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Huellas N.3, Julio/Agosto 1986

EL PUEBLO SUMERGIDO

Cristo es el hombre

Romano Scalfi

Testimonio del renacimiento religioso en la Unión Soviética de los años '80

La buena nueva proclamada por Juan Bautista y confirmada por Cristo mismo es la presencia del Salvador en medio de su pueblo: el Esperado de las gentes, Aquél que cada corazón espera, consciente o inconscientemente, como la pleni­tud y la verdad, está presente en­tre nosotros.
«Yo soy el camino, la verdad y la vida»: la tentación de los cristia­nos en la historia ha sido siempre no tomar en serio este anuncio, de limitarlo a algún aspecto de la exis­tencia, de proyectarlo en el más allá después de la muerte. Soloviev, uno de los más grandes pensadores rusos, comentaba: «Cristo se ha puesto en el centro de tu habita­ción, y es inútil que intentes rele­garlo a un rincón». Skovoroda, otro filósofo ruso, decía refiriéndose a los Padres de la Iglesia: «Si uno me pregunta qué es el hombre, yo res­pondo: el corazón del hombre es Cristo».
Según la tradición de los Padres de la Iglesia, sobre todo los Padres orientales, el hombre es imagen de Dios, icono de Cristo, porque Dios al crear al hombre, a cada hombre, tiene delante de sí el modelo de Cristo. Como dice Evagrio el Mon­je: «Si conocieras lo que eres, no mirarías lo que has hecho, sino a la imagen que Dios tenía al crearte».
La fisonomía, la imagen que ca­racteriza al hombre es la de Dios, mucho más que sus pecados, lími­tes o virtudes (como decía S. Gre­gorio Nazianceno: «Bajo cada as­pecto nosotros somos Él»). Por eso la actitud más adecuada para comprender al hombre es el estupor por la grandeza a la que estamos llama­dos, un estupor que está en condi­ciones de comprender todo sin cen­surar nada. A los de fuera del estu­por les queda sólo el esquematis­mo, que reduce la realidad a nues­tras opiniones y, en última instan­cia, la trastorna.
El estupor es la actitud más pro­funda y creativa, porque es el reco­nocimiento de la sacralidad de la vi­da, de la sustancia más verdadera de la realidad, que es Cristo: Cris­to «informa» cada cosa, es la forma, la esencia más profunda de cada co­sa, es «mi forma». Este estupor ha­ce la vida fecunda, porque la fecun­didad es proporcional a la adhesión a la verdad: «Quién permanece en mí da mucho fruto».
El renacimiento cristiano en la URSS parte propiamente de la con­ciencia, límpida, profunda y llena de estupor de que Cristo resucita­do es el corazón de la existencia: de aquí ha nacido una vida nueva, una cultura nueva que está transfor­mando Rusia. El Padre Gleb Jakunin, uno de los primeros animadores del rena­cimiento cristiano, decía: «A Cris­to Salvador en la plenitud de la di­vinidad se liga toda la plenitud de la naturaleza humana. Esto significa que no hay actividad humana alguna que no esté llamada a reco­nocer a Cristo, no hay esfera de la actividad humana que no esté ani­mada por Cristo». Con estas pala­bras volvía a llamar a su pueblo a una respuesta espiritual, a una res­ponsabilidad, a una actividad a tra­vés de la cual se manifiesta la po­tencia de Cristo.
Nadezda Man del' stam, esposa de uno de los más grandes poetas rusos de nuestra época, Osip Man­del'stam, muerto en un hospital psiquiátrico, pasó años y años guar­dando la poesía de su marido, que la policía intentaba secuestrar, es­condiéndola en casa de amigos y co­nocidos y aprendiéndola de memo­ria para que no se perdiera. En su libro de memorias, Nadezda ha es­crito: «El mundo europeo ha edificado su cultura bajo el símbolo de la cruz, que hace memoria de un hombre que ha sido crucificado. En la base de esta cultura está la rela­ción con la persona como valor supremo. Debemos aprender de nue­vo que cada destino individual es símbolo de aquel día histórico, que cada destino singular vale por el amor infinito del Dios crucificado». Desde el momento en que Cristo se ha dado a sí mismo por nosotros, ha muerto y resucitado por noso­tros, son verdaderas para cada uno de nosotros las palabras del Padre: «Tu eres precioso a mis ojos».
