo es la presencia de Dios para el hombre, Cristo es la mise­ricordia de Dios hacia los pecado­res. La Iglesia, cuerpo místico de Cristo y nuevo pueblo de Dios, lle­va al mundo esta tierna benevolen­cia del Señor, encontrando y sos­teniendo al hombre en toda situación, en todo ambiente, en toda circunstancia.
Obrando así, la Iglesia contri­buye a generar aquella cultura de la verdad y del amor, que es capaz de reconciliar la persona consigo misma y con su propio destino. De este modo, la Iglesia llega a ser sig­no de salvación para el hombre, del que acoge y valora todo anhelo de libertad. La experiencia de esta mi­sericordia nos hace capaces de acep­tar a quien es distinto de nosotros, de crear relaciones nuevas, de vi­vir la Iglesia en toda la riqueza y profundidad de su misterio como ilimitada pasión de diálogo con el hombre allí donde sea encontrado.
«Id a todo el mundo»
(Mt 28, 19), es esto lo que Cristo dijo a sus discípulos. Y yo os lo repito: «Id a todo el mundo a llevar la verdad, la belleza y la paz que se encuen­tran en Cristo Redentor». Llevad a todo el mundo el sig­no simple y transparente de la Igle­sia. La auténtica evangelización comprende y responde a las nece­sidades del hombre concreto por­que hace encontrar a Cristo en la comunidad cristiana».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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