El renacimiento cristiano en Ru­sia hunde su raíz en el descubri­miento del valor absoluto de la per­sona en Cristo, de la predilección particular y personal que Cristo tie­ne por cada uno de nosotros: de aquí surge también la misión. Co­mo dice Siniavski: «la santidad es el brillo de tu luz, oh Señor»; la santidad no es producto de la vir­tud o el mérito, sino la reverbera­ción de Cristo que a través de nues­tras personas se manifiesta como Se­ñor del cosmos y de la historia.
Safarevic, un gran matemático ruso, decía «Si todo depende de Dios, esto significa que todo de­pende de los hombres»; en efecto, Dios construye la historia, pero la construye a través del corazón del hombre, que asume así una responsabilidad infinita, «por todos y por todo», como les gustaba repetir a los autores del samizdat, la edi­torial clandestina rusa.
El hombre instintivamente tiende a infravalorarse en una falsa humildad, o por el contrario, a so­brevalorarse en una falsa autono­mía; la única verdad, sin embargo, es que «Cristo es el hombre», es de­cir, el hombre no es nada porque todo le ha sido dado por Dios, pe­ro al mismo tiempo es todo porque participa de la plenitud de Cristo. No existe conversión sin la certeza de: ser «nada» y «todo»; la falta de osadía es, en el fondo, falta de hu­mildad, porque no se reconoce que Cristo es el corazón y el Señor de la vida.
Los jóvenes de la comunidad or­todoxa de Moscú y Leningrado es­criben: «Reconocemos nuestra en­fermedad y nuestra debilidad, pe­ro sentimos ser el material vivo con el que Cristo renueva la historia; sentimos la grandeza de la respon­sabilidad que cae sobre nuestras es­paldas, al escoger el camino y a la hora de dirigir nuestras energías».
La primera consecuencia que deri­va de esta actitud es la paz, parte integrante del arrepentimiento cris­tiano; el arrepentimiento cristiano, en efecto, no es principalmente el disgusto de no haber sido buenos y el propósito de serlo (sería aún partir de sí mismos), sino el dolor por haber olvidado la Fuente de agua viva, y el retorno contrito y pa­cificante a ella.
Sander Riga, un gran amigo nuestro de Moscú que hace poco ha acabado en un manicomio a causa de su fe, se había convertido a una edad adulta después de haber pa­sado a través de experiencias varia­das, siempre a la búsqueda de una plenitud humana que, sin embar­go, no ha conseguido encontrar ni en la ideología ni en la diversión. Poco antes de haber sido arrestado había dejado escrito: «Una tormen­tosa incapacidad de comprender el sentido de la vida, un sagaz prag­matismo, un escepticismo irreductible, un descarado cinismo, el de­seo de gozar de la vida y la desilusión: he aquí el balance de mis treinta años. El Señor puede cons­truir también a través de nuestras caídas: debemos sólo estar vigilan­tes. Toco con la mano mi nulidad, pero no sé por qué no me rasgo los vestidos, no me lleno la cabeza de ceniza. El grito de la esperanza es más fuerte que el eco de mi desgra­cia. Mi voluntad y mi inteligencia han resistido largo tiempo, pero al final se me han rendido. Yo he vencido. No ha sido una capitula­ción ante el adversario, sino la re­conciliación con el Padre. Su pose­sión de mí es mi liberación».
En una carta a los jóvenes de Occidente, los jóvenes de una co­munidad ortodoxa de Moscú escri­ben: «Creemos y estamos cada vez más convencidos que todos los va­lores positivos de la vida pueden ser comprendidos y adquiridos sólo a través de Cristo. Si hay valores que parecen extraños a Él es porque no tenemos bastante fe y libertad, bastante amor, coraje y desinterés pa­ra caminar hacia Cristo y en Él, y sólo en Él, buscar respuesta. Estamos profundamente convencidos, y os lo testimoniamos, que no hay otro nombre bajo el cielo en el que podamos encontrar salvación. Sabe­mos que todo lo que hay en el mundo le pertenece y a Él debe ser reconducido. Sabemos que para Él no existe lo imposible y estamos prontos a seguirlo a dondequiera que nos lleve». Esta decisión no na­ce de una voluntad propia, sino de la conciencia de que Cristo es el co­razón de la existencia, y que convertirse a Él significa convertirse al todo, al valor sumo, a la felicidad más grande, a la paz más profun­da.
El Padre Statkevicius, un sacer­dote católico lituano de cuarenta y seis años, ha sido condenado el año pasado a seis años en un hospital psiquiátrico y cuatro de cárcel por­que era el guía espiritual de la Igle­sia lituana ( el 80 % de la población lituana es católica y el régimen es impotente para disgregar este mo­vimiento del pueblo). Durante el proceso, Statkevicius ha dicho: «Agradezco al Señor haberme per­mitido trabajar fructuosamente en estos años; si tuviera que comenzar de nuevo volvería a hacer lo mismo, con mayor empeño aún. He traba­jado por el Señor allí donde él me ha destinado, y también ahora es Él mismo quien me manda allí donde soy más necesario: hoy el Se­ñor simplemente me traslada de la parroquia al hospital psiquiátrico. Alabados sean Jesucristo y María»·.
Cosas de este estilo sólo se pue­den decir si es verdad que «vivir es Cristo»: sólo así el hospital psiquiá­trico se convierte en un lugar de vi­da, de esperanza, de resurrección.
El mismo Statkevicius escribe en la última carta desde el hospital psiquiátrico: «Recordadme ante el Señor, pedidle que pueda siempre dar significado a todo y ofrecer to­do a Dios, de manera que en mi vi­da no existan días vacíos... Donde­quiera que estemos, el Cristo que ha vencido la muerte nos alcanza y nos regenera. ¡Qué triste es la vida si no se comprende el Misterio de Cristo muerto y resucitado!».
Ahora desde Lituania escribe Vytautas Skuodis, un profesor uni­versitario apartado de la enseñan­za y recluido en un hospital psi­quiátrico porque quería entrar a formar parte del «Comité católico para la defensa de los derechos de los creyentes»: «El tiempo pasado en el hospital psiquiátrico (gulag) no ha sido tiempo perdido, sino fe­cundo para la renovación espiri­tual... Nuestra vida tiene sentido también en estas condiciones: no importa si nos encontramos detrás de las rejas o las alambradas; lo im­portante es poder ofrecer nuestro sacrificio en unión con el sacrificio de Cristo».
Estas personas son los grandes santos de nuestra época; sin embar­go, no son héroes, sino hombres que tienen nuestros mismos mie­dos, nuestras mismas limitaciones, pero han comprendido y creen fir­memente que Cristo es la consisten­cia, el corazón de la vida. Es sólo esta certeza la que les fortalece y les hace libres y estar en paz, indepen­dientemente de las circunstancias. Querría terminar citando la carta escrita a Veniamin Markevic por su esposa, poco antes del proceso. Markevic, un cristiano baptista, con once hijos, había estado internado ya durante un año en un gulag. Arrestado nuevamente pocos meses después, fue condenado a cinco años de gulag: «Amadísimo del Se­ñor, de mí, de los hijos, de los ami­gos: que Dios te bendiga en estos momentos difíciles. (...) Amor mío, querría recordarte que conti­go está el Señor, los chicos, la ver­dad y la justicia. No tengas miedo, sé fuerte y muy valiente; la lucha es tremenda, pero la luz vence siempre a las tinieblas (...) Si Dios quiere, estaré junto a ti, codo a co­do, en el banquillo de los acusados. Recuerda que llevas sobre ti las in­jurias de Cristo, que en ti Él es ca­lumniado, escarnecido y desprecia­do en nuestros días. Por eso te su­plico que no deshonres Su nombre, muestra que eres hijo de Dios. Quiero verte fuerte, imperturbable, mantener alto el estandarte del amor. Espera en Él, no te abando­nará. Yo estoy dispuesta a aceptar todo aquello que el Señor quiera. Tu Ljuba que te ama y que está siempre contigo».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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